Lo más parecido a la prosa musical de William Faulkner (New Albany, 1897-Byhalia, 1962) bien pudiera ser un tumbao cubano, con permiso de los espirituales de Crescent City tamizados por decenios de jazz. Todo queda bajo el influjo del Caribe, pero no resulta descabellado imaginar los zigzagueos narrativos del autor de “Una rosa para Emily” como una suerte de poderío rítmico con un patrón regular y repetitivo en la base del entramado estructural de sus novelas. Un bajo que todo lo llena, sobre el que se asienta con inconmensurable potencia un ir y venir de historias envueltas entre lo carnal y lo sublime. Un contrabajo insistente e infernal, unos bongos endiablados y unas tumbadoras que sirven de latido vital a los relatos oscuros del señor de las letras de Mississippi. Y en medio de todo ello, los silencios, los silencios que todo lo llenan. No hay música sin silencio como no hay necesidad de silencio sin saturación. William Faulkner sabía administrar ambas cosas y salir airoso del desafío que él mismo proponía. Su prosa conjuga como pocas el medido equilibrio entre lo que se dice y lo que se calla, para desconcierto del lector poco avisado y para cualquier lector de la época en que vieron la luz por vez primera sus relatos. Prosa deambulatoria, abigarrada y fértil como pocas, pero también desquiciante en su sintaxis y desconsiderada con quienes vislumbran la aventura narrativa con la mirada de topógrafo, no con la del geodésico. Para los primeros, la tierra es plana, para los últimos es tridimensional, con valles, mesetas, cañones y cráteres de los que se entra pero no se sale, al menos no se sale indemne. Es como si combinara el periodo del primer quinteto de Miles Davis con la etapa psicodélica del trompetista en la que Michael Henderson toma con el bajo eléctrico el relevo desquiciado a la batería de Toni Williams: ímpetu y silencio, incienso y anfetamina al unísono. Ese es William Cuthbert Faulkner, eso será Santuario, su quinta novela y la que lo catapultó al Olimpo de las letras con su trama medidamente perversa y sus ansias por ganar dinero a toda costa con un producto trazado con tiralíneas que ha acabado convertido finalmente en una obra maestra de alcance universal.
El argumento de la historia no puede ser más sencillo. Así rezan las últimas contraportadas de las distintas reediciones de la novela: “Lee Goodwin es acusado de asesinato. El escenario del crimen es una casa oculta entre los árboles que alberga una destilería ilegal. Allí viven, entre otros, Ruby, una mujer que ha renunciado a todo por Lee, y Popeye, un sádico gánster marcado por una infancia terrible. El abogado Horace Benbow lucha para que Goodwin no sea juzgado por ser quien es, sino por los actos de los que le acusan. Para ello necesita la ayuda de Temple Drake, una adolescente que siente una extraña atracción por el peligro. Pero Temple ha desaparecido”. Poco o nada se gana con saber la anécdota que late en la novela, dado que el libro triunfa verdaderamente en la relectura, o en eso tan difícil que es la lectura despojada del servilismo de la trama. Es a partir de ese momento cuando se va descubriendo toda la poesía que encierra Santuario, como observó su primer prologuista Richard Hughes.
Todo ocurre en el condado democrático-protestante de Yoknapatawpha, que no es sólo el territorio imaginario donde suceden las historias inventadas por William Faulkner desde que creara el mapa de sus sueños en Sartoris (1929). Se trata más bien de una geografía del alma inspirada en el condado de Lafayette, el paraje donde mostrar las miserias del ser humano con tanto acierto como determinación. Tras aquella primera incursión aparecerían El ruido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930), hasta llegar a la que nos ocupa, Santuario (1931), el trampolín que expandió el influjo de la prosa fluvial del escritor sureño al mundo entero hasta hacerle valedor del Premio Nobel de Literatura en su edición de 1950. Faulkner prácticamente jamás saldrá de allí, de aquel condado de Jefferson, en el Delta del Mississippi, “cinco mil millas cuadradas sin otra altura que los montones de tierra que los indios hicieron para subirse encima cuando se desbordaba el río”. Un proyecto que servirá de inspiración para los territorios míticos de Comala, Macondo, Santa María, Región, Mágina o Celama, entre tantos otros.
Hay, sin embargo, una leyenda detrás de Santuario, desde el momento en que su autor testimonió que el objetivo de escribirla era ganar algo de dinero tras el crack del año 1929 y resolver las necesidades que traía consigo su reciente matrimonio. Cabía hacer concesiones al público, inventando la más horrible historia que pudo imaginar, según sus propias palabras, aunque luego le costase la renuncia y la aversión pública —un tanto impostada, todo habrá que decirlo— hacia su novela potboiler. Cualquier programa televisivo del sábado por la noche en edición morboso-deluxe palidecería frente al argumento ideado por Faulkner. Tanto que su editor renunció a publicar la historia en su versión de 1929 si no dulcificaba los hechos y revisaba a la baja el contenido asalvajado de la historia de Benbow, Popeye y el resto de personajes que se dan cita en Santuario. Lo que en verdad hizo el escritor fue despistar al futuro lector con cortes inesperados en la acción de la trama, superponiendo anécdotas, dejando en el aire acontecimientos, jugando con los silencios y las insinuaciones, más que nunca amo y señor de la sugerencia, la elipsis y el fuera de campo que tan bien supo administrar Fritz Lang en su cine, y heredaron con creces Alfred Hitchcock y Quentin Tarantino, entre tantos otros. De hecho, Faulkner bebe tempranamente como pocos del lenguaje cinematográfico, especialmente del montaje. Su influencia es más técnica que argumental, observándose una considerable deuda con la estructura cinematográfica como se apreciará en el Premio Pulitzer de 1954, Una fábula, pero sin llegar nunca a los travellings verbales de John Dos Passos. La atención se desplaza al lector, exigiendo que éste se muestre activo, adelantándose así a las teorías semiológicas de la obra abierta aportadas por Umberto Eco. Cuando uno ha leído a Faulkner no le inquietan ni deslumbran, en toda su justa genialidad, los relatos sincopados como los de Jim Jarmusch ni los del citado Tarantino, pues el invento ya llevaba tiempo en marcha ideado por la mente tenebrosa, siniestra y sensible del autor de Mientras agonizo. Se trata de una acumulación de técnicas narrativas irritantes, casi urticantes para muchos lectores, que sólo con oír el nombre de William Faulkner en una conversación ya cargan con prejuicios —injustos como cualquier prejuicio— difíciles de superar. Habría que crear una fórmula que los desactivara, como hicieron exitosamente la pareja de psicotrópicos humoristas Faemino y Cansado cuando aludían a Kierkegaard en un famoso pareado que muchos recordarán.
El año 1931 traerá consigo dos acontecimientos; por un lado la muerte de Alabama, la hija de Faulkner fallecida a los pocos días de nacer; por el otro, la aparición en el mundo editorial de Santuario tras una primera versión de 1929, que supondrá además la primera obra traducida de Faulkner al castellano (Espasa-Calpe, 1934). En ella todo son presagios, claroscuros y fermentos de historias a medio contar, o mejor dicho, contadas tras un velo traslúcido que no para de agitar el viento, por lo que tan pronto se muestra la escena narrada como desaparece y solo le resta al lector imaginársela. Hasta el punto de que incluso leyendo lo que parece que leemos, no estamos dispuestos a asumir que hemos interpretado lo que sigue en la página desvelándose con tanta insolencia delante de nuestras narices. Todo ello potenciado por una prosa libérrima, muy cercana al aliento poético tan preciado por Faulkner —ese deseo de convertirse en poeta a toda costa que lo emparenta también aquí con Cervantes, y no solamente porque Faulkner tenía por costumbre leer el Quijote al menos una vez al año—, pero que no oculta “aquel trozo de vida donde la descomposición se hizo más pestilente porque el fracaso de una ética liberal había fermentado entre derechos individuales, huérfanos de un estado —público o privado— de conciencia”. El sueño americano saltando por los aires con un final de novela que no deja resquicio a la esperanza. Así lo piensa por momentos Horace cuando advierte en un pasaje que “quizá muramos en ese instante en que nos damos cuenta, en que admitimos que el mal tiene una estructura lógica”. Endiablada lógica demencial, pero lógica al fin y al cabo. El mal que sale indemne en su lucha contra el bien, la perversión de actos cotidianos narrados con la naturalidad del forense, del agrimensor, del notario que únicamente confirman hechos y que resiguen la línea trazada desde el Génesis: la cadencia bíblica de la prosa faulkneriana se une al legado de Shakespeare (aquí Medida por medida, según el William Faulkner de Michael Millgate, Barral, 1972), pero todo remite a ese episodio fundacional en el que “la serpiente llevaba varios días viendo a Eva y nunca se fijó en ella hasta que Adán le hizo ponerse una hoja de parra”, como advierte una de las prostitutas con las que la señorita Temple Drake comparte vivencias. Una prueba más de que William Faulkner escribe como los ángeles… de las tinieblas. O como diría el editor y dramaturgo Robert Emmet Sherwood, un “ángel salido del Infierno”. Otros, en cambio, advirtieron tempranamente “la devastadora e inhumana monstruosidad de un libro que le deja a uno con la impresión de haber vomitado hasta las entrañas ante la sensualidad cruel de sus páginas”, como declaraba el reseñador del Evening Appeal de Memphis. Pero al final se impondrá el juicio de Ernest Hemingway, con quien Faulkner competía como gran prosista norteamericano junto a Sherwood Anderson o Francis Scott Fitzgerald, y que aseguraba que Faulkner es condenadamente bueno cuando es bueno. Y no son pocas las ocasiones en que se da tal circunstancia.
La técnica del “doble reloj” puesta en práctica con fortuna de best seller por Ken Follett —dos núcleos narrativos que se superponen y alternan cuando alguno de ellos pierde fuerza y se desactiva, para rearmarse más tarde y reactivarse en un perverso juego que engancha al lector hasta el final— ya estaba delineada en esta turbia novela ideada por Faulkner. El primero de los relojes avanza en torno a la historia de la joven Temple Drake, hermosa hija de un juez a la que dan por desaparecida, que acaba en tratos oscuros con el tullido gánster y contrabandista Popeye. El segundo reloj tiene como manecilla principal el esfuerzo del ingenuo abogado Horace Benbow por salvar a Lee Goodwin, un contrabandista acusado del asesinato del negro, bonachón y corto de luces Tommy (al que Popeye mató, en realidad), que la turba popular acabará sentenciando cruelmente. Con tal estrategia no es difícil concluir que el cómo se cuenta acaba ganando la partida al qué se cuenta. La forma que adopta el argumento se torna concluyente para apreciar el verdadero fondo del relato, acaso más en Santuario que en cualquier otra novela del escritor. No obstante, la edición española formaba parte de una colección de la editorial Espasa-Calpe bajo el epígrafe “Hechos sociales”, por lo que interesaba mucho más el aspecto social de los acontecimientos en los momentos de modernización civil que propone el ideario de la Segunda República. Esos “hechos” incluirán violaciones, asesinatos, piromanía, prostitución, incestos, destilación ilegal de alcohol (recordemos que la Ley Seca entra en práctica en los primeros días del Año Nuevo de 1920 y es derogada justo antes de la Navidad de 1933. Casi tres lustros de apaños, hipocresía, tráfico y adulteración consentida) que, finalmente, propiciará la implantación definitiva de la Mafia como estructura consolidada dentro del ámbito del crimen organizado y confirmará la deriva pesimista, cuando no apocalíptica, de Santuario.
La novela avanza fotograma a fotograma. Sus cualidades cinematográficas hicieron que el director Howard Hawks intentara llevar al celuloide Santuario, pero abandonó el proyecto por evidentes problemas de censura. Un par de años más tarde, la Paramount pondría en marcha una versión edulcorada de la novela, dirigida por Stephen Roberts bajo el título de La historia de Temple Drake. Se estrenaría en 1933, año en que Hawks contrata a Faulkner como guionista para la MGM. También existe una versión de 1961, dirigida por Tony Richardson, con Lee Remick en el papel de la señorita Temple y en la que la cantante Odetta hace una rara aparición cinematográfica. Por suerte, el binomio Hawks-Faulkner dio dos piezas de lujo, como fueron Tener y no tener (1944) y El sueño eterno (1946). De los relatos de Faulkner saldrá también esa joya subestimada que es el drama sureño de El largo y cálido verano (1958), de Martin Ritt. Como no podía ser de otro modo tratándose del escritor, en estas piezas se aprecia lo que sobresale con firmeza en sus novelas, sobre todo cuando nos referimos a él como a un genio de la metáfora. A pesar de que Faulkner sigue los pasos de su adorado Shakespeare, no olvidará las lecciones de Cervantes ni de los grandes narradores del XIX, con Flaubert, Dickens, sin olvidar las enseñanzas vanguardistas de Proust y Joyce. “Faulkner es un poeta que toma de la materia bruta el copo con que hilar su sueño”, dice Antonio Marichalar en el introito a la novela, el gran crítico de las vanguardias y primer prologuista del norteamericano en nuestra lengua, embajador en Europa de la Generación del 27.
El hombre que escribió en Las palmeras salvajes (1939) que “entre la pena y la nada elijo la pena” trató por todos los medios de conseguir celebridad y dinero con Santuario. Se dice que hay que vigilar mucho con los deseos porque pueden hacerse realidad. Faulkner consiguió su propósito y pagó el precio de su propia repudia a la novela. Sabía que había hecho trampas, pero también sabía que entre las trampas había hallazgos que merecían el sacrificio y la expiación. Tal vez no sea su mejor obra, pero le catapultó a la fama. Albert Camus la consideraba la cúspide de su producción, junto con Pylon. Los traductores que tuvo la obra trataron de hacer justicia al universo dispuesto por el escritor de Mississippi. Tanto el temprano vertido de Lino Novás Calvo en 1934 –gran cuentista, por cierto– como la versión del contemporáneo José Luis López Muñoz inciden en la musicalidad y en la poesía que encierra la novela. No llegan a titular la obra con la ocurrencia inicial que sufrió El ruido y la furia, al aceptar un título como Zumbido y frenesí que hoy sonroja sólo de conocer la existencia de ese primer intento de traducción. Son más cautos. El cubano Novás Calvo tal vez autocensurara su traducción, puesto que a las suspensiones que ya son marca de la casa añade las propias, y hasta descarta traducir la evidencia de que la señorita Temple fuera violada por Popeye con una mazorca tan negra como la ropa y reputación del gánster tullido: es López Muñoz quien en el capítulo XXV restituye las palabras y el sentido original que les concede la joven Temple, cuando recrimina a Popeye que “no es extraño que yo sangrara y san…”.
Poco o nada se gana con saber la anécdota que late en la novela. Sobresale el uso de la metáfora, el símil, la imagen, la elipsis, la suspensión, la adjetivación trimembre y la dispositio, a lo que habrá que añadir una fuerte dosis de humor y una capacidad de observación del mundo inusuales. Los “campos verdeantes de algodón recién florido, tan desprovistos de todo movimiento, tan llenos de paz como si el domingo fuese una propiedad de la atmósfera, de la luz y de la sombra”; mientras, la descripciones de personajes inciden en marcar lo físico, el carácter y la emoción. Así “Narcissa era una mujer corpulenta, de pelo oscuro y rostro ancho, estúpido y sereno. Vestía de blanco, como de costumbre.” En cuanto al socorrido juicio sobre la falta de humor en las historias faulknerianas, baste citar algunos pasajes de esta novela para desmentirlo categóricamente. Habrá que recordar la hilarante escena en la que Virgil y Fonzo, dos secundarios de lujo, se hospedan en el burdel de la señorita Reba imaginando que se trata de un hotel con mujeres agradecidamente asequibles. O cuando Popeye le dice al sheriff que le arregle el pelo justo antes de que éste accionara la palanca que abriría la trampilla del cadalso. Y a quién no se le dibuja una sonrisa traviesa cuando lee que “basta poner un escarabajo pelotero en alcohol para conseguir un escarabajo sagrado; y si se pone en alcohol a un hombre de Mississippi se obtiene un caballero.”
De hecho, más allá del humor, toda la novela está plagada de pasajes sugerentes y plenos de dicha creativa: abogados como Benbow que llevan en los bolsillos de la chaqueta un ejemplar de Madame Bovary (“Un libro cualquiera, de los que lee la gente. Algunas personas, al menos.”); surge de nuevo la poesía cuando el narrador habla de que el forastero Benbow no tenía mentón, pues “su cara, sencillamente, dejaba de existir, como el rostro de un muñeco de cera olvidado demasiado cerca del fuego”; mientras que los ojos de Popeye, con quien conversa el abogado-profesor (recordemos que lleva consigo un libro), “parecían botones de goma, dispuestos a ceder si se tocaban y a recuperarse luego sin haber perdido la huella del pulgar”. Personas como Popeye, que fuman cigarrillos sin tocarlos ni una sola vez con la mano; o mujeres como Ruby Lamar, cuyos rostros no están marcados por la edad, sino por el mal humor (a partir de cierta edad, nos recuerda el adagio, uno es responsable de su cara); no faltan los bebés desnutridos que duermen en cajas de madera, pues así están más a salvo de las ratas, ni tampoco caminos que eran “una cicatriz demasiado profunda para ser un camino y demasiado rectas para ser una zanja, erosionada por las riadas del invierno y ahogada después por los helechos, las ramas y las hojas secas.” Alrededor de todo ese paisaje se mueven personas, muchas de ellas sin apellidos conocidos, que se arraciman tras las puertas de las que sale música de jazz y blues de las radios y los fonógrafos sin apenas parar de mascar tabaco. “Y eso es todo: aire seco y combustible, pasión en celo, sangre rota”, escribirá Antonio Marichalar en la presentación de Santuario al público español. Tras Marichalar vendrán los Cela —se apropiará de la lección morbosa de Faulkner y la aplicará concienzudamente en La familia de Pascual Duarte (1942), con permiso del anónimo autor del Lazarillo—, Rulfo, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, Benet, Marías, Mateo Díez, Muñoz Molina y tantos otros faulknerianos que amplificarán las enseñanzas del taciturno, huraño y silencioso morador de Rowan Oak y engrandecerán su legado con orgullo y solvencia.
Casi nadie vio a Faulkner caerse nunca de un caballo: sólo un anciano Earl Wortham recordaba un par de ocasiones, la vez que una yegua llamada Tempy lo tiró sin querer y otra, la de un caballo gris hecho traer de California que se le escapó de entre las piernas porque siempre fue muy alocado. Las complicaciones de este último lance hípico le acarrearían la muerte por una trombosis. La muerte, que no el olvido. Javier Marías tradujo hace unos años una docena de poemas que el propio Faulkner publicó como A Green Bough (1933) en un precioso libro homenaje firmado junto a Manuel Rodríguez Rivero titulado como ese mismo poema Si yo amaneciera otra vez (Alfaguara, 1997). En él Faulkner escribía estos versos: “Pero dormiré, pues ¿dónde hay muerte / mientras en estas azules y soñolientas colinas de lo alto / tenga yo como el árbol mi raíz? Aunque esté muerto, / esta tierra que se agarra a mí me encontrará el aliento.” No en vano, el final de Santuario tiene un sospechoso parecido con el pasaje que cierra Los muertos del reverenciado James Joyce. La última palabra de la novela es muerte. Pero no cabe muerte cuando una obra se convierte en clásica, no a la manera de Cyril Connolly, cuando aseguraba que literatura es aquello que debía leerse dos veces, sino más bien aquello que acepta ser leído dos veces, y dos más, traspasando el tiempo con nuevas significaciones válidas para la eternidad. Sólo por eso ya valdría la pena detenerse algún tiempo en los dominios de Yoknapatawpha. Aunque sólo sea para entrar por unas horas en el territorio moral y artístico de un hombre que imaginó un mundo hecho a su medida y supo ponerlo en pie con la temeridad afortunada que los dioses otorgan a sus elegidos.
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Autor: William Faulkner. Título: Santuario. Editorial: Alfaguara. Traducción: José Luis López Muñoz. Venta: Amazon y Fnac
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