El pintor enciende, despacio, otro cigarrillo. Fuma con delicada elegancia, distraído, como si el bullicio del jardín, el ajetreo de los camareros, el vaivén de los clientes estuviese ocurriendo a kilómetros de distancia de él. De repente, atendiendo tal vez una señal secreta, me mira y sonríe.
–¿El consejo que yo le daría a un artista joven? Pinta algo que no se pueda fotografiar; algo que sólo esté en tu cabeza. El hiperrealismo no tiene ningún sentido por sí mismo, es una técnica pictórica más. Lo que importa es contar una historia.
Los cuadros de Augusto Ferrer-Dalmau son historias contadas con la maestría clásica de un genio. Son la demostración palpable de que la pintura narrativa, para que funcione, debe tener planteamiento, nudo y desenlace y nunca, como en una buena novela, debe notarse el ensamblaje. Ferrer-Dalmau ofrece la imagen e invita al espectador a enfrentarse a la Historia.
–Tu pintura es muy narrativa, muy literaria, ¿De donde te viene ese gusto por contar?
–Mi madre era una gran lectora y siempre la recuerdo leyendo libros de Historia; sobre todo historias de guerra. Era hija de militar y en los 50, con apenas 20 años, trabajó en la Delegación de asuntos indígenas de Marruecos, cuando Marruecos era español. Mi padre, que era un chico de ojos claros, guapo y formal de la vieja burguesía catalana, cuando vio a aquella muchacha de pelo corto, piel morena y tejanos en una época en la que las mujeres apenas sabían lo que era esa prenda, dejó colgada a su novia guapa y rica, y le pidió matrimonio. Ella también se enamoró locamente de mi padre. Tuvieron cinco hijos y fueron tremendamente felices. Pienso con frecuencia en ellos ahora que ya no están y en parte los envidio. Vivieron la historia de amor más hermosa que he conocido jamás.
El pintor de batallas inclina la cabeza. Parece un niño desvalido. Supongo que todos los tipos duros lo parecen un poco cuando añoran a sus madres. Mira, concentrado, una pequeña gota de óleo que adorna, más que mancha, su pantalón y yo puedo adivinar en aquel hombre al muchacho gamberrete y un tanto chulo que pasaba de la pintura pero amaba la aventura, la caza, los sables y los caballos; al soldado de la Compañía de cazadores de Montaña que en realidad nunca llegó a ser un buen soldado porque había nacido con el don de la indisciplina tan propio de los artistas, aunque en el caso de Augusto, tardase un tiempo en descubrir que lo era.
–También para mis cuadros –continúa, aspirando el humo del siguiente cigarrillo–, para construir las historias que luego pinto, utilizo a mis amigos, o mejor dicho, a uno de ellos en especial, a Arturo Pérez-Reverte. Es un privilegio tener un amigo como Arturo, pero en mi caso, además, es una gran suerte. Él es muy ágil con las palabras, tiene una imaginación desbordante y sabe un huevo de historia y eso es perfecto para mí. A veces, cuando tengo algún problema porque, por ejemplo, no consigo ver la escena que estoy intentando pintar, lo llamo y su velocidad, su conocimiento, su capacidad para aplicar la lógica narrativa en cualquier contexto, me espolea; me inspira. Me gusta pensar que algunos de mis cuadros son fruto de la conjunción de su cerebro y mi mano.
–Ya, pero tú tienes un talento innato para transformar las palabras en imágenes, dominas como muy pocos pintores actuales la composición, que nada tiene que ver con saber pintar o dibujar sino con saber narrar desde el plano de lo pictórico, incluso tus personajes, héroes anónimos, son también muy literarios.
–Es que a mí lo que me inspira de verdad es eso, el heroísmo. Mira, hay un libro que he leído muchas veces y que siempre me humedece los ojos; es Embajadores en el infierno, de Torcuato Luca de Tena. Yo no puedo pintar si no siento. El heroísmo anónimo, el altruismo, la valentía….son cosas que me emocionan, en el sentido creativo de la palabra. También lo espiritual es muy necesario para mí; para poder pintar con honestidad. La vida ahora y cada vez más parece estar enfocada hacia otro camino; hacia lo material, lo inmediato, lo que se consume y se tira o se olvida. Por eso destacar lo espiritual; focalizarlo, es fundamental para poder hacer bien mi trabajo.
–¿Cuál es la obra de la que te sientes más orgulloso?
–El milagro de Empel; creo que es la historia de heroicidad que mejor nos representa, al hombre en general y al español en particular. Es que los españoles somos un pueblo especial y no se nos puede olvidar: Numancia, Sagunto, el 12-1 contra Malta… Pon a un español en el sitio adecuado, y lo imposible dejará de serlo, pues aquello que nadie puede prever es lo español. Somos lo mejor y lo peor del mundo; Fuenteovejuna y los Últimos de Filipinas. Los hechos se desarrollan pero hay un punto de inflexión; una especie de frontera invisible en la que el español se planta y dice: «De aquí no paso». Y entonces puede ocurrir cualquier cosa. Se convertirá en un héroe o morirá intentándolo. Ésa es la Historia que me interesa y como mejor lo puedo contar visualmente es en las escenas de tensión; pero la tensión final de la batalla; cuando ya no hay palabras.
–También estoy muy satisfecho con la versión de la batalla de Rocroi que pude plasmar en el gran lienzo Rocroi, el último Tercio, sobre todo desde el punto de vista pictórico, pues este cuadro rompió algunos esquemas en mi forma de trabajar. Yo siempre había pintado caballería; me resultaba sencillísimo pintar al caballo, pues conozco muy bien a este animal. De pequeño tenía un caballo con el mismo nombre que el de mi abuelo, que se llamaba Bocada. Fue un caballo de guerra, había luchado en la campaña de África; era un héroe. Mi familiaridad con la montura, el tacto, la musculatura, el sonido, la forma de moverse o de reposar de los caballos, además de mi vinculación sentimental con estos animales me ayudaron definitivamente a representarlos en mis cuadros con naturalidad. Pero en Rocroi, por primera vez en mi vida, compuse una obra sólo con infantería: Soldados; hombres a pie, sin la prestancia que da la cabalgadura; cuerpos entrenados para la batalla, rostros con una mirada característica; esa que todo soldado lleva impresa no solo en los ojos sino en la piel y en la memoria.
–Y este cuadro, en parte, se lo debo a Arturo. Quedamos para comer en el Al-Mounia y allí, mientras me contaba la historia del último Tercio, yo estaba visualizando la pintura; era como si pudiera meterme dentro. La fiel infantería, sin política detrás, tan solo hombres valientes. Por eso me gusta este cuadro. Y por eso cuando tengo oportunidad, me acerco todo lo que puedo a los soldados de ahora en las batallas de ahora, y me voy a Afganistán o a donde sea. Voy hasta allí para observarlos; estudio minuciosamente su comportamiento, sus rostros… .Entiendo muchas cosas cuando reflexiono y pinto, ya en el estudio, a estos soldados. La heroicidad del hombre y la importancia de la mujer para él. La mujer es fundamental, importantísima, definitiva. En mis cuadros aparecen contextualizadas, lógicamente, desempeñando el papel que el momento histórico les permitía, pero sé que es insuficiente. La importancia de la mujer para el héroe; lo que significa tener a una gran mujer detrás, ya sea su madre, o el gran amor de su vida…. Nunca lo podremos expresar, ni en la pintura ni en la literatura. Y en España, donde el matriarcado es tan antiguo y está tan arraigado, llevar a una matrona mediterránea en los genes es decisivo cuando estás en el campo de batallas….Los soldados, cuando van a morir, llaman a su madre, casi nunca a su padre.
El pintor se asoma al interior de su taza de café vacía como si en el poso se escondiesen, cifradas, todas las respuestas del mundo, y enciende el enésimo cigarrillo. Nos miramos en silencio, con complicidad. Casi se puede oír el retumbar lejano de los cañones acallados por el gemir confuso de animales y hombres; podemos sentir el olor a carne quemada, sangre y cuero. Nadie querría estar allí, pero nosotros, en un lugar así, nos sentimos como en casa. Añoramos las batallas que nunca vivimos y que podemos recordar con claridad porque llevamos la impronta en nuestra memoria genética.
La tarde de verano cae sobre Madrid apacible y luminosa y en el jardín del Ritz donde estamos sentados, suena una música dulce de piano. Nos despedimos con cordialidad y mientras el pintor de batallas se aleja, pienso que es una pena que no quiera volver a pintar retratos. Cualquier mujer daría lo que fuese por posar desnuda para él.
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