El mar conserva ese aspecto de lámina azul oscuro que Lorenzo Falcó observa desde la habitación 108 del Hotel Continental. Pero ésta no es una mañana de primavera del año 1937. Tampoco una toma de contacto con un enlace del Grupo Lucero. Se trata de la llegada a Tánger de once periodistas españoles que no paran de fotografiar todo cuanto los rodea. No buscan un barco fondeado, mucho menos a una espía de la NKVD. En realidad aguardan la llegada de Arturo Pérez-Reverte. El escritor sube las escaleras por las que se accede desde el zoco hasta el Continental, el hotel que se levanta sobre la antigua sede de la Aduana y en el que durante los años de entreguerras se alojaron diplomáticos, intelectuales, políticos y espías y que, décadas más tarde, se convirtió en el objeto de fascinación de personajes como Paul Bowles, William Burroughs o Bertolucci. Un edificio de finales del siglo XIX con vistas al puerto de Tánger, la ciudad donde se desarrolla Eva (Alfaguara), la segunda entrega de la saga de aventuras que el escritor y académico de la RAE dedica a su nueva criatura, Lorenzo Falcó.
En el año 2016, justo cuando se cumplían 20 años desde la publicación de las aventuras dedicadas al soldado español de los Tercios de Flandes, Diego Alatriste, Arturo Pérez-Reverte emprendió un nuevo ciclo protagonizado por un ex traficante de armas y mercenario que durante la década de los años treinta del siglo XX trabaja como espía para el aparato de inteligencia del bando nacional: Lorenzo Falcó. Un jerezano guapo, joven, elegante, chulo, mujeriego. Un hombre peligroso, leal sólo a su causa. Alguien que siempre está cazando. A eso ha venido este grupo de reporteros: a seguir las pistas de Eva (Alfaguara, 2017), la segunda novela de la saga que ha llegado a las librerías esta semana y ocurre en las calles de Tánger, la ciudad en la que nos cita Arturo Pérez-Reverte.
«Antes de Paul Bowles y todos esos, Tánger ya era Tánger. Una ciudad fascinante. Tenía un estatus internacional, daba lugar a comercio, trafico de armas, mujeres, estupefacientes. Era el lugar perfecto». Pérez-Reverte se adentra en las estancias del Hotel donde se aloja Lorenzo Falcó, un edificio cuya decadencia delata la belleza y el esplendor de los años pasados. Habría que decir, eso sí, que esta mañana lo habría tenido difícil Falcó para entrar con su Browning FN, porque hoy el Hotel –como casi todos los de la ciudad- tiene detector de metales. Aunque el tiempo haya pasado, las cosas nunca han sido del todo tranquilas en esta ciudad fronteriza donde todo se mezcla. Afuera, en la terraza, el viento agita las chilabas de los hombres y los velos de las mujeres que caminan hacia la Medina.
Aunque ésta no sea la Tánger de Eva conserva todavía los rasgos de ese mundo que Pérez-Reverte resucita en las páginas de esta novela. A ese Tánger es al que se dirige esta excursión. Listo para comenzar el recorrido, Arturo Pérez-Reverte da una última mirada hacia el puerto. “Hacia allá debían de estar los dos barcos”, dice señalando con el índice. Se refiere al Mount Castle y al Martín Álvarez, las naves que empujan historia, la segunda de una serie a la que quedan por lo menos tres entregas más. Al menos así lo dirá Pérez-Reverte, más tarde, ante una botella de cerveza Casablanca, en un restaurante de la calle Tetuán.
En las tripas del Zoco
Pocos meses después de la operación para liberar a José Antonio Primo de Rivera de la primera entrega, Lorenzo Falcó recibe una nueva misión que lo llevará hasta Marruecos. Debe traer de vuelta a España el oro escondido en un barco que los republicanos han fondeado en el puerto de Tánger y que ha de partir rumbo a Odessa. Falcó puede hacerlo de dos formas. Por las buenas, convenciendo a su capitán para que cambie de bando; o por las malas, hundiéndolo a él junto a su barco, al Mount Castle. En la bocana del puerto un destructor de los nacionales, el Martín Álvarez, espera el plazo para atacar. La situación no sería tan complicada de no ser por un detalle. Un personaje viaja a bordo del Mount Castle para asegurar que el cargamento llegue a Rusia. Nada más y nada menos que Eva Neretva, la agente del NKVD de la primera entrega. Uno de los pocos seres capaces de sostener un pulso con Falcó. Y ganárselo, además.
El asunto tiene tanto de complicado como de fascinante. Por varios motivos. El primero: el coronel Lisardo Queralt, jefe de Policía y Seguridad de La Falange -el Carnicero de Oviedo-, le pisa los talones a Falcó y a su jefe, el Almirante, el máximo responsable del núcleo estratégico dentro del espionaje franquista, que reaparece en esta novela. Si las cosas salen mal, ellos pagarán el precio. El segundo motivo que enreda esta misión, y bastante, tiene que ver con la presencia de Eva Neretva, la mujer a la que Lorenzo Falcó salvó la vida unos meses atrás, aunque eso implicara dejar a Queralt en ridículo. Así están las cosas cuando el agente del Grupo Lucero recibe el encargo de ir a Marruecos.
La ciudad a la que llega Lorenzo Falcó, en 1937, es un hervidero. Abundan los espías. Los que provienen de fuera y los que alguien más compra, desde dentro. De los sesenta mil habitantes de la ciudad, la mitad son europeos. Sobre Tánger mandaban en esos años las grandes potencias y todo en sus calles respiraba el ambiente turbio de las fronteras. Entonces se movían a sus anchas legionarios franceses y españoles, soldados ingleses, traficantes, pero también republicanos huidos de Ceuta y el Marruecos español, que se cruzan en el zoco de la ciudad con los marinos del bando nacional.
De pie, ante una terraza llena de sillas donde moros y algunos turistas sorben té verde, Arturo Pérez-Reverte señala la plaza central del zoco. Ese lugar que hace de antesala de ciudad vieja, rumbo a la Medina, y a la que se accede subiendo por las calles inundadas de covachas y comercios del alfombras. Las tiendas que se aprietan hoy en estas calles serían exactas a aquellas en las que se reúne Falcó por primera vez con el capitán de fragata Manuel Navia, de no ser porque ahora, junto a las babuchas y alfombras, se venden camisetas de Cristiano Ronaldo y Leo Messi. Con los brazos en jarra y la mirada cubierta por unas gafas de sol, Pérez-Reverte se planta de espaldas al histórico Café Tingis y señala alrededor. “Aquí se reunían los marinos de los dos bandos. Frecuentaban dos cafés distintos. Los nacionales iban al Café Central y los partidarios de la República en el Fuentes. Estaban uno junto al otro”, dice.
En ese mundo espiaban desde los limpiabotas hasta las putas. El olor a Kif y zotal se apretaba con el del humo de tabaco. Muy cerca de estas calles sucede una de las escenas más curiosas de Eva. Se trata de la pelea en el Café Hamruch, un local que atrae a los viandantes con un farol rojo en el dintel y en el que moros, prostitutas y legionarios de quepis beben matarratas y fuman Kif. Por allá, justo al lado de esta zona, indica Pérez-Reverte a la pregunta de dónde está el bar donde ocurre esta pelea. Se trata de una escena en la que hombres del bando republicano y nacional aparcan por un momento sus diferencias y entran en una pelea con un grupo de ingleses tras llamarlos sucios españoles. “Esta novela está escrita para poder contar esa escena, la tengo en la cabeza desde hace ya mucho tiempo”, dice Pérez-Reverte.
Hacia la Kasbah
Las calles que rodean el zoco vienen desde el puerto –hemos subido andando desde ahí- y llegan hasta la Kasbah, la zona alta de la Medina, rodeada de murallas. Se accede desde el Zoco Chico, subiendo por las callejuelas de la Medina, o por el exterior, la avenida de Italia. Allí, en la calle que está descrita en la novela como calle Zaitouna, quebrada y angosta, se ubica la casa de Moira Nikolaos, un personaje fascinante que sorprende al lector. Será justo en ese enclave –desde donde se aprecia todo el mar- donde Falcó reunirá a los dos capitanes, pero también tendrá largas conversaciones con Nikolaos, una mujer que conoce desde hace muchos años atrás y que servirá a los lectores para entender quién es Falcó. A medida que Pérez–Reverte guía al grupo lejos del zoco y se acerca a la Medina, nos acerca a esa zona. Entre medias se despliega un enjambre de covachas, locales, vendedores ambulantes y mostradores llenos de dátiles en almíbar. El antiguo cine Alcázar, cayéndose a trozos, mientras las moscas revolotean los barreños llenos de dátiles en almíbar para la venta.
Pérez-Reverte camina con las manos en los bolsillos. Un hombre se acerca al grupo de periodistas. Habla castellano, pero con un fuerte acento marroquí. Quiere saber si ese es Arturo Pérez-Reverte, el escritor. Los reporteros lo confirman: es él, sí. “¿Y qué hace aquí… de guía turístico?”, pregunta desorientado el sujeto. Una vez puesto en aviso de que se trata de la promoción de la nueva novela del autor español, que se desarrolla en Tánger, el hombre se acerca a Arturo Pérez-Reverte, se hace una foto con él y sigue su camino. En las calles que rodean la parte vieja, y que dan paso al puerto o las murallas, se concentran sonidos, olores, conversaciones. Las casas de comida que desembocan en la Medina evocan el Rif, ese local donde se reúnen Paquito Araña y Falcó. Hay olor a parrilla moruna y especias. Algunas tienen la mano de Fatma en el dintel de la puerta y en el interior mesas grasientas llenas de comensales a esta hora de mediodía.
Concentrados en distintos viajes, Arturo Pérez-Reverte necesitó veinticinco días en Tánger para armar el mapa de esta entrega. Descubrió no pocos enclaves y recreó muchos más. El escenario se sostiene por sí solo y por eso funciona. La ciudad hace posible que la electricidad recorra toda la estructura. En las páginas de Eva, el escritor y académico carga con más acción, humor e ironía. Diálogos directos, magros. Percutidos. Regresan personajes de la primera entrega, y ganan peso los secundarios. El sexo se vuelve combate entre Eva y Falcó, literalmente. Toso resuena con mucha más potencia, porque la ciudad que Arturo Pérez-Reverte retrata amplifica la trama. Es, sin duda, un personaje fundamental. Como Eva y Falcó, incluso como los capitanes del Mount Castle y el Martín Álvarez.
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