El 29 de octubre se cumplen 60 años de la aparición de las primeras historias de los «irreductibles galos». Fue en 1959 cuando se publicaron las primera viñetas de Astérix en la revista Pilote.
Hace unos días, tras la noticia del óbito de Jacques Chirac, los comentaristas más acertados recordaron que con el expresidente de la república francesa se iba el último gaullista. Sin embargo, dicho sea sin ánimo de polemizar, cabría apostillar que aún queda uno: Astérix el galo. No hay ningún documento fehaciente que dé prueba de ello, pero entre los amantes de la bande dessinée —el cómic franco-belga, junto con el manga y la estadounidense una de las tres tradiciones historietísticas más importantes del mundo— siempre se ha dicho que, más o menos subrepticiamente, Astérix fue un encargo del general de Gaulle a René Goscinny (guión) y Albert Uderzo (dibujo). Al general le enervaba que Tintín, el infatigable reportero adscrito a la redacción del bruselense Le Petit Vingtième, un belga al cabo, en los treinta años de vida que contaba en el 59, se hubiese convertido en el personaje por excelencia del cómic francófono, el favorito de los jóvenes lectores de 7 a 77 años en el mundo entero. “Buscábamos un personaje muy francés”, solía recordar Goscinny al respecto.
Eso era lo que había cuando Astérix, el infatigable azote de los “locos romanos” vio la luz por primera vez en la página veinte del primer número de la revista Pilote. Llegó a los quioscos el 29 de octubre de 1959, hace ahora sesenta años. El nacimiento del último gaullista, prácticamente, coincidió con el de la Quinta República francesa, cuya constitución fue encargada por De Gaulle y refrendada por sus compatriotas en octubre del 58.
Tiempo después, recordaba Leonard Cohen el sincero interés que mostró el entonces ministro de finanzas del país vecino, Valery Giscard d’Estaing, por potenciar la música francesa frente a la anglosajona. Fue durante una comida, mantenida en 1970, en un restaurante de la parisina rue Rivoli, a la que Giscard le invitó convencido de que al haber nacido Cohen en una de las ciudades francófonas más grandes del mundo (Montreal) sería susceptible a la preponderancia del inglés. Sólo es uno más de los innumerables ejemplos de la preocupación que abrumaba a los dirigentes franceses que verificaban que Francia estaba dejando de ser la referencia cultural del mundo entero desde que dicho lugar empezó a ser ocupado por la cultura anglosajona. Es más, en 1949, el gobierno galo promulgó una ley que prohibía la importación de tebeos estadounidenses. Traído a Europa por los soldados norteamericanos durante la guerra, el cómic del otro lado del Atlántico había copado el mercado. Y Francia, a diferencia de los países que desprecian su cultura —tal es el caso del nuestro—, siempre ha sido consciente de que uno de los pilares de su grandeza radica en la cultura precisamente.
De modo que, hasta cierto punto, la creación de un personaje bravo como Vercingétórix —el rey de los arvernos que unió a todas las tribus galas contra Julio César—, pero a la vez sencillo como el francés medio que había votado la constitución de esa recién nacida Quinta República, hasta cierto punto, más o menos subrepticiamente —insisto—, obedeció a una razón de estado. “¡Por Tutatis!”, suele exclamar Astérix, invocando así a la divinidad que mantiene la unidad de la tribu del panteón galo. Al lector más agudo no le hubiese extrañado que el más simpático paladín de Francia en las viñetas invocase al general de Gaulle. También nuestro Capitán Trueno gritaba aquel “¡Santiago y cierra España!”, a imitación de las tropas cristianas durante la Reconquista, antes de entrar en combate.
Un tánden ejemplar
René Goscinny, el primero de los artífices de ese pequeño gran hombre, contemporáneo de Vercingétorix y sutil adalid del gaullismo, que había de satisfacer con creces las expectativas que impulsaron su concepción, además de uno de los mejores guionistas de la edad de oro de la bande dessinée (vulgo bedé) fue uno de sus editores más destacados. Nacido en París en 1926, pasó las primeras edades de su vida en Argentina. El trabajo como ingeniero de su padre le llevó, junto al resto de su familia, al Buenos Aires de 1928. Estudiante en el liceo francés de la capital rioplatense, algunos de sus mentores en aquel centro inspiraron los personajes de El pequeño Nicolás, una colección de libros infantiles, no exactamente cómics, ilustrados por Sempé. Sólo regresaba a Francia de vacaciones. Su experiencia argentina fue feliz, máxime si se considera el destino que le hubiera aguardado en su país de origen durante la guerra, donde la mayoría de su familia, de origen hebreo, fue perseguida hasta el exterminio por los nazis.
La prematura muerte de su padre en Argentina —apenas había obtenido el joven René el título de bachillerato— le obligó a emplearse como contable en una empresa comercial. Huelga apuntar que aquel trabajo fue desesperante. De modo que no tardó en dejarlo para comenzar a publicar sus primeras ilustraciones en diversas revistas para la colonia gala en el Río de la Plata. Porque, aunque nunca lo fue de Astérix ni de ningún otro de los grandes personajes del Noveno Arte que guionizó —Iznogud, Lucky Luke—, Goscinny también fue un notable dibujante, especialmente dotado para los automóviles.
De vuelta a Francia ilustró una edición de La muchacha de los ojos dorados, de Balzac, y en el 47 se instaló en Nueva York. Los comienzos de esta segunda etapa estadounidense —ya había estado junto a su madre recién acabada la guerra en la ciudad de los rascacielos— fueron desoladores. Sin embargo, en el 48 llegaría a formar parte del equipo de Harvey Kurtzman, Bill Elder y Jack Davis, los futuros creadores de la revista Mad, referencia obligada en la ilustración y en la prensa satírica estadounidense.
Ahora bien, tanto por su lengua madre como por los designios del destino, Goscinny estaba abocado al cómic franco-belga. Incluso en Estados Unidos, donde trató a algunos de sus más grandes historietistas, también conoció a algunos de los mejores de su propia tradición. Así, en el 50 y aún en Nueva York, entró en contacto con los belgas Jijé y Morris. Para Jijé, uno de los pilares de Ediciones Dupuis —junto con Casterman la editorial de cómics belga por excelencia—, el joven René escribió algún que otro libreto del wéstern Jerry Spring. Para Morris firmaría los guiones de las aventuras más celebradas de Lucky Luke. Y fueron ellos quienes le presentaron a Georges Troisfontaines. Este último fue fundador de la agencia World Press —distribuidora de cómics para los periódicos— y uno de los legendarios dibujantes de la revista Spirou, alma mater de la escuela de Marcinelle. Así llamada por el barrio de la ciudad valona de Charleroi en donde estaba ubicada la redacción, Marcinelle fue la feliz competencia de la escuela de Bruselas, capitaneada por el gran Hergé. Fue Troisfontaines quien dio a Goscinny el consejo de su vida al sugerirle que se instalase en Bélgica.
Dicho y hecho, afincado en Bruselas —la capital de la bande dessinée, que no París—, Goscinny comienza a colaborar con World Press. Allí conocerá a Jean-Michel Charlier, el primer guionista de Blueberry y Barbarroja, entre otros personajes que hicieron historia en la viñeta. Convertido en uno de los hombres de confianza de Troisfontaines, en 1951 éste le envía a París para revisar unas ilustraciones de Albert Uderzo. La simbiosis que se produce entre los dos futuros creadores de Astérix desde el primer momento es perfecta. Lo es hasta tal punto que Goscinny deja de dibujar cuando trabaja junto a él. Su prestigio como guionista va en aumento. En el 52 su firma aparece por primera vez en Spirou. Sin embargo, fue en la jovial competencia de Spirou, en la revista Tintín, donde en 1958 apareció la primera entrega de Umpah-pah el piel roja. Aquella primera colaboración de Goscinny y Uderzo era un wéstern dieciochesco —es decir, ambientado en la conquista del Nuevo Mundo por las monarquías europeas, que no en la expansión estadounidense hacia el Oeste—, proindio y ecologista. Aunque apareció en el semanario Tintín, su humor era tan delicioso como el inherente a la revista Spirou. Todo era epifanía en la edad de oro de la bande dessinée y los grandes de Marcinelle se pasaban a la escuela de Bruselas, y viceversa, una y otra vez sin ningún problema. Con el correr del tiempo, los estudiosos del Noveno Arte han ido a ver en la descomunal fortaleza de Umpah-pah un precedente de la de Obélix.
La biografía de Albert Uderzo, antes de hacer historia con sus ilustraciones, es más sencilla que la de Goscinny. Sin derrotero alguno por el extranjero, el dibujante nació en Fisnes en 1926. Descubrió el cómic diez años después, ya instalado con su familia en París. No tenía más que 14 primaveras cuando fue empleado por la Société Parisienne d’Édition. En aquel trabajo aprendió el dibujo de las letras, el calibrado de los textos, el retoque de las fotos y el resto de las bases del oficio de ilustrador. Con todo, casi fue más importante para su formación la aldea bretona donde pasó una buena parte de la guerra. En efecto, llegado el momento, sería el modelo de la de Astérix y sus vecinos, irreductibles frente a las sempiternas legiones romanas de los campamentos de Babaórum, Aquarium, Laudanum y Petibonum.
Tras los primeros encargos editoriales y algunas colaboraciones en prensa —llegó a publicar sus viñetas en el diario France Soir—, Uderzo se trasladó a Bruselas y entró en contacto con Troisfontaines. A partir de entonces, el avatar del dibujante fue muy semejante al de Goscinny. Trabajadores infatigables todos ellos, ya en 1959, sobre guiones de Charlier, Uderzo dibujó las aventuras de Michel Tanguy y Laverdure, que también se estrenaron en el legendario primer número de Pilote. Aquellas historias de dos pilotos —que a buen seguro hicieron recordar a Uderzo el sueño infantil de convertirse en mecánico de aviones— estaban llamadas a ser la mejor serie de aviación. Cada uno por su cuenta, los dos creadores fueron haciendo los mismos contactos. Estaba escrito en algún lado que habrían de llevar a cabo dos grandes empresas juntos.
Pilote, una revista a la altura del personaje al que vio nacerCiertamente, fueron dos hitos del cómic franco-belga los que marcó aquel 29 de octubre de 1959: el nacimiento de Astérix y el de Pilote, la revista que lo vio nacer. Goscinny fue su primer director y Uderzo su director artístico. En aquel tiempo, en Francia, la bedé era considerada una lectura infantil. En Bélgica la cosa era muy distinta. Algunos de los personajes que animaban las páginas de la revista Tintín —Blake y Mortimer, Alix el intrépido, Cori el grumete—, empezando por el propio reportero, estaban claramente dirigidos al lector adolescente antes que al lector infantil. Así que otro de los afanes que impulsaron a Goscinny y Uderzo aquel otoño de hace sesenta años fue la puesta en marcha de una publicación que también interesase a los adolescentes. Pilote supo satisfacer ese objetivo. De aquel primer número se vendieron 300.000 ejemplares. En sus treinta años de vida, Pilote marcó la pauta del nuevo cómic francófono. Ninguno de sus grandes autores dejó de pasar por sus páginas y todos los grandes del tebeo europeo soñaron con figurar en sus sumarios.
La publicación en Pilote de aquella primera aventura de Astérix el galo, titulada con el nombre de su protagonista, se prolongó durante treinta y ocho entregas semanales hasta el 14 de julio de 1960. El álbum propiamente dicho no apareció hasta 1961, dentro de la colección Pilote de la Editorial Dargaud. Aquella primera tirada fue de 6.000 ejemplares. Una minucia comparada con las traducciones a 107 lenguas que ha alcanzado la colección hasta la fecha y las 1.460 ediciones que ha conocido.
Aunque, como en todas las series en sus primeros títulos, en Astérix el galo el trazo del dibujo aún no es aquel por el que se le conoce hoy en día, Astérix ya está acompañado por su inseparable Obélix, el repartidor de menhires. También aparece Panorámix el druida, en aquella ocasión secuestrado por los romanos, deseosos de hacerse con la fórmula de la poción mágica. Abraracúrcix, el jefe de la tribu, ya tiene un único temor: que el cielo se le caiga encima; y Asurancetúrix, el bardo, ya aburre a sus paisanos con su poesía. El resto de los vecinos de la aldea irreductible llegaría en los sucesivos álbumes. No obstante, en aquel primer número ya eran bastantes para poner en tela de juicio Los comentarios sobre la guerra de las Galias (40 o 50 a.C.), el clásico de Julio César —por cierto, otro personaje de la serie— que entonces traducían en sus clases de latín algunos de los primeros lectores de Astérix.
Desde sus comienzos la colección destacó por su chauvinismo, que al igual que su violencia, siempre se admitió con una sonrisa, al tratarse de una parodia. Eso era lo que, ya muerto prematuramente Goscinny en 1977, solía argumentar Uderzo cuando se le preguntaba al respecto. E igual que el dibujante mezclaba en sus viñetas el realismo con el que recrea las vistas generales de Roma con la caricatura que son todos los personajes, las aventuras de Astérix son una lectura infantil, pero también divierten a los adultos. Tienen en el anacronismo uno de sus procedimientos más frecuentes. Así, los proverbiales godos de Astérix y los godos (1963) lucen como los alemanes de la Gran Guerra (1914-1918) pese a que la serie está ambientada hacia el año 50 a.C. Por no hablar de los tópicos. La Hispania de nuestro personaje es un país de vacaciones. Ya hay flamenco y embotellamientos en los caminos para llegar a ella desde el norte de Europa.
Balzac tenía una biografía de Napoleón en cuyas páginas de cortesía había anotado: “Lo que él intentó con la espada lo haré yo con la pluma”. Puede que haya sido Astérix quien de verdad haya conseguido ese viejo anhelo de ganarse a toda Europa para la gloria de Francia.
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