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Arturo Pérez-Reverte: «Detesto al lector testigo. No me interesa»

Arturo Pérez-Reverte: «Detesto al lector testigo. No me interesa»

La nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, La isla de la Mujer Dormida (Alfaguara, 2024), es un juego de ajedrez en el Egeo. Una novela compleja y completa: quien busque aventura la va a encontrar; aventura elegante, de esas de las películas de guerra inglesas de los años 40; quien busque amor lo va a encontrar, de ese construido literariamente con la pronunciación de frases memorables de doble y triple sentido donde se piensan las relaciones, los equívocos de la vida, la maldición del deseo y el destino de los hombres y las mujeres. Algo singularísimo, pues son diálogos que llenan la novela, casi podríamos decir que la sustentan, pronunciados por personajes cuya característica principal es la de ser personas silenciosas.

El Mediterráneo de nuevo como un personaje más es ya casi un territorio revertiano, como Alejandría lo fue de Durrell: aparece como fondo de la aventura y como el envés de la trama novelesca en La carta esférica, en Corsarios de Levante, en El pintor de batallas, en El problema final, en El italiano. En La isla de la Mujer Dormida, la aventura de unos piratas modernos enmarcados en la Guerra Civil Española librada en territorio griego es una trama exótica, como de novela de Eric Ambler, donde no faltan espías en Estambul, encuentros secretos en Beirut y una historia triste y apasionada de amor en Syros, una pequeña isla de las Cícladas.

He acudido a la cita de Reverte en Atenas con breve pero intensa incursión en una isla cercana a la capital griega, una de las pequeñas islas del archipiélago Sarónico: Agistri, vecina de Poros y Salamina, mucho más conocidas. Allí, recortado contra el perfil de las casitas de piedra encaladas con las contraventanas pintadas de azul como un mar de fondo intenso y solitario, el novelista nos cuenta lo que para él significa la memoria, el mar, las mujeres, los libros y los héroes.

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—Ha definido usted la aventura que se narra en La isla de la Mujer Dormida como “una partida de ajedrez en el Egeo”. De nuevo, el revertiano recurso del ajedrez.

"El concepto del ajedrez, las piezas y sus movimientos, me dan una singular paz espiritual"

—Me produce fascinación. Una vez le dije a Leontxo García que en algún momento de mi vida cambié a Dios por el ajedrez y que asisto a las partidas como el que entra en una iglesia, y es verdad. Me da serenidad, me reconcilia con el mundo; el concepto, las piezas y sus movimientos, me dan una singular paz espiritual. Y además el ajedrez me lleva a mi infancia y a mi padre, que jugaba todas las tardes. Mi padre ha sido un hombre importantísimo en mi vida. El ajedrez supone para mí el primer momento en el que me asomo a un juego con reglas que él me enseña y con el tiempo encuentro que es un símil muy útil para la vida. Por eso en todas mis novelas, de alguna manera, está presente el ajedrez.

—Curiosamente, usted siempre ha dicho que niega el negro o blanco de las cosas, de la vida; que prefiere o reconoce los grises.

—Cuando descubro que la vida y el ser humano se matizan en grises, comienzo a mirar el tablero de forma diferente; con más curiosidad, si cabe, sabiendo que lo que ocurre ahí es mentira. Yo veo en el tablero cosas difíciles de explicar: contradicciones, mentiras, engaños, manipulaciones… Me resulta útil como ejemplo en negativo de muchas cosas. Es complicado de explicar y es la primera vez que reflexiono sobre esto en voz alta. El ejemplo del ajedrez me vale para decir que el ajedrez está equivocado. De tanto mirar el tablero se han ido difuminando los colores, igual que se difuminan en la vida. En definitiva, el ajedrez es un fraude, pero un fraude heroico, con reglas.

—¿Qué es un héroe para usted?

—El héroe o, mejor dicho, “mi héroe”, es alguien que se enfrenta a algo inesperado, o esperado pero inevitable, y lo afronta sabiendo que debe conseguir en sí mismo las energías, fuerzas, mecanismos, ideas para afrontarlo.

—Para afrontarlo en solitario…

"Usemos héroe en el sentido de protagonista literario, no en el que la gente suele entender"

—Si. Lo que caracteriza a mis héroes es precisamente eso, la soledad, incluso dentro del grupo. Todos mis héroes son héroes solitarios, sea un hombre o una mujer. No están vinculados a ninguna causa, aunque aparentemente lo estén para los demás, pues todos ellos poseen, por lo general, la conciencia de no pertenecer al grupo al que parecen pertenecer. Y esa soledad no es un rasgo del carácter, sino una situación propicia para desarrollar al personaje; es precisamente la soledad la que los pone a prueba: no es tan difícil actuar como héroe cuando estás en un grupo que te respalda, una ideología que te sostiene, una fe, una patria, un amor o lo quiera que sea aquello por lo que peleas. Pero cuando no tienes nada de eso, tan solo el desnudo paisaje de tu soledad y tu deber, la cosa cambia. Pero por favor, usemos héroe en el sentido de protagonista literario, no en el que la gente suele entender. Me refiero siempre a un “héroe” entrecomillado.

—¿Podría desarrollar esa idea del “deber” de sus “héroes”?

—El deber de mis héroes no es convencional, no está escrito o regulado; es un deber personal, que ellos mismos se crean. Justamente por eso, apelando a su deber personal, que nada tiene que ver con la idea del deber general, ni siquiera con el de sus compañeros de lucha, se esfuerzan en cumplir con él. Mis héroes solitarios responden solamente ante sí mismos.

—Esos personajes revertianos estaban, en sus primeras novelas, realmente solos, pero desde El problema final y El italiano y ahora en esta Isla de la Mujer Dormida aparecen en grupo junto a secundarios muy unidos al héroe. ¿A qué se debe ese cambio?

"Por pura necesidad de sentirme vivo (vivo como lector, pero también y sobre todo vivo como escritor) tiendo a buscar fórmulas narrativas frescas, nuevas"

—No lo sé, no es deliberado, ha ocurrido. Tienes razón, ahora que lo dices, y haciendo memoria de las otras novelas es cierto que estas son las primeras veces en que mis héroes trabajan en equipo. A ver, yo soy un escritor profesional, y como tal poseo fórmulas que voy agotando y renovando. Imagino que, tras haber exprimido al héroe solitario, mi instinto profesional me ha llevado a buscar territorios no transitados. Imagino que, ahora, situar al héroe en causas generales, aunque manteniendo su identidad personal individual, me da una nueva mirada narrativa que me impide repetirme, abriendo nuevas posibilidades. Para bien o para mal, yo no soy como otros novelistas, muy dignos y a los que admiro mucho como escritores de espionaje internacionales o escritores históricos, que repiten una fórmula casi indisimulada cada vez. A mí ese recurso me parece bien, incluso como lector, pues en el fondo uno espera de sus autores predilectos precisamente eso, que repita las fórmulas. Es más, en ocasiones me ha pasado abrir una nueva novela ilusionado y encontrar otra cosa: “¡Este no es mi Anthony Burgess!”. O “¡en esta novela no aparece mi Dumas de siempre!”. Dicho lo cual, en un caso como el mío, con más de treinta novelas a la espalda, es cierto que por instinto uno tiende a abordar de diferentes maneras los temas que son los suyos de siempre. Es decir, en un territorio narrativo que es el mío, por pura necesidad de sentirme vivo (vivo como lector, pero también y sobre todo vivo como escritor) tiendo a buscar fórmulas narrativas frescas, nuevas. Y eso es todo un reto, una especie de juego de las siete y media contigo mismo, pues si dejas de ser tú, el lector se decepciona, pero si eres demasiado tú, el lector se aburre. Ahí está justamente el quid de la cuestión.

—En estos casos, la novela sale ganando, pues los secundarios, al estar más cerca del héroe, se vuelven más atractivos, más densos literariamente.

—Los secundarios siempre han sido muy importantes en mis novelas. Lo que ocurre es que ahora, al estar danzando en torno al protagonista, son más visibles, es cierto.

—Por no salir del territorio Reverte, podríamos decir que son secundarios casi “alatristescos”.

—Alatriste arranca directamente de una concepción de la narración que tengo desde hace mucho tiempo; no es consecuencia de una evolución narrativa. Alatriste aparece. Es decir, desde El húsar hasta ahora, yo voy evolucionando como escritor; voy cambiando, modificando, adaptándome a los tiempos actuales, claro. Y no olvido que escribo para un público diferente del de hace treinta y cinco años. Sin embargo, como te decía antes, Alatriste no forma parte de esa evolución; irrumpe como personaje específico con un proyecto específico que se alimenta tanto de lecturas como de cine. Alatriste llega con un equipaje propio y se inserta en mi literatura como una isla no vinculada directamente a la evolución de las otras historias. Es, digamos, un caso aparte.

—Pero de alguna forma, Alatriste ha alimentado su manera posterior de narrar.

"Los secundarios de Alatriste los aprendo de los mosqueteros de Dumas y de los sargentos de John Ford"

—Vamos a ver, los secundarios de Alatriste los aprendo de los mosqueteros de Dumas y de los sargentos de John Ford. Ese concepto me lo traigo a mi literatura. Y en mis últimas novelas los secundarios cobran más presencia porque hay equipo, porque las historias así lo exigen. Eso sí, me he dado cuenta de algo: el secundario puede ser perjudicial, pues cuando un secundario te queda bien, brillante, redondo, tienes siempre la tentación o el instinto de desarrollarlo más, de que tenga más espacio en la novela, más diálogo, más presencia, más situaciones. Y esta novela de La isla de la Mujer Dormida es un buen ejemplo de eso. Yo era consciente de que las hermanas anarquistas de Estambul o los espías están poco desarrollados y que darían mucho de sí narrativamente. Como novelista me enfrento a la doble tesitura: por un lado lamento no haberles dado más papel en la historia, por el otro comprendo que, si lo hubiera hecho, se habrían comido la trama principal. Mi prudencia narrativa sabe que una novela no se puede complicar con excesivas tramas laterales.

—Recuerdo que, en el llamado Quijotillo de la Academia (Don Quijote de la Mancha, edición escolar, Santillana 2014), hizo usted precisamente eso: eliminar las tramas adyacentes del Quijote cervantino.

—Yo lo llamé así, Quijotillo; lo bauticé yo. Sí, se trata de un Quijote trabajado por mí. Insisto en la palabra “trabajado”. Y mira, no lo había pensado, pero es un buen ejemplo y está muy bien enganchado por tu parte en esta conversación. En ese trabajo me guié de nuevo por mi instinto, en el que insisto mucho, porque realmente es así: yo tengo un instinto muy desarrollado como lector, que me es muy útil en mi trabajo como escritor. Lo que lastra al Quijote son las tramas secundarias, que son muy buenas, pero esta edición está pensada sobre todo para los jóvenes, para el primer lector del Quijote, y para él las tramas secundarias retrasan, perturban, enredan la historia principal quijotil-sanchopancesca. En este delicado trabajo se puso de manifiesto algo que he vuelto a sentir en La isla de la Mujer Dormida y cuya idea antes esbozaba: tener que manejar la dolorosa disciplina del escritor que no puede perder nunca de vista lo que la novela no necesita, por muy bueno que sea. Yo dejo morir muchísimas cosas, muchas. Tener la disciplina de la economía narrativa no es fácil; cuesta mucho. Es bastante doloroso, pero un novelista nunca debe perder de vista el hilo de acero que sustenta la historia principal, que es la del héroe, y en este caso especialmente, la de la heroína.

—¿Qué es para usted una heroína?

"La mujer revertiana se ve obligada a jugar también con esas mismas reglas de hombres"

—La heroína es distinta. Yo sí diferencio entre el hombre y la mujer. Para mí el heroísmo no es paritario. La heroína se enfrenta a situaciones diferentes y a menudo con reglas no hechas por ella. El hombre (hablo de mis héroes) se mueve en un territorio que conoce, aunque sea nuevo para él; conoce las reglas, los peligros, los comportamientos, porque son todos masculinos, probados durante siglos. Pero la mujer ha de enfrentarse no a sus reglas femeninas, sino a las de otros. Son reglas ajenas, que ella no ha inventado: no son ni genética, ni biológica ni históricamente suyas. Por eso, mientras que el héroe revertiano juega con reglas de hombres, la mujer revertiana se ve obligada a jugar también con esas mismas reglas de hombres. Y ahí reside la tragedia; el conflicto. En ese sentido, el concepto base es absolutamente feminista. Y claro, las soluciones, y sobre todo los estragos, son distintos. Un hombre derrotado todavía conserva a los compañeros de aventura; puede irse con ellos a tomar un coñac y recordar a los muertos porque así son los códigos desde la Ilíada. Hasta en la derrota, el hombre posee mecanismos intelectuales que incluso ennoblecen dicha derrota. ¿Qué hay más bonito que El galo herido? Pero La gala herida no funciona. Por eso mis heroínas se separan radicalmente de los héroes masculinos con conflictos, soluciones y, sobre todo, tragedias propias. En la derrota de la mujer no hay nada heroico. Hablo de mis novelas, claro. Eso no le quita ni grandeza ni fuerza, pero el resultado plástico, digamos, no es heroico. La mujer vencida es menos “decorativa” que el guerrero herido.

—Quizás está por construir en literatura la imagen “decorativa” o icónica de las heroínas derrotadas.

—Bueno, en realidad ya está y, que yo recuerde, solo hay una: Milady. Es la precursora de la mujer derrotada por excelencia en la literatura; un ejemplo claro de lo que estamos hablando: ella lucha en un mundo de hombres con reglas de hombres y muere sin heroicidad. Fíjate en la figura de Milady siendo degollada por el verdugo de Meung a la orilla del río: no tiene grandeza, sino patetismo. Yo he aprendido mucho de esta mujer desde que leí los Mosqueteros con ocho o nueve años; me di cuenta de que en ella había algo singular. No en vano mi perro se llamaba Mordaunt, por el hijo de Milady. Más que Ana Karenina, Juana de Arco o Madame Bovary, Milady ha modificado fuertemente mi mirada sobre las mujeres. Porque a mí la que toma veneno o se tira a un tren, literariamente no me interesa.

 

—¿Cómo sería para usted el final perfecto, literariamente hablando, de una heroína?

—Enfrentarse a la muerte matando: el final de la Reina del Sur. La mujer que pelea sola.

—¿Para quién escribe Arturo Pérez-Reverte ahora?

—Escribo para mí, pero haciendo concesiones. Vamos a ver: en este momento mis novelas no tienen un objetivo económico ni de fama; han llegado adonde tenían que llegar. No me puedo quejar de nada. Pero es que para el escritor que soy, una novela es algo más; es una aventura personal: es viajar, leer, aprender, seguir viviendo vidas ya imposibles. Y también me estoy dando la oportunidad de mantener vivas la lucidez y la imaginación. Ahora bien, yo estoy en el mundo y sé que me leen en muchos países, así que el planteamiento es: “Ya que imagino y escribo historias, hagámoslo de manera que todos esos lectores la disfruten también”. Por eso hago concesiones, no claudicaciones. Me adapto con mis textos y mi manera de contar a un mundo en el que estoy viviendo; lo que no tiene nada que ver con mantener un territorio narrativo honorable y coherente.

—Un territorio narrativo que desde hace varias novelas se enmarca en las primeras décadas del siglo XX. ¿Qué tiene de atractivo ese momento para usted?

"El tango de la Guardia Vieja abrió una nueva etapa"

—Es cierto. El tango de la Guardia Vieja abrió una nueva etapa; me hizo darme cuenta de lo bien que me sentía en ese territorio. Primero, porque yo vengo de esa época; esos primeros años del siglo pasado, con un abuelo nacido en el siglo XIX y un padre nacido en 1918, así como una infancia personal que transcurre en los años 50 que, sin embargo, no desarrollo en mis novelas hasta mucho más tarde. Y es que de pronto descubro que con el mundo actual me pasa como en aquellos versos: “Este mundo me aburre, ¡oh muerte, zarpemos!”. El mundo actual es vulgar, no con respecto a mí; me refiero a que todos somos vulgares en el mundo de hoy. Todo se hace con los teléfonos móviles y los ordenadores. El territorio en el cual mis héroes se desenvuelven no es este momento histórico. Considero que le quitaría nobleza, que de alguna manera bastardearía la historia que quiero contar.

—¿Se definiría usted como un escritor del siglo XX, como una vez le dijo el novelista Jorge Fernández Díaz?

—De la primera mitad del siglo XX, diría yo. Probablemente él se refería a ser heredero de una tradición literaria y cultural muy densa, muy interesante, muy intensa y muy decisiva, que aún no había sido intoxicada por la deriva cultural e intelectual que ha tenido el final de aquel siglo y principios del actual. Justamente ese territorio se encuentra en la franja en la cual tienes la biblioteca, la filmoteca y la experiencia vital que se apoya en el XIX, pero aún no está contaminado por la vulgaridad. Con la edad me he hecho más consciente de esa realidad y he decidido que, aun pudiendo hacer todavía novela histórica, como hice en Sidi, lo que no voy a hacer nunca más es una novela actual. Entiende esto: un novelista no puede decir “nunca jamás”, pues si se cruza alguna historia irresistible por supuesto la escribiré, pero narrativamente me siento más a gusto en esas décadas iniciales del pasado siglo. Y hay otro factor también: cuanto más escribo de esos años más los conozco, los refresco, los recuerdo. Tengo que documentarme menos. Me he adentrado tanto que estoy muy cómodo ahí; tengo mucho material, por lo que es natural que las historias que me surgen se sitúen por instinto en ese momento.

—¿Hasta qué punto ha influido El italiano, novela homérica ambientada en esas décadas, en La isla de la Mujer Dormida?

—Hay un parentesco indudable. Es que vivir en ese mundo te deja cosas. Nadie vive sin consecuencias. Y desde luego, nadie escribe impunemente. Vivir de manera orgánica, casi física, en las novelas me deja cosas nuevas, me da enfoques, percepciones que no tenía antes, abonando en ocasiones el terreno para que la siguiente novela se beneficie de ello. Es evidente que El tango de la Guardia Vieja me lleva a Falcó, sin la menor duda. Imagino que en este caso ocurrió algo de eso.

—¿Qué ha modificado en usted La isla de la Mujer Dormida?

—No lo sé; no voy por ahí autoanalizándome. Mi ego no llega tan lejos como para estar continuamente planteándome esas cosas.

—¿Qué ha aprendido usted tras la escritura de La isla?

"He aprendido a optimizar mejor los recursos, a reforzar el uso de diálogos en vez de descripciones"

—He aprendido a optimizar mejor los recursos, a reforzar el uso de diálogos en vez de descripciones; he confirmado ideas narrativas, como que ahora es mejor un comentario en un diálogo que una descripción. En eso Conrad me ha enseñado mucho, y es algo de lo que me he dado cuenta en los últimos años: Conrad no es nunca diáfano en los diálogos, tal vez porque le costaba lidiar con una lengua que no era la suya. No lo sé. El caso es que esa oscuridad, esas insinuaciones en los diálogos, obligan al lector a preguntarse con mucha frecuencia a qué se refiere. Esa cierta ambigüedad fértil, tan sugestiva y rica, es la que yo trato de llevar a mis novelas, pues considero que otorga un provechoso margen de actuación al lector, que le permite ser capaz de resolver los enigmas, de interpretar, de tener contradicciones, desconcierto, descubrimientos… El lector no es un testigo que está sentado viendo una película; yo detesto al lector testigo. No me interesa. Creo, además, que esos no son mis lectores, pues yo no doy el libro lo suficientemente acabado para ese tipo de lector. Digamos que mis historias se acercan más a la Pietà medio esbozada de Miguel Ángel: prefiero ese mármol sugerentemente inconcluso que el otro acabado. Mis diálogos, mis historias, mis novelas, son así.

—Hay novelas que cambian el mundo y novelas que cambian la vida. ¿Hay en el lector que es usted la certeza de haber topado con esa novela?

—Por supuesto, pero hay muchas. No caben aquí. Imagino que Los tres mosqueteros fue fundamental. Y luego los clásicos: la Ilíada, la Odisea y la Eneida están continuamente presentes en mis novelas, sobre todo en las últimas. Pero me resulta muy difícil pensar en eso. Podría haberte contestado con más claridad, y tal vez más inocencia, hace treinta años que ahora.

—Inocencia. A propósito de la inocencia, sus personajes vinculados con el mar (Coy, el italiano y ahora Jordán) parecen compartir ese rasgo.

"Hay películas que influyen y otras que confirman, y Hombres intrépidos, de John Ford, estaría en ese importante segundo grupo"

—En mi imaginario, el mar ennoblece. Yo sé que no es verdad. He conocido a marinos de todo tipo: gente perversa, miserable. Pero mi mejor marino, el que yo tengo en la cabeza, y los he conocido también, es aquel que posee una mirada limpia, cierto candor en su forma de mirar el mundo y sobre todo a las mujeres. También en este sentido el cine ha sido fundamental. Hay películas que influyen y otras que confirman, y Hombres intrépidos, de John Ford, estaría en ese importante segundo grupo: ahí John Wayne hace de “el Sueco”, un marino absolutamente tontorrón, bondadoso, fácil de engañar. También hay perversiones y maldades, pero sobre toda la historia y sus héroes planea una especie de ingenuidad o inocencia del marino en tierra que me interesa mucho narrativamente. Y luego están mis propios recuerdos de mi tío o los amigos de mi padre, marinos mercantes en su mayoría; hombres tranquilos que fumaban en pipa, jugaban al ajedrez y miraban la vida con cierto desapasionamiento. Es curioso, nunca he conocido a un marino apasionado. Supongo que los habrá, sin duda, pero el mar, por lo general, calma las pasiones. Todo esto me hizo admirarlos mucho. Y luego, claro, yo mismo también navegué. Entendí actitudes, miradas y desapasionamientos que luego he llevado a mis novelas.

—Regresamos inevitablemente a Joseph Conrad, que vuelve de nuevo a esta novela (la tercera vez) con una cita sobre la mujer, que abre la historia. La importancia de las citas es un rasgo ya revertiano.

—Supongo que sí. Las mujeres conradianas no han influido en mis novelas; no me resultan sobresalientes, a excepción de la protagonista de Rescate. Y fíjate, hay una cosa interesante: de pronto, releyendo hace poco esa novela me di cuenta de que la mujer que envía al capitán Lingard a jugarse la vida por ella es precisamente lo que hace Lolita Palma con el corsario en El asedio. Y en su momento, cuando la escribí, no estaba pensando en Conrad. Quizás se me quedó esa imagen en la cabeza. En este caso, te recuerdo que el protagonista, Jordán, que no es lector, sí ha leído Lord Jim. Pero el elegir a Conrad para las citas sobre mujeres por tercera vez es, de nuevo, puro instinto de novelista. Todo cazador termina pareciéndose a la presa que persigue, y yo persigo novelas desde hace treinta años.

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