¿Quieres conocer la verdadera biografía de estos psicópatas que pasaron a la historia tras cometer verdaderas atrocidades? Blas Ruiz Grau te lo cuenta a su manera, como siempre hace. Algunos ya los conocerás pero seguro que más de una sorpresa te vas a llevar…
Zenda reproduce un fragmento del nuevo libro de Blas Ruiz Grau, Asesinos en serio 2.
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Aleksandr Pichushkin, “El Maníaco del Martillo” o “Asesino del Ajedrez”
Bueno, querido lector. Heme aquí, una vez más, dispuesto a contarte acerca de estos hombres y mujeres que, cada uno a su manera, han pasado a la historia negra mundial. Tampoco es que quiera perderme demasiado en preámbulos con palabras que solo sirvan para engrosar el libro, pero me apetecía hacer una pequeña introducción en este capítulo.
Breve, lo prometo.
Y es que del primer asesino en serie del que vengo a hablarte se ha contado mucho (no te voy a engañar, esta premisa se repite con unos cuantos de los intervinientes de este volumen), pero sobre todo en una estúpida disputa de dudoso honor: sobre quién era peor, si él o Andrei Chikatilo.
Acerca de este último te hablé largo y tendido en el anterior libro y, aunque me parece una discusión tonta, cada uno fue horripilante a su manera. Puede que el caso del carnicero de Rostov sorprenda más en cuanto al perfil de víctima elegido, pero desde luego Aleksandr no se queda atrás ya que él es el que ostenta el récord (qué mal me suena esto para referirme a la muerte de personas) por ser el asesino en serie más prolífico de Rusia.
Y una vez te he contado esto creo que es el momento de entrar en materia. Como dije en el anterior libro, si quieres que el lector no se mueva en todo el trayecto que le presentas, engánchalo con tus primeras páginas.
Creo que no he podido elegir mejor historia para que así sea.
Comencemos.
Antes de entrar en qué hizo, si eres lector mío habitual (y si no, aquí te lo cuento) sabrás que siempre me gusta tratar de contar cómo fue su infancia. En muchos casos ahí se halla la raíz de en lo que después se acabaría convirtiendo (no siempre, recordemos el caso de Jeffrey Dahmer, que tuvo una infancia normal y lo que hizo no fue nimio).
Nació el 9 de abril del año 1974 en Moscú.
En sus primeros años de socialización se dice de él que fue un niño completamente normal. Risueño, abierto a los demás, jugaba con otros semejantes sin problema alguno y sin mostrar una conducta que pudiera preocupar a los que le rodeaban. Pero, como ocurre muchas veces, un día esto se truncó.
La primera razón fue el abandono de su padre. Como también ocurre en algunos casos conocidos, este era alcohólico y la verdad es que su familia estuvo mucho mejor sin él. La parte negativa era que su madre tuvo que sacar adelante a él y a su hermana como buenamente pudo aunque, más o menos, no tuvo problemas para lograrlo.
La segunda razón de que todo se fuera a pique fue algo que llama mucho la atención. Y es que con tan solo cuatro años de edad, jugando, cayó de un columpio y se dio un fuerte golpe en la cabeza. Después de esto, los que lo trataban afirman que el niño dejó atrás lo que era y se acabó convirtiendo en un ser tímido, irascible y solitario. Antes de esto también decían que su capacidad de aprendizaje era la normal en un niño de su edad, pero justo con el golpe dejó de serlo. Tanto era así que su madre optó por llevarlo a un colegio especial para niños discapacitados.
¿Esta es la razón por la que acabó cometiendo esos futuros actos? No es descabellado creerlo así. Sin querer entrar yo en un charco profundo, se conocen (y están documentados) diferentes casos de personas que cambiaron su carácter tras un fuerte golpe o un accidente en la que su cabeza quedó dañada. No necesito irme demasiado lejos para ponerte un ejemplo. El caso de Patrick Nogueira (el asesino de Pioz, que fácilmente podría haber entrado en este libro como psicópata que es) es muy ilustrativo. Cuando era adolescente se dio un fuerte golpe en la cabeza que dañó su actividad neuronal en el lóbulo temporal derecho. ¿Esto fue determinante? No me voy a cansar de repetir que no, que siempre tenemos que tener en cuenta factores biológicos (daño cerebral) con sociales (bebía alcohol desde los diez años y sufría acoso en el colegio) para obtener el compuesto verdaderamente peligroso. Además, no siempre podemos esperar el golpe para que eso ocurra, de hecho es lo menos común porque la mayoría de veces se nace con esa alteración cerebral y no se debe a ningún accidente. Pero esto es otro tema a tratar.
El caso es que quería contarte que ese golpe fácilmente pudo determinar ese factor biológico en Pichuskin necesario para que esa psicopatía acabara saliendo a la luz.
Volviendo al relato de su vida, en su niñez se encariñó demasiado con su abuelo. Esto no es malo, claro, de hecho es algo muy normal. Se dice que fue él el que lo enseñó a jugar al ajedrez. Lo curioso de esto es cómo esta relación lo acabaría marcando también sobremanera porque también era con él con quien daba paseos por el parque Bittsevsky (o Bitsa Park), donde acabaría cometiendo esos crímenes tan horribles.
Cuando su abuelo murió, Aleksandr entró en una profunda depresión que fue casi definitiva a la hora de echar el penúltimo ingrediente a esa peligrosa coctelera que se agitó en su cabeza. Dejó de salir y se encerró en casa, aislándose casi por completo del mundo. Y digo penúltimo porque, para intentar paliar esa tristeza en su hijo, su madre le regaló un perro. La alegría volvió a él, pero no del modo que esperaban, ya que Aleksandr regresó al parque en el que paseaba con su abuelo y jugaba al ajedrez, para pasear al can de una forma casi obsesiva. Era preocupante, sí, pero al verlo de nuevo feliz decidieron dejarlo estar.
Mejor eso que estar todo el día encerrado en su cuarto.
Llegó el año 1992 y, con él, su primer asesinato. Sobre cómo sucedió se barajan dos teorías, cada una de ellas más preocupante. La primera cuenta que él se enamoró de una joven llamada Olga. Ambos empezaron a salir pero ella lo acabó dejando por otro chaval de su edad llamado Sergei. Fue tal el enfado de Pichuskin, que decidió ir a por él y, tras una acalorada discusión, lo acabó arrojando por una ventana.
Como te decía, la segunda es quizá más preocupante. Sobre todo porque se cree que es la verdadera. Pichuskin admiraba a Chikatilo (esto sí se sabe con seguridad) y encontró en Sergei a un amigo que compartía esa afición por el carnicero de Rostov. Por aquel entonces, Aleksandr ya bebía una cantidad diaria considerable de alcohol y, junto a su amigo, ambos se imaginaban ser como Andrei y que en un futuro los dos recrearían sus crímenes. Un día Aleksandr le propuso a Sergei hacerlo de verdad y, como es natural, este se asustó, ya que pensaba que no pasarían de las fantasías mentales. Pichuskin se puso como loco y, tras una discusión, lo acabó arrojando por la ventana.
Como ves, querido lector, el resultado es el mismo pero el cómo llegó a suceder es lo que cambia. El caso es que ahí mató por primera vez.
La parte “positiva”, por decirlo de algún modo, es que no sintió la compulsión de volver a hacerlo de manera inmediata. Al contrario, él seguía muy feliz con sus paseos con el perro por el parque, como si no hubiera sucedido nada. Lo malo es que un día eso se fue al traste con la muerte del animal.
Y aquí sí que fue cuando la bestia se vio desatada.
Para contar la historia acerca de lo que hizo, creo que sería mejor empezarla sobre cómo comenzaron a saber de él. Esto no quiere decir que lo que te cuento inicialmente son sus primeras muertes, pero creo que este relato queda mejor contado así.
El sábado 15 de octubre del año 2005, unos paseantes encontraron el cuerpo sin vida de un hombre en el citado parque Bitsa, al sur de Moscú. El hecho en sí ya era bastante alarmante, pero si a eso le añadimos que tenía la cabeza reventada (con trozos de masa encefálica desparramados por el suelo) y, para más inri, con una botella de vodka clavada en ella, el asunto se volvía un tanto más grotesco.
A pesar de lo aparatoso de la muerte, se pensó que podría ser producto de una pelea y le dieron la importancia justa a este hecho.
Mal, muy mal.
El problema vino cuando un mes después apareció el cuerpo de otro hombre en circunstancias similares. Por suerte no fue de esas veces en las que se empeñaban en decir que aquí no pasa nada (como cuando Chikatilo, que les costó horrores reconocer que tenían a un asesino en serie entre ellos) y se tomaron el asunto con seriedad. A pesar de ello, no pudieron evitar que dos nuevas muertes llegaran en apenas tres semanas. La cosa se complicó sobremanera cuando en Navidad ya tenían siete víctimas. No había duda de que todas eran del mismo autor, ya que las siete presentaban fuertes traumatismos en la cabeza y en todos los casos tenían una botella de vodka o un palo incrustados. Quizá lo más curioso del asunto era que ninguna de ellas fue ocultada para no ser encontrada. Era como si a la persona que había cometido los crímenes no le importara que fueran descubiertos.
¿Por qué? Esto se explica luego.
El equipo de élite de la Unidad de Homicidios de la Policía de Moscú intervino en febrero de 2006. El encargado de la investigación fue Andrei Suprunenko. Le escamaba bastante que no dudara en dejar los cuerpos a la vista, pero también que nunca encontraran en ellos un solo indicio que les acercara un poco más al autor de esa barbarie. Esto le demostró que el tipo sabía lo que se hacía y que, muy probablemente, disfrutaba con lo que estaba haciendo al mostrarlo sin ningún tipo de remordimiento.
Y esto hacía mucho más peligroso al tipo en cuestión.
Los cadáveres siguieron llegando y la ciudad de Moscú comenzaba a tener miedo. Como es lógico, la prensa no tardó en hacerse eco y esto solo trajo pánico entre los moscovitas ya que no parecía tener un perfil definido de víctimas, tan solo hombres solitarios y, de algún modo, vulnerables. Cualquiera podría ser el siguiente. Se le empezó a conocer como el “maníaco de Bitsa”.
Los investigadores seguían perdidos. Intentando aportar un poco de luz pidieron ayuda al profesor Vladimir Voronstov, un forense con una dilatada experiencia que quizá encontrara cómo encajar las piezas de tan complejo puzzle. Por desgracia el médico no aportó demasiado, pero sí relató que pensaba que mataba a sus víctimas con un martillo para después acabar clavándoles la botella de vodka en la cabeza.
Dada su forma de actuar, las investigaciones se acabaron centrando en un sanatorio mental que había cerca del parque, ya que una de sus máximas pesquisas era que el atacante podría vivir cerca de Bitsa. Una vez allí averiguaron que algunos pacientes tenían permiso para salir de vez en cuando de la institución, incluso durante un día entero, pero las sospechas no recayeron sobre nadie en concreto ya que no conseguían establecer una relación clara entre los permisos otorgados y las posibles datas de las muertes.
Otro punto muerto.
La desesperación les llevó a poner a doscientos agentes para realizar interrogatorios sobre el terreno. A toda persona con la que se encontraban dentro del parque la detenían para hacerle unas preguntas con la esperanza de que les tocara la lotería de repente.
Y casi les tocó.
En uno de esos interrogatorios pararon a una mujer. Al preguntarle por los crímenes, de pronto, echó a correr. Los agentes comenzaron una persecución y lograron echarse sobre ella. La primera sorpresa vino al comprobar que no era una mujer, sino un hombre travestido. La segunda, la verdaderamente inquietante, que dentro del bolso que portaba con ella, llevaba un martillo.
Evidentemente se pensó que, sin ninguna duda, se trataba del hombre que había sembrado el caos dentro del parque, pero cuando se le empezó a interrogar se dieron cuenta de que tenía una coartada para todos los crímenes. Como es lógico la comprobaron y, para su mala suerte, era cierta.
No era el asesino.
Una semana después apareció un nuevo cadáver.
El desánimo y la presión fueron en aumento, aunque la policía trató de contrarrestarlo añadiendo todavía más agentes a la investigación.
Hasta entonces solo había matado a hombres y, de pronto, cambió por completo lo poco que tenía definido como perfil de víctima, ya que fue a por las mujeres. La primera la mató en abril de 2006. La siguiente, dos meses después. Con esta ya llevaba catorce víctimas (que se supiera). No todo fue malo, ya que esa lotería que no les tocó (un pellizquito en un primer momento, no mucho) cuando detuvieron al hombre vestido de mujer les premió en esta ocasión. Y es que esa decimocuarta víctima tenía en el bolsillo de su chaqueta un billete de metro. No es que fuera gran cosa, pero al menos pudieron revisar las cámaras con la esperanza de verla con alguien. Aunque no hubo suerte.
Pasaron dos días y el hijo de esta víctima se puso en contacto con los investigadores. Les contó que la última vez que tuvo comunicación con su madre fue a través de una nota manuscrita que esta le dejó. En ella le decía que iba a dar un paseo con su novio (el cual él no conocía) de nombre Sasha. La verdadera suerte fue que dejó un número de teléfono de ese tal Sasha.
Por fin tenían algo.
Comprobaron el número y vieron que pertenecía a Aleksandr (Sasha es su diminutivo) Pichuskin, un tipo que, además, trabajaba con ella en un supermercado de la zona (también cercano al parque Bitsa).
Demasiadas casualidades.
Teniendo estos datos lo volvieron a intentar con el vídeo y, esta vez sí, vieron a la mujer acompañada de Aleksandr. Con esta prueba decidieron ir a por él.
Entre las diez y las once de la noche del 16 de junio del año 2006, Aleksandr Pichuskin fue detenido.
En un principio, cuando comenzaron los interrogatorios, él negó todo acerca de lo que le preguntaban de este asesinato. Aunque, a decir verdad, no tardó demasiado en acabar confesando. Primero lo hizo acerca de esta muerte, más tarde lo hizo de todos los demás.
Las sorpresas no acabaron ya que, para estupefacción de todos, confesó que había matado a sesenta y una personas. Evidentemente, en un primer momento no dieron crédito a semejante relato, pero él no dejó de insistir en que era cierto y que, de ese número que había dado, sesenta de ellas habían ocurrido en el parque Bitsa. Dijo, además, que había estado matando durante catorce años.
En un principio ya te he contado que no le creyeron, pero la cosa cambió tras el registro de su vivienda. No es que encontraran pruebas irrefutables, pero sí hallaron el objeto que acabó dándole el sobrenombre con el que hoy se le conoce: un tablero de ajedrez que tenía un número pegado encima de cada una de sus casillas. Bueno, en realidad faltaban tres por señalar ya que esas eran las muertes “que le faltaban” para completar su macabro plan.
Su intención, como habrás deducido, era cometer un asesinato por cada una de esas casillas.
Lo malo es que esto no servía como probatorio, así que tocaba demostrar esa confesión.
El método escogido por los investigadores ya se había realizado en otros países, con mejor o peor resultado (por ejemplo, aquí en España se hizo con el Arropiero), y no era otro que revivir todos esos crímenes llevando al asesino al escenario.
Bueno, precisando un poco más, lo primero que hizo fue empezar a escupir nombres. Y, claro, al comprobarlos, vieron que de verdad se trataba de personas desaparecidas.
Una vez comenzaron a revivir los crímenes junto a él, comprobaron dos cosas que ponían los pelos de punta (más, si cabía). Una de ellas era la precisión con la que lo contaba todo. Demostró tener memoria fotográfica dando todo lujo de detalles de cómo y qué decía cada una de sus víctimas en el momento del abordaje.
La segunda, la que más escalofríos producía, era el cómo lo contaba todo. Según relataron los investigadores que estuvieron con él (lo contaron luego en diferentes entrevistas en televisión), Aleksandr sentía verdadero placer al revivir los detalles de cómo les arrebataba la vida. Entre sus múltiples frases célebres, cabe destacar algunas afirmaciones en las que dijo sentirse un Dios al tiempo que les mataba o, quizá la más estrambótica, un padre que lo único que quería era protegerlos y abrirles la puerta a un nuevo mundo. También comparó su primer asesinato con un primer amor, aduciendo que ninguno de los dos se podía olvidar nunca.
Casi nada.
En el parque donde sucedió todo ofreció a sus captores más de cuarenta horas de confesión.
Incluso les llegó a descubrir un cadáver del que todavía no sabían nada. Sería su decimoquinta víctima demostrada, aunque él seguía erre que erre con que en su haber tenía sesenta y una.
La policía siguió con sus investigaciones. Revisando casos anteriores se toparon con el de una mujer que dijo haber sido agredida por un tal Aleksandr Pichuskin, un tipo al que había conocido en el metro. Relató que él había empleado todo su encanto para que ella se sintiera a gusto a su lado y así habérsela llevado a su terreno. La excusa para que lo siguiera fue que él tenía unas cámaras en venta de contrabando, y que le dejaría una a un muy buen precio. La mujer cedió y lo acompañó al parque. Él se detuvo cerca de una alcantarilla y le dijo que ahí era donde tenía las cámaras, que se agachara y se asomara para verlas. Confiada, le hizo caso y Aleksandr aprovechó esto para empujarla dentro. La pobre tardó más de veinte horas en poder salir de ahí. En esos momentos estaba embarazada. Cuando fue a contar lo sucedido, la trataron como a una loca y no le hicieron caso alguno. Como ocurre en muchas ocasiones con otros asesinos en serie, tuvieron la oportunidad de haberse echado sobre él y no lo hicieron por no dar crédito a un testimonio. Se habrían evitado unas cuantas muertes así.
Con esto ya no se podía hacer nada, pero este relato sirvió para saber acerca de esa alcantarilla, la cual no dudaron en revisar a fondo. En ella hallaron el horror: una cantidad ingente de cadáveres que demostraba que Pichiskin decía la verdad. Incluso llegó a arrojar a esa alcantarilla a un niño de nueve años.
Los psicólogos y psiquiatras se rifaban el poder tener una entrevista con él. Necesitaban entender qué pasaba por su cabeza para haber cometido semejantes actos. Algunos consiguieron entrevistarlo y establecieron que era un ser infeliz en su vida privada. Era solitario y, aunque intentó tener pareja en varias ocasiones, en todas había fracasado. En su manera de actuar determinaron que era una persona sádica y muy agresiva. Solo lograba la satisfacción sexual a través de sus actos. A la hora de conseguir sus objetivos se convertía en un hombre camelador y capaz de llevarte por donde él quería.
Lo que viene siendo un psicópata de manual.
Se sabe que sus primeros asesinatos los cometió empujando a sus víctimas a esa alcantarilla, pero con el tiempo necesitó cambiar su método y fue ahí cuando usó el martillo y la botella de vodka. Antes te he dicho que te daría una explicación de por qué hacía esto y, sobre todo, de por qué no ocultaba los cuerpos como cuando los arrojaba al agujero. Siento que la explicación sea tan lógica como manida, pero no es otra que por puro ego.
Así es. Él mataba y al principio sentía la satisfacción propia que solo ese acto podía proporcionarle, pero al tiempo comenzó a notar que le faltaba algo, así que no dudó en dejar que su ego tomara parte activa del ritual y comenzó a dejar los cuerpos al descubierto para experimentarlo así. Sí, lo sé, esto es el Padrenuestro de casi todo asesino en serie, pero es que este elemento de su personalidad es más fuerte que cualquier otro factor. Disfrutaba cuando hablaban de él. Quería público.
Necesitaba ese público.
De hecho, durante el juicio no dudó en mostrar su disfrute al relatar sus actos, igual que en el parque. Reconoció arrepentirse de haberse dejado atrapar porque todavía no había concluido su obra.
Escalofriante.
Se intentó varias veces alegar que no estaba en sus cabales, pero, por suerte, el juez desestimó esto al reconocer que era consciente de todos sus actos. El jurado fue unánime: culpable. Se le condenó a cadena perpetua y se determinó que los primeros quince años de su condena los pasaría en una celda incomunicada.
Muchos no quedaron contentos con esta sentencia, pues maldecían que la pena de muerte hubiera sido anulada en Rusia once años antes. Decían que este monstruo no merecía la vida.
Como ves, querido lector, empezamos fuerte, muy fuerte. Mi promesa es que esto no va a decaer. Al contrario. Creo que me darás la razón con el siguiente caso.
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Autor: Blas Ruiz Grau. Título: Asesinos en serio 2. Editorial: Oberon. Venta: Amazon
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