Astro es un álbum de una extraordinaria intensidad. Se entiende perfectamente que su autor, Manuel Marsol, haya necesitado diez años para completarlo, que haya regresado una década después para concluir el viaje iniciado. En ese tiempo Manuel Marsol se ha convertido en una figura de la ilustración, pero eso poco importa. O importa en la medida en que ese trayecto le ha permitido adquirir el conocimiento necesario para realizar Astro, para responder a una inquietud personal que necesitaba de una formulación artística.
Todo ello estaba presente desde el comienzo. Su primer álbum, Ahab y la ballena blanca, mostraba cómo los humanos buscamos afanosamente sin encontrar lo que tenemos delante de los ojos; la broma del objeto disfrazado, gracioso para adultos y niños, aliviaba el drama de la búsqueda obsesiva de un sentido de la vida.
Su álbum de consagración, Yokãi, con texto de Carmen Chica, presentaba otra escena de encuentro trascendente (siempre dos seres, siempre una transformación del yo, un proceso de autoconocimiento). El protagonista, en contacto con un pequeño espíritu de la naturaleza, sufría una metamorfosis (Marsol ha ilustrado también la célebre novelita de Kafka de un modo ejemplar: el simbolismo grotesco, la comicidad de umbral del artista de Praga se ajusta como un guante a la imaginación del ilustrador madrileño). Era una metamorfosis que mostraba la naturaleza íntima del camionero que se perdía en la montaña, una forma de contacto pleno con la existencia. Pero se trataba de una metamorfosis fugaz, al acabar el día se volvía la puerta de la realidad y el protagonista regresaba a su estado de conciencia previo. El lector había presenciado el prodigio, representado con imágenes lúdicas, de regocijo absoluto.
Mvsevm, el álbum mudo ilustrado a partir del guión de Javier Sáez Castán, presentaba un estado fronterizo del yo, construía una ilusión sobre el límite entre la realidad y la representación artística. El ambiente resultaba tenso como una película de suspense, pero junto a la sensación de claustrofobia o de eterno bucle que caracteriza a los juegos de ilusionismo, había espacio para la sonrisa, el barroquismo no derivaba ni en la sanción del dogma de una existencia superior, como sucedía en el mundo premoderno, ni en la angustia relativista característica de buena parte del arte contemporáneo, se resolvía en la celebración artística del juego (compleja, pero no desesperanzada. Una inquietud que confía en las posibilidades de la imaginación humana).
Y es que hay mucho de consolación, un género didáctico confesional, en Astro, gran obra de madurez de Marsol. Se trata de un álbum sobre el proceso de consuelo ante la pérdida de un ser querido (la obra está dedicada a su padre, fallecido durante la infancia del autor) y sobre la lección aprendida en el transcurso de ese viaje, sobre las conclusiones extraídas en ese tiempo.
La obra tiene como argumento el encuentro insólito entre un astronauta llamado Astro y un ser de otro mundo. El escenario es el cosmos, con su vacío y su exuberancia (ambos conceptos habían aparecido antes en otros álbumes de Marsol y son objeto de su trabajo plástico: la representación de los espacios y de la riqueza matérica, la distancia máxima y la vida concentrada, multiforme, creciente a borbotones). Ambos seres, un astronauta pertinaz en el rastreo del planeta y una criatura con la que empieza a compartir juegos, entablan una relación de comunión entre sí y con el mundo nuevo.
Son felices hasta que un acontecimiento inesperado acaba con la vida de la criatura y lleva a Astro a la desesperación y pérdida de sentido de la existencia. Las escenas lúdicas, gozosas (Astro y la criatura jugando a fútbol en el paisaje rocoso, o pintando escenas de la imaginación humana en una cueva) dan paso de nuevo al vacío y al interrogante sobre las cuestiones últimas (“¿Por qué hay algo en vez de nada?”, “¿De qué sirve estar vivos?”, “¿Qué hay al final de todas las cosas?”). El mundo nuevo arropa a Astro, con su aspecto multiforme intenta acompañarle e indicarle el camino a seguir, la necesidad de continuar el viaje.
Un aspecto decisivo de este álbum es la voz que cuenta la historia. Es la voz de la criatura, capaz de hablar después de haber desaparecido, capaz de hablar en singular y en plural, como si su esencia permaneciera viva y repartida en todo espacio y momento. Astro cree reconocer su forma en las siluetas del nuevo mundo, es un espíritu diseminado por todo, una forma de presencia continua.
Hace un tiempo, una revista de fútbol pidió a Manuel Marsol que ilustrara escenas relacionadas con los partidos que llevaron al Real Madrid a ganar una Copa de Europa en situaciones límite, sorprendentes para el aficionado. Marsol encarnó esas escenas dibujando una creencia de los aficionados de ese club: la existencia de un “espíritu de las remontadas”, simbolizado en un jugador mítico de su pasado, fallecido en trágicas circunstancias: Juanito. Marsol dibujó a Juanito acompañando a los jugadores contemporáneos (empujándoles para rematar, entorpeciendo al portero contrario…), en situaciones decisivas de aquellos encuentros.
No se trataba de ilustraciones misteriosas o inadecuadas para una revista de fútbol. En realidad eran ilustraciones simpáticas, bienhumoradas. Sin embargo, contenían algo muy importante que, a pesar de su aspecto ligero, dicen mucho de la imaginación de Marsol: hablan de una fe en la capacidad de la representación plástica para reencarnar “espíritus”, una forma de mostrar que los seres humanos se miran en el espejo colectivo de su constitución y buscan en una creencia compartida (las múltiples formas del mundo, la inexorabilidad de nuevos partidos por jugar) el motivo para seguir adelante.
Astro tiene un epílogo que permite el encuentro, de nuevo, entre el astronauta y la criatura. Es un encuentro en el umbral, un encuentro que, a la manera de aquel libro maravilloso de Eames y Morrison, Potencias de diez, sobre las escalas del universo (donde las distancias insondables del cosmos eran equiparadas a las distancias insondables subatómicas) muestra la lección sobre el carácter religado del todo (los seres concretos, constituidos por polvo de estrellas). Y más allá de eso, la idea del espejo humano, de la mirada última, plenamente comprensiva: que lo importante estaba aquí, que lo buscado siempre estuvo presente y tiene que ver con nosotros, las personas, que el viaje del ser humano es el despliegue de su espíritu por la historia, que “el niño es el padre del hombre”.
Esta frase de Wordsworth, crucial en la época moderna y recuperada por Manuel Marsol junto a otras (un despliegue fundamental de citas, de materiales de trabajo esenciales para este libro aparecen en las páginas finales: Dickinson, Sagan, Lem…) está antecedida por unos versos de una canción del guitarrista Chris Bell, prematuramente fallecido, que bien pudieran ser el punto de partida y de llegada de este álbum en el que Marsol sintetiza lo aprendido durante muchos años de viaje; lo leído, lo dibujado, lo escuchado, lo pensado y lo visto antes de volcarse en esta iluminadora consolación autobiográfica. Dicen así, traducidos a nuestra lengua:
Cada noche me digo:
“Soy el cosmos”. “Soy el viento”.
Pero eso no hace que vuelvas.
Realmente me gustaría volver a verte.
Realmente quiero volver a verte.
Astro es un álbum de una extraordinaria intensidad. Porque en él Manuel Marsol ha concentrado lecciones de un viaje suyo y de nuestra especie.
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Autor: Manuel Marsol. Título: Astro. Editorial: Fulgencio Pimentel. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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