Unas pupilas verticales que se contraen y expanden ocupando la totalidad de sus acechantes ojos amarillos me miran fijamente, mientras derraman un líquido bermejo y espeso que huele a sangre y muerte. Las serpientes se arrastran coronando sus cabezas y yo petrificada me consumo en mi tristeza y en mis remordimientos. No es fácil vivir asediada por los aguijones recurrentes de estas: las Erinias vengadoras. No es fácil aceptar la culpabilidad y la responsabilidad de la muerte de quien te engendró. Pero, ¡ay desdichada!, aquella que pudo convivir durante años, libre de la persecución incesante de los látigos y antorchas que ellas portan, a la espera de su trágico e inesperado final. Ocho años mi madre esquivó su presencia, ocho años en los que yo, sin embargo, viví los peores males para una mujer libre de alta cuna, ocho años en los que se gestó la venganza y me alimentó el resentimiento
A nosotros, los hijos, nos enseñan desde niños a respetar y amar a nuestros padres y así debe ser, pues gracias a ellos llegamos a este mundo, pero es en nuestro devenir que ese amor incondicional puede convertirse en el odio más acérrimo.
Mi madre: aquel ser duro, pero lleno de ternura y amor para con sus hijos. Mi madre, aquella mujer altiva e independiente que nos mimaba y cuidaba por encima de lo que su condición le exigía. Mi madre, que nos arrebató de las manos de las expertas nodrizas para que nos alimentáramos de la dulce ambrosía que emergía de su pecho. Mi madre, que nos arrullaba cada noche con canciones de su pueblo. Mi madre, que se volvió dura roca cuando mi padre no tuvo más remedio que sacrificar el fruto de sus entrañas, mi madre que interpuso un tupido velo entre ella y nosotros. Mi madre, aquella mujer lejana y extraña.
Mi padre: el hombre que siempre estuvo por encima de las obligaciones para con su casa y con su pueblo. Mi padre, aquel hombre robusto y firme como una columna que soportara el mismo peso del mundo. Mi padre: aquel hombre que era capaz de sacarnos una sonrisa tras las caídas, mi padre que siempre procuró nuestro bien y que fuéramos dignos hijos de nuestra estirpe. Mi padre del que amé durante años tan solo su recuerdo, padre ausente al que adoraba en la distancia, padre del que admiraba su valor y arrojo, padre del que comprendí su posición en el bando aqueo. Padre al que perdoné la muerte de mi hermana. Padre arrebatado por la impiedad de unos adúlteros codiciosos e insensatos.
Inocente, sí, él era inocente, solo una víctima más del veleidoso capricho de los dioses; pero ella jamás comprendió, a ella es a la que culpo de todo… Sé que él lloró la muerte de su hija, así me lo relató su fiel aedo cuando durante los años de ausencia me cantaba sus gestas. Sé que a punto estuvo de cejar en su empresa, sé que poco faltó para que jamás Troya cayese y la esposa infiel volviese a estas costas ahora teñidas de sangre. Pero el destino de los hombres está ahí, hilado con fino polvo de estrellas y puede leerse desde el mismo momento de su concepción y este era el destino de mi padre, estoy segura: elevar el nombre de esta tierra por encima del tiempo que todo destruye.
Fui testigo oculto de aquel crimen, nadie lo sabe. He callado para salvarme a mí y a mis hermanos, he callado con la esperanza de poder vengar a mi padre, pero el silencio pesa, más de lo que los humanos podemos soportar. El silencio te come, te quema, horada tu alma y te deja hueca.
Pronto me di cuenta del peligro que suponía que mi hermano Orestes viviese en Palacio junto a los asesinos de su padre y tramé un plan. Ellos jamás supieron que yo fui la artífice de su desaparición, apenas era un niño de diez años. Los hombres siempre subestiman el poder y la sabiduría de las mujeres y más de una muchacha, a la que no se le presupone una gran inteligencia. He tenido que convivir con ellos, con la soledad y con la ausencia de mi hermano, también con la esperanza. Con la esperanza de que viviera sano y salvo junto al hombre con el que huyó y de que volviera envuelto en un huracán de venganza.
Crecí y Egisto también vio el peligro en mí, pues los rumores de su crimen salieron de Palacio para viajar de boca en boca por todos nuestros territorios. Ahora el pueblo los empezaba a ver como lo que realmente eran. Puedo decir que algo tuve que ver en ello, que mi voz penetró suave en las mentes de nuestros sirvientes y la pena por mi situación dentro de Palacio hizo el resto.
A punto estuve de morir, pero me salvó un leve resquicio de compasión materna. Egisto ordenó mi desaparición y mi ejecución a unos campesinos. Y así ocurrió: cuando la noche cubrió el mundo con su negro manto cuajado de estrellas, en mi estancia entraron unos hombres, me taparon la boca, mientras me convulsionaba para librarme de sus manos callosas y pestilentes. Cayeron sobre mí, me ataron pies y manos y cargaron mi leve y asustado cuerpo en una carreta. Mis esfínteres se relajaron azuzados por el miedo que me invadía, estaba cerca de contraer esponsales con el Hades.
Me llevaron a casa de un labriego, un hombre de estirpe noble, pero venido a menos, y ordenaron mi matrimonio con aquel. La humillación para una mujer de mi cuna.
—Mujer, agradece los desvelos de tu madre, que a espaldas de su marido te entrega a este hombre para que vivas, no para que mueras.
Me enterraron en vida, me entregaron a una vida que no conocía ni merecía, a sufrir las penalidades de los pobres. Pero no sabían que aquel labriego también era enemigo de los asesinos. Jamás me tocó, permanecí virgen y entre los dos cultivamos la esperanza de que algún día mi hermano regresara y vengara los ultrajes recibidos.
Y así sucedió, cuando ya nos habíamos resignados a envejecer sin que aquel crimen se pagara. Un mechón de pelo y unas libaciones en la tumba de mi padre delataron a aquellos extranjeros que habían llegado de lejanas tierras. Por fin juntos, la felicidad del reencuentro, el cariño fraterno y la común empresa.
Tramamos el plan: él se dirigió donde Egisto hacía sacrificios a las Ninfas y, haciéndose pasar por caminante tesalio lo mató junto a su altar. Yo atraje con un falso alumbramiento a mi madre y aquí, en la casa que aún no he abandonado, la matamos entre los dos. Él le hundió el cuchillo en su vientre putrefacto, yo le ayudé a empujarlo.
Por fin somos libres del yugo de mi madre, por fin vengamos un crimen inefable, pero ahora las Erinias nos persiguen. A mi hermano un oráculo y una orden lo trajeron hasta aquí, a mí el rencor macerado durante daños y años. El resultado el mismo: la muerte y ahora las Erinias a las que tendremos que aplacar. Pero aún así un rayo de esperanza nos guía, también la satisfacción de haber cumplido con un deber inexorable: haber vengado la memoria de nuestro padre. Aunque las Erinias nos persigan, sé que seremos capaces de aplacarlas y encontrar la felicidad que nos merecemos tras tanto sufrimiento.
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