Hay días en que amaneces con ánimo de autómata. Sin ganas de pensar. Listo para dormir el día entero o integrarte a una línea de producción. Afortunadamente, en esta fábrica se requieren constantemente tus servicios de obrero calificado. Pues nadie más que tú califica para descodificar tu letra horripilante y ya va siendo tiempo de digitalizar las páginas recientes del manuscrito.
Qué verbo pomposo éste: digitalizar. Transcribo, en realidad; unas veces dictando, otras tecleando. El día que un escáner consiga descifrar mis garrapatas, sabré que el diablo se adueñó del mundo. Mientras tanto, el proceso de transcripción es como una terapia laboral. Lees y escribes nomás, como una máquina, y si algo raro encuentras lo corriges al vuelo para seguir tecleando con bríos industriales.
—Con permiso —te dices, con toda propiedad. —Vengo a hacer la limpieza de estos párrafos.
Los holgazanes somos fáciles de explotar. Lo digo porque vine por pereza mental y me he pasado una pila de horas descifrando tachones con ínfulas de letras por decenas de miles y aporreando el teclado a una velocidad tan irrisoria que hace impropio el empleo del verbo “aporrear”. Si trabajas aquí puedes ser un desastre como mecanógrafo, siempre y cuando domines la paleografía.
Miro sesgadamente a mi correclusa, cuya caligrafía es espectacular, consciente de que las personas educadas envidiamos al prójimo con discreción. La versión oficial es que me importa poco la fealdad de mi letra, y si bien no dejan de ser divertidos los esfuerzos de quien pretende leerla como si fuera alguna clase de acertijo, lo cierto es que no tengo la paciencia para dibujar nada, y garrapatas menos. Hay una angustia implícita en el trabajo ingrato de tomarle dictado a tu cerebro: ese patrón tiránico y antojadizo que desde niño te hace camellar a deshoras.
Parte del gran placer de transcribir está en ser instrumento de la metamorfosis que transforma a las larvas en ranas saltarinas. La ventaja secreta de lo escrito a mano es que parece apenas un apunte. Algo que está muy lejos de ser definitivo, puede que una ocurrencia insustancial de la que encima poco se comprende (dado el trazo rupestre de los signos). Un papel, en resumen, que a nadie le interesa. Hasta que un día subes el cuaderno al atril y das cuerpo a las larvas en el procesador. Caracteres, palabras, páginas, capítulos, para que no haya duda de que esto es cosa seria: el engendro está vivo.
Perdón, Cuarentenario, que te distraiga en tan privados menesteres, pero me temo que este es tu trabajo. A lo largo del día me empeño en despegar los pies del piso, así sea por burlar mi condición de reo, y es contigo que me toca hacer tierra. Si el mundo, ya lo vemos, es tan frágil y la especie tan fácil de extinguir, ¿qué decir de un mugriento manuscrito? ¿Pero que más nos queda, mientras hacemos cuentas de la hecatombe, sino lo virtualmente infinitesimal? Lo sutil, lo pequeño, lo intangible, lo para otros insignificante. Lo que ahora te sostiene y te desrobotiza y te recuerda que entre más se reduce tu equipaje, menos te puedes dar el lujo de perderlo.
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