Hete aquí un fascinante viaje por la música que suena en los lugares más aislados del planeta: los acordes del piano de Ludovico Einaudi sobre un iceberg, el blues eléctrico del desierto africano, las canciones perdidas de una isla volcánica, la ciudad fantasma que vio nacer a ABBA… Porque, como dice el autor en el propio libro, “los mapas y la música cuentan más cosas sobre nosotros mismos de lo que creemos”.
En Zenda ofrecemos el Prólogo de Atlas de los sonidos remotos, de Víctor Terrazas (Menguantes), con mapas e ilustraciones de González Macías.
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Prólogo
De camino hacia el edificio en el que realizo tareas de conserje, como cada 9 domingo por la mañana, en mis auriculares sonaba Café del Sur, el programa de música de Radio 3 del italiano Dimitri Papanikas. El tema de ese día era intrigante: «Los trazos de la canción: instrucciones musicales para aprender a descifrar antiguos mapas geográficos, globos terráqueos y visitar el mundo sin guías de viaje». Mapas, paraísos, promesas, lugares —reales y ficticios— a los que escapar, territorios por conquistar, cantos de sirenas, viajes horizontales y verticales… Poco después el locutor se despedía de quienes estábamos al otro lado. ¿Ya? ¿Se acababa el programa? Tuve la extraña sensación de haber sido abandonado. Necesitaba más. Resignado, tras esos sesenta minutos que habían transcurrido como si hubieran sido diez, me pasé el día con una pregunta rondándome la cabeza. Desde donde me encontraba en ese momento, ¿cuál sería el lugar más remoto? ¿Cuál sería la antípoda de mi barrio de Argüelles, en Madrid? Tan pronto como llegué a casa, sin perder tiempo, agarré mi portátil, abrí la aplicación de Google Street View y comencé a investigar. Así fue como descubrí Takapau, un pueblo de unos 500 habitantes en el que nunca había estado y en el que seguramente nunca estaré. Paseé por sus calles y negocios; recorrí a paso rápido Charlotte Street, la avenida principal que da vida a esta localidad de trazado reticular. Pronuncié en voz alta su nombre varias veces. Takapau. Takapau. Takapau. Su sonoridad tenía un efecto hipnotizador.
Takapau se alzaba frente a mí como el reflejo inverso del ajetreado lugar donde vivo. Pero esta modesta y aparentemente anodina aldea, situada en la isla Norte de Nueva Zelanda, a más de 20 000 kilómetros, a tres horas en coche desde Wellington y a seis desde Auckland, albergaba una sorpresa inesperada. Siguiendo la carretera que conecta el pueblo con la localidad vecina de Ordmondville, hacia el sur, encontré un rincón arbolado con un misterioso nombre: Sanctuary Sounds. Existía una página web asociada a este enigmático lugar. Al parecer, cada primer fin de semana de diciembre, desde hace más de veinte años, los habitantes de Takapau organizan en esta zona un festival al aire libre donde decenas de bandas de música independiente procedentes de toda Nueva Zelanda y del extranjero se congregan para bailar, tocar música y celebrar la vida. Observando las imágenes y los vídeos de ediciones anteriores del festival, mi fascinación crecía por momentos. Como escenario, utilizaban una modesta cabaña de madera. Los asistentes acampaban con sus tiendas de campaña en mitad del bosque. Durante los tres días que duraba el festival había espectáculos circenses, fiestas de disfraces, comida casera y conciertos, muchos conciertos. Al caer la tarde, encendían una hoguera en medio de la pista y los niños correteaban y bailaban descalzos a su alrededor. Era una suerte de Woodstock en miniatura desprovisto de intenciones lucrativas. Una cita anual imperdible para la comunidad. Una reunión entre amigos donde todos compartían su amor por la música. Takapau se había convertido en un punto concreto del mapa y la pregunta que me había planteado inicialmente se fue transformando, con el tiempo, en una especie de bola de nieve imparable. A medida que pasaban los días, las semanas y los meses, me preguntaba si en otros rincones remotos del mundo ocurriría lo mismo. ¿Ocuparía la música un lugar tan especial en territorios igualmente aislados? Comencé a interesarme por los ritmos, las melodías y los instrumentos que emplearían los habitantes de esos lugares inaccesibles. ¿Cómo sería la música de una comunidad que vive en medio del desierto? ¿O la de una isla perdida en el Atlántico? ¿Y qué hay de la música de una aldea en la vasta estepa asiática? Cada interrogante avivaba mi curiosidad y me sumergía aún más en la inabarcable diversidad musical del mundo. En una de las páginas de En busca del tiempo perdido Marcel Proust proponía algo que me ha acompañado durante la escritura de este Atlas de Sonidos Remotos; según él, «el verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirarlos con nuevos ojos, en ver el universo con los ojos de otro». Una nueva mirada y conexión a internet son las dos únicas herramientas que he necesitado para convertirme en un explorador de lo desconocido, para descifrar esos mapas que no solo describen nuestro mundo, sino que nos retratan. Esos espacios en blanco de maravilloso misterio, como decía Joseph Conrad.
Los mapas y la música cuentan más cosas sobre nosotros de lo que creemos. Son mucho más que una superficie o un espectro sonoro donde situarnos. Demuestran lo arbitraria que puede ser una frontera, pero también lo cerca y conectados que estamos los unos de los otros. De mi curiosidad por ese misterioso mundo que no conozco nace este libro. En él la música actúa como brújula. Mis guías han sido personas anónimas y artistas consagrados, antropólogos y sociólogos, locutores de radio y músicos locales, archivistas y activistas, vendedores de vinilos y coleccionistas. Sus historias mínimas, plagadas de triunfos y derrotas, exploran el pasado, cuestionan el presente y dan forma al futuro. Muchos de ellos no figuran en las grandes enciclopedias de música; a menudo aparecen en segunda línea, escondidos, ignorados. Sin embargo, gracias a ellos la música ha mantenido su pulso y ha seguido resonando en aquellos territorios donde surgió. Del mismo modo que no he visitado Takapau, tampoco he puesto un pie físicamente en ninguno de los lugares que menciono en este libro. Pero he logrado viajar a todos ellos; a pueblos, aldeas y países remotos donde sus canciones narran realidades que, en esencia, no están tan alejadas de la que vivo desde mi barrio. La música puede tomar formas infinitas —ya sea con los cantos yoik de los sami, el Yakutsk punk siberiano, la champeta colombiana, el pop de los Beatles, o las steel bands de Trinidad y Tobago—, pero seguiremos cantando sobre las mismas cosas. Seguiremos utilizando la música para compartir nuestras alegrías y nuestros miedos, nuestra historia y nuestro futuro.
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Autores: Víctor Terrazas y González Macías. Título: Atlas de los sonidos remotos. Editorial: Menguantes. Venta: Todostuslibros.
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