El cuarenta aniversario de la muerte de Arthur Koestler (Budapest, 1905. Londres, 1983) ha traído a la actualidad la controvertida figura del inclasificable escritor, pensador, espía, y periodista húngaro, que vivió como protagonista los acontecimientos más decisivos del siglo XX, desde la Revolución Rusa hasta el conflicto entre israelíes y palestinos, pasando por la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial.
Para un acercamiento al Koestler periodista, habría que sumar el interesantísimo Arthur Koestler: Nuestro Hombre En España (Alrevés, 2017), de Jorge Freire, en el que se relatan con inusual detenimiento sus peripecias en la Guerra Civil española, tanto como espía al servicio de la URSS como corresponsal de guerra.
En 1926, tras abandonar sus estudios y ante la imposibilidad de encontrar un trabajo en Viena, Koestler, de origen judío, viaja a Palestina, donde se instala en un kibutz. Tras demostrarse totalmente inhábil para los esforzados trabajos del campo, se dedicó a escribir artículos que firmaba como “Ingeniero Arthur Koestler”. Parecía claro que lo suyo era el periodismo, para el que tenía una habilidad innata.
Después de malvivir de forma precaria, sin dinero y sostenido por sus amigos, ese mismo año vuelve a Berlín, donde le sonríe la suerte. Gracias a un conocido, consiguió que uno de los mayores grupos editoriales de Alemania, Ullstein-Verlag, que más tarde absorbería Axel Springel, le nombrara, con solo 22 años, corresponsal en Oriente Medio, puesto que ocuparía durante los dos años siguientes establecido en Jerusalén.
Desde allí, viajó por toda la región, entrevistó a reyes y presidentes, y consolidó una reputación como periodista. Según cuenta en sus memorias, se dio cuenta de que no encajaba en la comunidad sionista y que escribir en hebreo limitaba las posibilidades de su carrera. El muy persuasivo Koestler logró convencer a sus jefes en Berlín de que le relevaran. En 1929, le enviaron a París para cubrir un puesto que había quedado libre en la agencia de noticias del grupo.
“En esta etapa —cuenta Jorge Freire en su libro— produjo algunos de los mejores textos periodísticos, en los que narró con precisión analítica y pluma de altos vuelos las injerencias occidentales, los politiqueos y negociaciones en torno a la construcción de gasoductos y el pujante golpe de los Saud de Arabia, que comparó con la revolución bolchevique, por su capacidad de transformar la vida diaria de los pueblos, y cuya consecuencia más visible fue la expansión del fanatismo wahabita”.
Dos años después, el imperio Ullstein le nombra editor científico del periódico del Alte Tante Voss, uno de los diarios más leídos del país, y asesor editorial de todo el conglomerado de publicaciones, donde pudo dar rienda suelta a otra de sus grandes pasiones, la ciencia. “Entre sus artículos —relata Freire— se contaban tanto sesudas reflexiones sobre combustibles fósiles y mecánica cuántica como ingenuas elucubraciones sobre la parapsicología y la percepción extrasensorial”.
De la habilidad de Koestler para las triquiñuelas periodísticas da idea una anécdota que se cuenta en Nuestro hombre en España. Sabedor de que Albert Einstein no concedía entrevistas. Koestler le telefoneó, haciendo creer al eminente científico que se trataba de una llamada personal y omitiendo que tenía a su lado a un estenógrafo que iba anotando fielmente la conversación. La entrevista exclusiva tuvo una gran repercusión, “a pesar del enorme enfado de Einstein, que pudo ver cómo la popularidad de Koestler aumentaba”.
Convertido ya en una estrella del periodismo, comenzó a publicar una columna semanal titulada “Los límites de la investigación”. En ella, según Freire, abordaba temas de todo tipo, desde la evolución de la telepatía, pasando por asuntos polémicos como la teoría racial. “En un artículo llegó a pontificar sobre la eugenesia, preguntándose si bloquear la reproducción de las familias con problemas y fomentar la de las sanas sería la mejor forma de revertir la caída demográfica de Alemania. ¡En diciembre de 1930! Uno de los artículos terminaba afirmando que ‘la utopía de hoy es la realidad de mañana’”.
Fue elegido por su periódico para representar a la publicación, como único periodista, a bordo del primer viaje del Graf Zeppelin al Polo Norte, junto a un equipo de científicos. La noche anterior a su partida, Koestler hizo de anfitrión de dos expedicionarios americanos, enseñándoles la noche de Berlín. La juerga fue tan escandalosa que al día siguiente se dio noticia de ella en la prensa. Sus transmisiones inalámbricas en vivo y sus artículos, publicados en diversos países, así como las giras de conferencias posteriores por toda Europa encumbraron aún más su fama. La empresa premió su trabajo nombrándole editor jefe adjunto y asesor editorial del periódico insignia del grupo, el Berliner Zeitung am Mittag.
En 1931, como tantos intelectuales europeos, Koestler quedó deslumbrado por los logros de la Unión Soviética, lo que le llevó a abrazar el marxismo-leninismo y a afiliarse al Partido Comunista Alemán. No estaba en absoluto de acuerdo, según explica en sus memorias, con el comportamiento de su periódico frente al auge del nacionalismo. El diario se había aclimatado a a los nuevos tiempos, despidiendo a periodistas judíos, contratando escritores con marcadas opiniones nacionalistas y abandonando la campaña, gran bandera de su identidad, contra la pena capital. Koestler estaba convencido de que los demócratas moderados eran incapaces de enfrentarse a la creciente marea nazi y de que los comunistas eran los únicos que podían detener su expansión.
Reducido al ostracismo como periodista por sus ideas, lideró un grupo comunista contra la nueva política de la empresa. La dirección descubrió unos escritos propagandísticos comprometedores —probablemente fue delatado por algún compañero— y le despidió, pagándole, eso sí, una cuantiosa indemnización. A partir de aquí, aprovechando su habilidad y rapidez para escribir, se dedica a realizar tareas propagandísticas para el partido.
En 1936, una vez que ha estallado la Guerra Civil, recibe el encargo del Comintern de trasladarse a España en busca de pruebas de la implicación y el apoyo directo al bando sublevado de la Alemania nazi y la Italia fascita. Koestler viaja a Madrid y de allí cruza las líneas enemigas hasta llegar a Sevilla. Utiliza como tapadera una credencial del diario londinense News Chronicle, haciéndose pasar por simpatizante de los franquistas. Visita sin apenas cortapisas, el cuartel general de Franco y recoge las pruebas requeridas, que en aquel momento los rebeldes todavía intentaban ocultar.
No sólo eso, sino que, como periodista, solicita una entrevista con el comandante de la guarnición, Gonzalo Queipo de Llano. Tramita el encuentro a través de Luis Bolín, responsable de prensa del bando sublevado, que había adquirido notoriedad como organizador del vuelo del Dragon Rapide que llevó a Franco de Canarias a Ceuta. Bolín fue incapaz, según cuenta Freire, de percatarse de que aquel joven elegante, repeinado y con raya en medio, acreditado por un diario conservador húngaro y otro liberal inglés, era en realidad un espía comunista. Además, portaba cartas de recomendación que había conseguido del líder de la Ceda, José María Gil-Robles, y de Nicolás Franco, militar y hermano mayor del futuro dictador.
La entrevista fue una gran exclusiva, que el News Chronicle londinense destacó en portada, disparando la fama internacional de Koestler, merecedor de efusivas felicitaciones de sus camaradas. Pero en Sevilla cayó como una bomba. Queipo de Llano, según relata Freire, “era presentado como un sádico que no solo prometía exterminar ‘milicianos invertidos’, lo que era ya era un tópico habitual en sus intervenciones radiofónicas, sino que se recreaba describiendo violaciones, bestialidades y un interminable muestrario de crímenes republicanos contra embarazadas y niñas, demorándose en los aspectos más escabrosos con visible delectación”.
Koestler se enfrentó con lo que era, a su parecer, “una perfecta demostración clínica de psicopatología sexual”. Cuando la entrevista llegó a sus manos, el burlado Luis Bolín prometió matarlo como si fuese un perro. El espía logró escabullirse hasta que, en el hotel donde se alojaba, un antiguo colega alemán nazi le reconoce y le denuncia por simpatizante comunista. Se dicta una orden de búsqueda y captura y se ve obligado a escapar en taxi a Gibraltar y, de ahí vuelve a Francia. En enero de 1937, publicó en París L’Espagne Ensanglantée (La España ensangrentada), que luego fue incorporada a su libro Testamento español, donde contaba las atrocidades franquistas.
Pese a las amenazas, en 1937 volvió a la España republicana como corresponsal de guerra del News Chronicle. La sangrienta toma de Málaga por parte de las tropas de Mussolini sorprendió al periodista en la ciudad andaluza. Koestler, según explica Freire, “no sabía muy bien qué pintaba en la Málaga caída. ¿Sería el primer reportero de izquierdas en narrar la caída de una ciudad de la República?”
Se refugia en la casa del zoólogo retirado y diplomático sir Peter Chalmers Mitchell. Desde su posición privilegiada de la villa Santa Lucía, Koestler es testigo de la “liberación”. Las bombas cayeron sobre las más de cien mil personas que huían de la ciudad ante la llegada de Queipo y sus hombres. Al menos, 5.000 personas fueron asesinadas, en uno de los episodios más sangrientos de la guerra.
“Madrid tiene muchos hombres, pero le faltan armas; los rebeldes tienen muchas armas, pero les faltan hombres”, había escrito Koestler. En un artículo enviado al News Chronicle, contaba que, camino de Málaga, un comandante de la República le había informado de que no podía seguir porque el puente hacia Motril estaba inutilizado. “El camino está inundado y hay que esperar a que pare la lluvia”, le explicó. El comandante le reconoció que el puente llevaba cinco meses deteriorado, porque no recibían material desde Valencia. La crónica terminaba con Koestler gritándole, “lo cual, según Freire, resulta poco creíble, pues ni un gallito tan bravucón como él se había atrevido a sacarle los espolones a un comandante local”. Constata en la crónica algo mucho más relevante, que la República había abandonado Málaga a su suerte largo tiempo atrás.
De nada le sirvió refugiarse en la casa del hospitalario diplomático “sir Peter». La mala fortuna hizo que la finca contigua fuera ocupada por un tío de Luis Bolín, que le delató y permitió a su sobrino cobrarse la venganza tantos meses ansiada.
Después de varias semanas preso en Málaga, le trasladan a Sevilla, donde coincidió en la misma cárcel que el hijo de Largo Caballero, conocido por los franquistas como Caballerito, al que se intentó permutar sin éxito por José Antonio. Koestler fue condenado a muerte. Tras intensas gestiones diplomáticas y después de cinco meses encarcelado —entre Málaga y Sevilla—, fue intercambiado por una prisionera nacionalista de «alto valor», retenida por los leales, la esposa de uno de los mejores pilotos de combate de Franco, el Capitán Haya. Sería el propio capitán Carlos de Haya el encargado de llevarle hasta La Línea para su liberación.
Fue precisamente en España donde Koestler maduró la abjuración de su fe comunista. A finales del 37, entregó su carnet del Partido, desilusionado por lo visto en la Guerra Civil. Decisión que ratificaría dos años después con la firma del pacto germano-soviético. Koestler recurre a los colegas de Humanité en busca de una explicación. “Nos dijeron que el nuevo tratado —escribe en Escoria de la tierra— era un supremo esfuerzo de Stalin para impedir la guerra imperialista que nos amenaza”.
Sólo nueve días después del pacto, comienza la guerra y la pesadilla de Koestler en París. Intenta sin éxito regularizar su situación como extranjero, ciudadano de un país neutral como Hungría, pero la burocracia francesa acaba por devorarle ante la ineptitud de unas autoridades que se resistían a tomar decisión alguna hasta que no se aclarara la situación bélica.
En una de las muchas veces que la policía se presentó en su casa para registrarla, conoció a un agente, un tal M. Pétetin. De camino a la comisaría entabló conversación:
—Me pregunto cómo va a acabar la guerra. Usted, como periodista, ha de saber de esto más que nosotros— le interpeló el policía.
Koestler le respondió que él no era profeta, “mientras me asombraba por su desmaña y me pregunté si aprenderemos a ver algún día a ciertos tipos o profesionales, idealizados por la literatura —policías, prostitutas, reporteros y actores—, tan ordinarios y vulgares como son en realidad”.
Acaba siendo detenido y encerrado en un campo de refugiados, instalado en las pistas de Roland Garros, junto con todo tipo de desheredados y en unas condiciones inhumanas. “Se burlaban de mí —rememora— por el modo en el que me envenenaba a mí mismo, al comprobar todos los periódicos a mi alcance y escuchar todas las emisoras de radio que podía”.
Escapa del campo e inicia una desesperada huida huyendo del avance nazi. Se queja de la falta de información. “Aquello era muy deprimente —relata en Escoria de la tierra—. Por primera vez en esta guerra, me había dejado engañar por un bobard [patraña, rumor], y, a pesar de la cautela profesional de quien había sido corresponsal desde los veinte años, se repitió el engaño varias veces, la última poco después de la caída de París, cuando, durante unas cuantas horas, el pueblo de toda Francia creyó que se había producido el milagro tan esperado y que Rusia había declarado la guerra a Alemania”.
En su desesperada huida, vuelve a ser detenido. Esta vez es encerrado durante cien eternos días en el campo de concentración de Le Vernet De’Ariège, donde a las penosas condiciones se suman los trabajos forzados. Allí se reúnen todo tipo de personajes: presos políticos y comunes, judíos, antiguos combatientes de España, expatriados… en una amalgama de parias a la espera de que, cuando llegaran los nazis, decidieran qué hacer con ellos.
“Habíamos sido derrotados en parte por nuestra propia culpa y en parte porque las potencias que debieron ser nuestros naturales aliados nos abandonaron y traicionaron —reflexiona en el libro—. Unos años antes, se habían referido a nosotros como las víctimas de la barbarie fascista, los precursores en la lucha por la civilización, los defensores de la libertad y cosas así; la prensa y los estadistas de Occidente se habían llenado la boca hablando de nosotros, probablemente para ahogar su mala conciencia, la voz de la mala conciencia. Ahora nos habíamos convertido en la escoria de la tierra”.
Koestler logra salir del campo con la intención de unirse a la Legión extranjera francesa en Argelia, donde se admite a todo el mundo sin preguntar. Va pasando el tiempo y los nazis se acercan, mientras él permanece acuartelado en el cantonnement des isolés. No podía soportar el encierro. Se escapaba furtivamente. “quería saber y quería ver”. No tenía proyectos, esperanzas ni expectativas; solo un resto de curiosidad”. Tras una larga espera, esta salida también se cierra. ”Era evidente que los antifascistas constituían un gran estorbo en la guerra contra el fascismo, No se nos quería. Y yo estaba harto de ofrecerme donde no se me quería”.
En capítulo final (Las consecuencias), Koestler cuenta cómo se encontró con Walter Benjamin en Marsella, el día anterior a su marcha. “Me preguntó: ‘si las cosas salen mal, ¿tiene algo que se ‘pueda tomar’? Porque en aquellos tiempos, todos llevábamos en el bolsillo alguna ‘sustancia’, cual conspiradores de novelita barata. Yo no llevaba nada, y compartió conmigo lo que él tenía, sesenta y dos pastillas de un sedante obtenido en Berlín la semana siguiente al incendio del Reichstag. A la semana siguiente atravesó la frontera hacia España y la guardia civil lo detuvo en Port Bou, Se le dijo que al día siguiente sería devuelto a Francia. Cuando por la mañana fueron a buscarle para subir al tren, estaba muerto.”
Koestler logra finalmente ponerse a salvo Londres, donde escribió Escoria de la tierra, en los primeros meses de 1941, cuando Inglaterra resistía sola, bajo los intensos bombardeos nocturnos.
En el epílogo del libro editado por Ladera Norte, Sergio Campos Cacho, bibliotecario e investigador de la época, escribe: “Es, sobre todo, un libro periodístico que equilibra lo interesante, la épica del momento histórico, y lo importante, el destino de quienes padecieron esa experiencias”. Además, explica la razón de la obsesiva persecución, que hasta el propio Koestler desconocía. “Más tarde, llegó por fin la razón por la que había sido detenido en París, y que dio lugar al calvario —explica—. La razón fue su antigua colaboración con Willi Münzenberg y Otto Katz, los dos genios de la propaganda soviética, que andaban por entonces en París buscando huir tanto de los nazis como de los soviéticos, jugando a dos bandas entre estos y las autoridades soviéticas”.
En diciembre de 1944, Koestler viajó a Palestina con una acreditación del New York Times, con el que había empezado a colaborar. Mantuvo una reunión clandestina con el futuro primer ministro israelí Menahem Begin, entonces jefe de la organización paramilitar sionista Irgun y perseguido por los británicos, que incluso habían puesto precio a su cabeza. Koestler, en su doble función de periodista y activista, intentó persuadirlo de que abandonara la lucha armada y aceptara una solución de dos Estados para Palestina, pero fracasó. Muchos años después, escribió en sus memorias: «Cuando terminó la reunión, me di cuenta de lo ingenuo que había sido al imaginar que mis argumentos tendrían la más mínima influencia».
Cuatro años después volvería a Oriente Medio como corresponsal de guerra. Periódicos, estadounidenses, británicos y franceses le acreditaron como enviado especial para cubrir la guerra entre el recién constituido Estado de Israel y los estados árabes vecinos. Lo que da idea del prestigio que se había ganado como periodista.
En la posguerra mundial, Koestler siguió escribiendo frenéticamente. Renegó de sus artículos escritos bajo influencia comunista y se declaró partidario del periodismo británico, riguroso, aséptico y limitado a los hechos. Lo que no fue óbice para que durante la guerra fría escribiera artículos propagandísticos contra la URSS, muy probablemente al servicio de la CIA, lo que le valió severas críticas y ser considerado “un tonto útil al servicio del capitalismo”.
En los cincuenta, decidió poner fin a sus escritos políticos con el ensayo La era del anhelo, en el que analizaba la situación de la Europa de posguerra y los desafíos a los que se enfrentaba. A partir de ahí, se dedicó a escribir sus memorias, que abarcan desde 1932 hasta 1954, y artículos de reflexión filosófica, sobre los avances de la ciencia o la cultura de las drogas y sus propias experiencias con los alucinógenos.
Como activista, apoyó con fervor diversas causas: contra la pena de muerte, en apoyo a la sublevación húngara de1956 contra los soviéticos y a favor de la eutanasia, entre otras. En 1976, le diagnosticaron Parkinson y, en 1979, leucemia terminal. Koestler y su esposa, Cynthia, con la que llevaba viviendo desde los años cuarenta, se suicidaron la noche del 1 de marzo de 1983 en su casa de Londres con una sobredosis de barbitúricos, combinados con alcohol. Sus cuerpos fueron descubiertos la mañana del 3 de marzo, momento en el que llevaban muertos 36 horas. Fue la última polémica provocada por Koestler. Nunca se aclaró si persuadió a su mujer, 23 años más joven que él y con buena salud, para que se quitara la vida, o por lo menos, intentó evitarlo. En la nota mecanografiada de suicidio de Koestler, su esposa dejó escrito a mano: “no puedo vivir sin Arthur”.
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