No podré olvidar nunca aquella mañana. Me levanté de la cama, caminé hacia el comedor y vi por la ventana un cielo que me marcó para siempre. Un cielo entre gris y naranja, cargado de polvo y de olor a azufre con el que espero no encontrarme nunca más. Vivir bajo él una vez en la vida es suficiente.
Se aprende mucho de una erupción volcánica. Química (la ceniza es mayormente dióxido de silicio, es decir, vidrio molido); física (absorbe el agua, por eso en el campo se murieron millones de ovejas que no tenían qué beber) y también habilidades prácticas, como respirar constantemente a través de una mascarilla (eso me resultaría muy útil en 2020).
Las carreteras quedaron bloqueadas y la región entera se paralizó bajo un manto de de diez, veinte, treinta centímetros de ceniza. La nube era tan densa que se hizo de noche a las dos de la tarde. Llovía tierra y no había colores. Parecía el fin del mundo.
La erupción duró seis días, pero el polvo nos acompañó durante años. Créanme, el viento patagónico y un volcán activo son una pésima combinación.
Fue horrible, pero sobrevivimos casi todos. El mundo siguió girando. Crecí, estudié informática y, no sé muy bien cómo, terminé escribiendo thrillers. Asesinatos, desapariciones y esas cosas, ustedes saben.
Para mi quinto libro, venía rumiando la historia de un secuestro. Me rondaba en la cabeza la imagen de un hombre a quien le arrebatan a su mujer y le piden, como rescate, que devuelva el millón y medio de dólares que robó. El problema, y el punto fuerte de la trama, es que él no robó nada.
Si bien la premisa me parecía (y me sigue pareciendo) muy potente, sentía que le faltaba un ingrediente. Algo que me motivara a convivir con ella un año entero, que es lo que tardo en escribir un libro.
Por esa época volví a la Patagonia a visitar a mi familia y amigos. En alguna charla salió, como siempre, el tema del volcán Hudson. No hablar de él en mi pueblo es como pasar frente a esas escaleras en Philadelphia y no recordar a Rocky.
Mientras mi familia y yo le contábamos historias de aquella época a mi mujer, que cuando el Hudson entró en erupción transitaba su infancia en la otra punta del mundo, mi padre se levantó de la mesa y se perdió por el pasillo de casa. A los pocos minutos volvió con un frasco de vidrio lleno de ceniza que él mismo había recolectado treinta años atrás.
Lo abrí y metí la nariz, dispuesto a transportarme al pasado, pero ya no olía igual. Quizás después de tres décadas algo en su composición había cambiado. O quizás es que ya no le tenía miedo.
Vertí un pequeño montoncito sobre la palma de la mano y me lo metí en la boca. Mi esposa me preguntó si estaba loco. Yo sonreí, como el faquir que se traga un sable. Durante mi infancia ingerí kilos y kilos de la ceniza del Hudson y sigo vivo. Difícilmente una pizca más fuera a cambiar nada.
La textura fina y abrasiva en la lengua sí que logró llevarme a aquella época. Volví a tener esa sensación que descubrí con ocho años y no me dejó en paz hasta bien entrados los nueve. Con la ceniza en la boca, supe que había dado con el ingrediente que le faltaba a mi novela. El día del secuestro, un volcán sorprendería tanto a víctimas como a secuestradores.
Así nació Rescate Gris.
Cuando lo pienso, no podría haber sido de otra manera. Dudo que nadie que se gane la vida contando historias lograra resistirse a un recuerdo así. Lo extraño, en mi caso, es que haya podido escribir cuatro libros antes de dejar entrar al Hudson a mi universo literario.
Los dejo con la novela, queridos lectores. Si me necesitan estaré muy lejos, bajo un cielo azul.
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Autor: Cristian Perfumo. Título: Rescate Gris. Editorial: Suma. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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