Al comienzo de su Metafísica, Aristóteles afirma que «el que ama los mitos es en cierto modo filósofo, porque el mito se compone de cosas asombrosas». En este sentido, La reina del aire de John Ruskin (Londres, 1819) es una aproximación perfecta a la mitología griega a través de la diosa Atenea. El propósito del autor es que, por medio de una serie de conferencias, nos aproximemos a esos relatos que sirvieron para sentir y pensar al mismo tiempo tanto los grandes acontecimientos —que se han dado en llamar cosmogonías— como los pequeños detalles cotidianos de la cosmovisión griega. La figura principal, Atenea, ha sido patrimonializada con frecuencia por el pensamiento racional —por la filosofía primero y por la ciencia después— frente a las tinieblas y supersticiones precedentes. No es extraño que, al ser la protectora de la ciudad de Atenas —considerada como la cuna de los valores europeos—, sea evocada como patrona de la civilización antes que como referente espiritual. Así, con paradoja o sin ella y en pleno siglo XIX, en un contexto en el que el progreso científico se aclamaba como una suerte de religión civil, Ruskin reivindicó el aura de estas explicaciones asombrosas, que no por anteriores en el tiempo dejaban de revelar lo eterno de la naturaleza humana.
No se puede ocultar la vocación antropológica de esta obra, ni por su contenido ni por su metodología. Acercarse a lo común a través de lo diferente, a esta naturaleza humana —si es que la hay— a través de las diferentes formas de vida social presentes o pasadas, requiere sortear el etnocentrismo. Para lograrlo es preciso seguir un conjunto de reglas interpretativas que aseguren que nuestra forma de ver el mundo no engullirá aquella que pretendemos comprender. Y es que, si Grecia es nuestro hogar y toda literatura es su prolongación, Ruskin nos ofrece una serie de sencillas claves para que Shakespeare o Dante nos hablen como lo harían Homero o la propia Atenea. Y por si esta reivindicación de la cultura como lo permanente de la humanidad no fuese suficiente, el autor adereza sus exposiciones con referencias constantes a la ciencia del momento, explicando desde este otro punto de vista el sentido de determinados símbolos centrales de la mitología griega. La curiosidad y el respeto de Ruskin por toda sabiduría, por toda verdad profunda tras un misterio, se nos contagia a través de sus reflexiones personales sobre el arte, la religión o la ciencia, y también por medio de sus aspiraciones radicales de reforma social.
La reina del aire es, sin duda, un libro complejo. Con una cierta mirada impresionista que no hace desmerecer al detalle frente al conjunto, y también por causa de su compleja relación con el espíritu de su propia época, leer a Ruskin se convierte en un reto. Cualquiera encontrará en sus infinitas digresiones alguna observación que le parezca crucial, pero es probable que muchos se mareen ante la inmensidad, incapaces de encontrar relaciones significativas que estructuren los múltiples niveles del discurso. Pero no hay que desesperar. Quien quiera sumergirse por completo en él encontrará una permanente fuente de inspiración, pero el resto de los lectores —entre quienes me incluyo— nos tendremos que conformar con haberlo visto de reojo, del mismo modo en que Orfeo observó a Eurídice por última vez. El propio autor toma nota de esta lección: no debemos añorar lo que hayamos dejado atrás, sino enfrentarnos al porvenir. Fiel a este espíritu, y frente a las utopías filosóficas y científicas y a su progresivo desencantamiento del mundo, Ruskin lanzará un último lamento antes de desaparecer: «¡Oh, maestros de la ciencia moderna! ¡Devolvedme a Atenea de vuestros frascos!». Recuperémosla antes de que se desvanezca.
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Autor: John Ruskin. Título: La reina del aire. Editorial: Pepitas de calabaza. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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