Pero no muere
No participo de la Semana Santa, pero tampoco me molesta que se celebre ni considero unos excéntricos a quienes disfrutan de los pasos y las escenificaciones más o menos lúgubres que se suceden en estas jornadas en que se conmemora el tránsito que va de la pasión y muerte de Jesús a su resurrección. También entiendo el carácter popular que estos ritos tienen en algunas localidades. Cuando viví en Zamora, observé que incluso los ateos más contumaces figuraban en la nómina de alguna cofradía, y un amigo poeta que es de allí y con el que me tomé en aquel tiempo alguna que otra cerveza —era cofrade él mismo, si no recuerdo mal— me explicó cómo por aquellos lares la Semana Santa constituye una tradición que trasciende lo meramente religioso para adentrarse por territorios que llegan a lindar con lo pagano. Yo mismo asistí en aquella temporada a algunas procesiones, y aunque no sentí la menor emoción ni se reavivó la llama de mi fe extinta, no puedo negar el sobrecogimiento estético que inducía el desfile de capuchones e imágenes —sobre todo si contaban con el acompañamiento marcial de la rotunda marcha fúnebre de Thalberg, que en una madrugada de éxtasis vi corear a un nutrido grupo de borrachos— por determinados enclaves de la pequeña ciudad anochecida. Mientras recuerdo aquel tiempo en que mi única preocupación consistía en escribir unos pocos folios cada mañana y recorrer luego con Elna unas calles con las que era imposible no encariñarse, encuentro en el escaparate de Paradiso un ejemplar de Caminos de intemperie (Galaxia Gutenberg), título bajo el que reúne Ramón Andrés sus aforismos últimos, y al ojearlo distraídamente encuentro uno que reclama mi atención por lo apropiado que resulta en estas fechas: «Siempre hay una última cena. Pero Judas no muere.» La celebración de la gloria es también el recuerdo de la traición, que siempre es mucho más recurrente que aquélla, como queda demostrado en el día a día y como puede comprobar cualquiera a poco que se mueva por la vida sin una venda en los ojos. Hay traiciones inconscientes —porque la buena fe puede ser digna de elogio, pero no es recomendable— y traiciones voluntarias —porque basta que uno obtenga algo con lo que ni se atrevió a soñar para que de inmediato anhele algo más, aunque sea violentando a quien lo ha ayudado a llegar al lugar en el que está—, traiciones necesarias —porque a veces vivir requiere soltar lastre— y traiciones gratuitas —porque la maldad y la estupidez son imperecederas, y por lo general la una lleva a la otra—, traiciones innecesarias —porque hay quien necesita alimentar su ego aunque la maniobra dañe a quienes están cerca— y a veces, muy pocas, hasta traiciones deseables —cuando es el bien quien tiene que engañar para imponerse sobre el mal—, pero siempre se traiciona y, a diferencia de lo que cuentan los Evangelios, rara vez encuentran los traidores su castigo. Sucede, más bien, lo contrario: se los adula y ensalza, o se permite que pase inadvertida su vileza, o se los perdona porque saben camuflar sus artimañas bajo una apariencia de estulticia. No sabremos nunca cuándo celebraremos nuestra última cena, ni quién nos acompañará en ella. Pero podemos estar seguros de que Judas no morirá nunca, y de que no dejará de haber crucifixiones a su costa.
Contener el mundo
Me he pasado unos días chapoteando en El Quijote, que es una de las mayores felicidades que puede experimentar un lector, y he vuelto a sorprenderme asistiendo a los descubrimientos sucesivos y aparentemente espontáneos que Cervantes va haciendo página a página. Es tan raro y tan incierto este asunto de la escritura que reconforta asistir, desde el otro lado del texto, al alborozo de quien urde una historia que se le va gozosamente de las manos. No tengo ninguna prueba al respecto, pero me gusta pensar que Cervantes se sentó al escritorio para alumbrar otra de esas novelas ejemplares que tenían bastante difusión y le estaban proporcionando cierto nombre, pero que se divertía tanto mientras pergeñaba las desventuras del ingenioso hidalgo que no vio el momento de poner fin a la tarea. El Quijote se parece a la vida: arranca con un propósito claro y un trayecto definido, pero ese itinerario perfecto no tarda en verse corrompido por la irrupción de personajes inesperados y circunstancias que unas veces son pintorescas y otras rozan lo maravilloso, de historias que se entrecruzan con el argumento principal y se atreven a eclipsarlo; hasta una realidad supuesta se entromete en la ficción cierta para sembrar en quienes leen dudas razonables acerca de la naturaleza y la finalidad de lo que tienen ante sus ojos. Los clásicos adquieren tal condición en cuanto se confirma que nunca pasan de moda, y El Quijote permanecerá siempre porque su interior encierra la fascinación que sintió un escritor al descubrir que sus palabras pueden contener el mundo.
El poder y la gloria
No sé si puede decirse que Abderramán III lo fue todo, pero sí que fue casi todo lo que se podía ser en su época. Unificó Al-Ándalus, fundó Medina Azahara e hizo de Córdoba una de las grandes ciudades de la Europa medieval, y aunque se le resistieron los reinos cristianos del norte de la península, logró un equilibrio de fuerzas que lo convirtió en uno de los mandatarios musulmanes más ensalzado por los cronistas y respetado por los historiadores. Eso en lo que atañe a su imagen pública. Si vamos a su esfera privada, puede que la cosa no resultara tan rutilante, si es que son ciertas —pero, aunque no lo sean, no deja de ser probable que subyazca en ellas una verdad— las últimas palabras que se le atribuyen y que él mismo habría escrito a modo de memoria testamentaria: «He reinado más de cincuenta años, en victoria o en paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación, he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: ascienden a catorce.»
-
Casas de Franz Kafka en Praga
/marzo 15, 2025/Las paredes de las casas, después de los años, empiezan a soltar escamas. Tal vez pertenecientes a nuestra piel, o a la de aquellos que las habitaron previamente. Utilizamos la casa para satisfacer nuestra existencia y, entre sus puertas, todavía la corriente lleva el rastro de nuestro olor. Viene de esas partículas que han ido anidando, sin nosotros saberlo, tal vez en los huecos diminutos sellados después por capas de barniz y que la reforma de una vivienda suele liberar.
-
Ignacio Peyró: “Yo quería exactamente eso, una biografía con efecto chupito”
/marzo 15, 2025/Ignacio Peyró (Madrid, 1980) ha publicado con la editorial Libros del Asteroide un libro titulado El español que enamoró al mundo: Una vida de Julio Iglesias. Dicho de otra manera, Ignacio Peyró, joven director del legendario Instituto Cervantes de Roma, ha biografiado a Julio Iglesias y a la vez, ha sido capaz de arrastrar al afortunado lector que se asome a estas páginas al centro de una parábola de la evolución de la sociedad español en los últimos cincuenta años.
-
Bergamín: cangrejo cocido
/marzo 15, 2025/José Bergamín (1895-1983) era hijo de una familia bien malagueña. Su padre fue diputado y ministro de la Restauración. Su madre, fervorosa católica, le legó una fe que llevará por bandera como una más de sus contradicciones. Católico y estalinista. Giménez Caballero sintetizó el tema: “el muy ladino” de Bergamín ha “sabido encender una vela a Cristo y un cohete a la estrella de Marx”. Él contestó en su momento: “Con los comunistas, hasta la muerte; pero no más allá”. “Qué largo, qué delgado, qué estirado se está poniendo Bergamín”, dijo de él Juan Ramón Jiménez cuando era casi un…
-
La biblioteca de la medianoche
/marzo 15, 2025/Decidí curiosear un poco más, pero poco, porque la puerta de embarque de mi vuelo estaba a punto de abrir y yo sabía que, sin una lectura a mano, el vuelo de apenas una hora se me haría eterno. El autor: Matt Haig. Británico o americano, seguramente. Decidí fisgar. En efecto, británico; un juerguista de manual tipo Magaluf pero en su versión ibicenca que, antes de los 30, tras una de sus fiestas y a punto de tomar el avión desde Ibiza hacia Reino Unido sufrió un ataque de pánico acompañado de ideas suicidas. Tocó fondo y comenzó a escribir….
“En Medina Azahara vivieron el poderoso Abderramán III, el culto Al Hakam II y el débil Hixam II. Las historias de Medina Azahara pasaron a las crónicas y se convirtieron en bellísimas leyendas: ricas embajadas procedentes de lejanos reinos se inclinaban ante el califa en el espléndido Salón del Trono mientras que el médico judío de la corte curaba de su obesidad al rey de León Sancho el Craso; bibliotecas míticas; escondidos tesoros; amores inmortales que cubrieron de nieve la sierra de Córdoba.”
Gracias por esta joya, señor Barrero. Un saludo y mi admiración desde el remoto Buenos Aires.
Tétrica. Así era la Semana Santa en mi niñez y juventud. Tétrica como el dictador patibulario. Tétrica como la tétrica Iglesia española de aquellos tiempos agónicos y predemocráticos con aquellos patibularios curas, negros, oscuros, como su alma infernal. Todo era negro, oscuro, triste, a la poca luz de las velas, con eternos viacrucis y tosarios repitiendo salmodias hasta la extenuación. El infierno en vida. Todo diseñado hasta el más pequeño detalle por Lucifer, si es que existe. Misas, ejercicios espirituales, vuacrucis, rosarios…
Eterno Cervantes, imprescindible fue, es y será.
14 días felices los de Abderramán. Un tío inteligente. Lástima que no haya mandatarios así. Más nos valdría, en lugar de la escoria de la que disfrutamos.