Martin MacInnes quedó finalista del último premio Booker con una novela, Ascensión, francamente sorprendente: una experta en biología marina se sumerge en las profundidades a la búsqueda del origen de la vida, pero un día la contratan para participar en una expedición espacial que busca exactamente lo mismo. Una ficción capaz de plantear grandes preguntas filosóficas.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Ascensión, de Martin MacInnes (AdN).
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Nací en la parte más baja del país, siete metros por debajo del nivel del mar. Cuando llegó mi hermana tres años más tarde, nos mudamos al sur, a la ciudad propiamente dicha. Al distrito norte de Rotterdam. La tierra estaba recién excavada, reclamada hacía poco del fondo marino, dragada por medio de embarcaciones y reforzada con cemento. El suelo de debajo todavía estaba blando y había partes de la calle que se desprendían. Recuerdo humo de incienso, un olor salobre en casa, como si cada momento fuera un hechizo, una escena que se tenía que invocar para que existiera.
—No caves demasiado hondo —me avisaba mi padre, antes de volver a vigilar el agua.
En la Segunda Guerra Mundial, el centro de Rotterdam —el casco antiguo histórico— había quedado completamente destruido. En los recuerdos de infancia de mis padres había espacios amplios, avenidas anchas y un viento feroz procedente de los puertos. Podían ver a mayor distancia porque se habían demolido muchos elementos del paisaje. Me enseñaban fotografías impresas en cartoncitos blancos con unos bordes grandes y negros. Eran escenas neblinosas, llenas de polvo, donde todo —desde los edificios que quedaban en pie hasta las figuras que caminaban entre ellos— parecía más pequeño y bajo. Aquello me reconfortaba, me indicaba que el mundo todavía estaba creciendo, que se encontraba en fase de creación. Quizás algún día se acabaría. El skyline de Rotterdam —alimentado por las resplandecientes refinerías que abarrotaban el enorme puerto— ahora parecía Manhattan, un bosque de acero, cromados y cristal. Una tarde de domingo en que yo tenía cinco años, mi pala se clavó en la arena y chocó con el cemento de debajo. El impacto me mandó una vibración por los nervios y me dejó mareada. No era real. Nunca olvidaré la cara de horror que me dedicó mi padre. Había estropeado algo, me decía su mirada. Había roto la ilusión y ahora me tocaba pagar.
Mi madre, Fenna, era del norte, hija única de una enfermera y un operario de fábrica; los dos habían muerto cuando ella estaba empezando la universidad, su madre de cáncer y su padre poco después de una enfermedad sin especificar. Era tentador ver las matemáticas —su pasión, el trabajo de su vida— como consuelo, como evasión de la realidad capaz de esconderse tras el disfraz de una confrontación, aunque como decía Erika, la prima-hermana de Fenna, simplemente eso no era verdad. A Fenna le habían interesado siempre las matemáticas. Más que interesado: la habían cautivado, obsesionado. Había sido una chica tímida y retraída, que casi nunca hablaba a menos que le preguntaran algo y tan acostumbrada a posicionarse en torno a un libro —cogiéndolo con las manos, mirándolo, con las rodillas levantadas para usarlas de apoyo— que parecía incompleta sin uno.
Nunca había intentado describir su trabajo, un hábito poco útil que quizás yo haya heredado. Aunque se pasó la mayor parte de su vida en la universidad, nunca fue profesora, nunca divulgó. Las matemáticas no iban de comunicarse, de pasar información entre personas; eran algo más puro, más cercano a la música, un acto de revelación. Los títulos que yo veía en sus estantes —Philosophy of Cusp Forms, Projectile Transformations, Hyperbolic Motion, Ultraparallel Theorem— eran como superficies convexas; yo les pasaba las manos por encima sin acercarme para nada a la sustancia que había dentro. En uno de los lomos había un símbolo de infinito, dos círculos que topaban entre sí interminablemente, sin título que lo acompañara. Yo no podía ver lo que hacía mi madre todo el día, no podía imaginarme lo que pensaba acerca de su vida. Si Fenna hubiera sido capaz de hablar el lenguaje en el que pensaba, no habría sonado parecido a nada que hubiera en el mundo.
Sufría migrañas frecuentes, acostada en una habitación solo para ella, con los ojos cerrados y un pañuelo blanco mojado sobre la frente. Durante aquellos episodios, su tensión interior se propagaba por toda la casa. Nuestro padre, Geert, patrullaba el edificio, asegurándose de que no levantáramos la voz en ningún momento, de que no abriéramos ni cerráramos puertas y de que no encendiéramos nunca el ordenador. Me miraba mal incluso por pensar demasiado alto. Le gustaba aquello: cuidar de Fenna como forma de disciplina. Le daba una meta y una ocupación. La situación fue todavía más incómoda después de que ella se recuperara, durante los breves periodos en que, tras perder los roles para los que se nos había adiestrado, nadie en la casa sabía qué hacer. Estoy segura de que Fenna exageraba sus síntomas, o al menos de que a veces los prolongaba. Sus episodios levantaban una barrera a su alrededor, le daban espacio y tiempo para estar a solas. No se hacían preguntas ni era necesario dar explicaciones. Pero sobre todo lo hacía para Geert, para hacerle sentirse útil, para darle un papel, para distraerlo, y de esa manera protegernos a nosotras de las partes más volátiles de la personalidad de nuestro padre.
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Autor: Martin MacInnes. Título: Ascensión. Traductor: Javier Calvo. Editorial: AdN. Venta: Todos tus libros.
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