Esta novela empezó a escribirse en mi cabeza hace muchos años. Me recuerdo de niña escuchando las historias que contaba mi abuelo con un té entre las manos durante las sobremesas, mientras me decía a mí misma que debía memorizar todo lo que iba explicando. Sabía que llegaría el día en que mi abuelo no estuviera para repetirme el nombre de aquel general que percibió que el niño desarraigado que una vez fue no veía bien y que propició que tuviera sus primeras gafas de miope. Anotaba después de cada charla aquellas palabras frágiles con olor a hierbabuena en una libreta de espiral: nombres, fechas, lugares…
Pero crecí y, conmigo mi miedo a casi todo. A no ser buena, a no ser mala, a no ser capaz, a ser capaz, a defraudar, a incomodar y a tantas otras cosas que la retahíla resultaría demasiado aburrida aquí. Al final, tras muchos años y alguna mudanza, perdí aquella libreta y el arrojo; sin embargo, las palabras de mi abuelo seguían resonando dentro de mi cabeza y poco a poco se fueron mezclando con otras nuevas. Y de verdad que quise escribir su historia, que eran sus misterios los que quería resolver, pero cada vez que lo intentaba se me torcían los renglones, las escenas se volvían huidizas y los personajes me hacían señas en otra dirección. Todo me llevó a Lucía.
Yo había dejado atrás una etapa en la que conviví con la ansiedad y la tristeza de saber que el sitio que ocupaba no era el mío. O al menos, la tristeza de creerlo así. Quise sentirme mejor, lo quise con tantas fuerzas que desaparecí de un lugar para aparecer en otro. Pero el cambio no fue suficiente para aliviar mi ansiedad, sino todo lo contrario; me llevó a descubrir que la insatisfacción no me rodeaba, sino que me invadía desde dentro. De esa certeza nació Lucía, la protagonista de Diario de un incendio, una mujer que en su huida se va aislando, que deja su trabajo, que se enfrenta a la verdad de la relación con su marido y que lidia con los fantasmas del pasado que amenazan su presente. Lo que más me costó entender de la historia que me iba naciendo era la ausencia de palabras entre los protagonistas. ¿Cómo podía ser que no hablaran, que no se dirigieran la palabra? Fue cuando intenté responder esta pregunta cuando me di cuenta de que la historia de mi abuelo iba a tener que esperar, porque necesitaba ayudar primero a Lucía a soportar el desespero de la incomunicación. Lucía escribe mensajes, atiende llamadas de trabajo, algunas personales, envía correos electrónicos constantemente, no en vano trabaja en un departamento de comunicación. Pero paradójicamente, es incapaz de comunicarse con los que ama y el silencio que la rodea es abrumador, frustrante.
¿Cómo podemos tantos estar hoy día constantemente conectados y sentirnos tan solos? ¿Por qué nos cuesta escucharnos, aceptarnos, querernos sin reservas?
Me preocupa mucho la falta de comunicación y de diálogo, así que acepté escuchar cada susurro de Lucía y quise darle la voz que aquellos otros habitantes de mi historia le negaban, dejarle mis páginas en blanco para que gritara su pena, su angustia y su miedo, para que su agonía respondiera a mis preguntas.
Confío en que sus preguntas le sirvan de respuesta a algún lector.
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Autora: Desirée Baudel. Título: Diario de un incendio. Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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