Atlas es, en sí misma, la perfecta película de Netflix. Una sustanciosa inversión que canibaliza multitud de referencias a películas recientes y conceptos de relevancia actual, canalizados a través de un nombre importante, aquí el de la actriz y cantante Jennifer Lopez, para que alguien relevante figure en el póster. En el caso de la película de Brad Peyton, director de películas de catástrofes de aceptable éxito y muy vinculado a Dwayne Johnson, el revuelto de Pacific Rim, Iron Man, Avatar y Terminator es evidente: una analista de datos poco acostumbrada al campo de batalla debe valerse de una Inteligencia Artificial amiga para eliminar a otra IA, descontrolada y escondida en un planeta lejano y desconocido, con la que parece tener cierto lazo personal. Con esos engranajes, Atlas puede ser todo lo buena o lo mala que le permitan ser sus creadores, y la respuesta es… Netflix.
Si algo demuestra Atlas es que la etiqueta de “película de Netflix”, que ya es voz populi, puede ser tan terrible o no como la Inteligencia Artificial que debe detener Jennifer Lopez. Un público menos exigente o, hablando claro, sin ganas de complicarse demasiado la existencia, puede agradecer disponer de una película de ciencia ficción de aceptable escala sin tener que salir de casa. El primer problema que eso genera es que la propia Atlas parece asumir su naturaleza de superproducción de streaming diseñada precisamente por una inteligencia artificial, pisando el freno dramático allí donde debería aplicarlo y viceversa. Al final, ni J-Lo resulta especialmente adecuada para el papel de analista y científico brillante (por mucho que se ponga gafas) ni el film parece gestionar con algo de vergüenza su falta de personalidad y su voluntad de agradar a costa de vender su propia alma al algoritmo que la maneja.
El problema es que el relativo éxito de Atlas en las casas, difícilmente cuantificable por otro lado, sucede mientras tiene lugar el relativo fracaso de la notable Furiosa, otra superproducción de ciencia ficción, aunque esta vez en salas comerciales. El público de ambas parece haberse ya acostumbrado a disponer en su televisión de 65 pulgadas del título de rigor de Netflix y, en muy pocas semanas, de la misma Furiosa que ahora mismo muerde el polvo en cines, de modo que espera. Es un panorama un tanto desolador que, en realidad, no significa que se consuma menos cine, sino que éste se ve de otra manera, y que los responsables de ganar dinero con él van afrontando de manera más bien errática a costa de destrozar su propio tejido de negocio.
La experiencia de ver una película como Atlas, que quiere ser un taquillazo espectacular pero en realidad es una estirpe nueva de producto, un simulacro de tal cosa, se ve dominada por todo este panorama. El filme, en ocasiones una épica y enorme batalla de robots y explosiones, en realidad modula sus medios encerrando a J-Lo en una coraza durante casi una hora de película, para quizá compensar su entrega al consabido despliegue de efectos visuales que más tarde oscila entre lo espectacular y lo apresurado. Eso podría haber sido un gran punto de dominio cinematográfico pero, en realidad, solo es una circunstancia artificial de producción. Atlas no es, en absoluto, una película chapucera (peores cosas hemos visto dentro y fuera del streaming) pero sí una que no acaba de capitalizar bien sus dosis de espectáculo digital e intimismo y lo reduce todo al mínimo común denominador. Es decir, la perfecta película de Netflix.
Lo peor de la odisea, que resulta ciertamente entretenida a poco que uno le perdone su falta de rubor, es el exceso sentimental y la psicología barata que el guion —o, perdón, el algoritmo— impone en ciertos segmentos del relato. Ni Jennifer Lopez, por otro lado entregada al papel con entusiasmo, es capaz de resolverlos como, por ejemplo, una Jodie Foster quince años más joven, ni tampoco la película puede integrarlos hábilmente en la historia. La caracterización del villano es totalmente genérica (a lo que no ayuda el muy mediocre Simu Liu) mientras el filme desaprovecha absolutamente a los excelentes Mark Strong y Sterling K. Brown (que, por lo menos, se lleva la gran frase de la película). Atlas, que cita las leyes de la robótica de Isaac Asimov en su prólogo ya para quitárselas de en medio, son dos horas que se ven bien, pero en cierto modo arrojan un panorama un tanto triste para el aficionado a este tipo de filmes.
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