El traqueteo del vagón enerva más que acuna a los apretujados en él. Otra parada. La somnolienta multitud que aguarda a subir es imposible que entre, pero finalmente cabe, a empujones y codazos, dando lugar a improperios vitriólicos, la palabra «hacinamiento» y el matiz, «como animales». La fetidez del sudor se intensifica, bocanadas de hálitos hediondos, ventosidades que no se cortan en retener. Llegados a término las puertas se abren, vomitando riadas de zombis que marchan con la mirada perdida. Una larga fila hacia la izquierda, otra a la derecha. El más abatido de los rostros se conduce a juicio, seguro. Culpable. Ya en el exterior, casi sacado en volandas por la muchedumbre, miro al cielo para respirar. El humo del cigarrillo asciende, lo sigo y leo…
Para Franz Novak —funcionario de la Gestapo que participó en deportación masiva en trenes— dicho nombre “no era más que una estación ferroviaria”. Casi de igual manera se pronuncia el médico Myklós Nyiszli —el asistente (malgré lui) del Dr. Mengele— quien desde Cracovia llegó al Lager en calidad de prisionero, enviado cual mercancía: “El letrero anuncia el nombre de la localidad ‘Auschwitz’. No nos dice nada. Nunca hemos escuchado hablar de este sitio”. Hoy representa un todo.
En invierno no salgo de Madrid. Pregunto a la mujer que besó a Virgilio si me permite un viaje literario en mi propia ciudad, a lo Bloom, tan solo cogiendo un metro hasta la Plaza de Castilla para ver la actual exposición sobre aquel lugar, pero con gafas de lector. Presento mis argumentos citando, de nuevo, las palabras del mentado preso húngaro: “Venir a Auschwitz, aunque sea mediante un acercamiento a la lectura, resulta no ser solamente un viaje histórico al interior de una de las páginas más oscuras de la historia de la humanidad (…). Significa también afrontar un inevitable viaje introspectivo al interior de cada uno de nosotros”, y ante tal envite obtengo luz verde.
Nunca he estado allí. Mis conocimientos sobre el campo de exterminio nazi, por ahora, se limitan a películas, documentales, artículos y, sobre todo, libros. Con este bagaje cruzo el umbral de la muestra bajo la oportuna fotografía del tristemente célebre acceso ferroviario al infierno y bajo las escaleras hacia la oscuridad, La noche, de Elie Wiesel. Sobre éstas pende, como una amenaza, el manido aforismo de G. Santayana: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. Es inútil, somos tercos. Continúo hasta el final directamente y vuelvo a ascender para ver la sala desde arriba. En mi improvisada atalaya los pilares de ladrillo del antiguo depósito me recuerdan a las chimeneas que aún hoy jalonan los siniestros predios de Birkenau.
Al fondo distingo la techumbre de madera del barracón original traído desde el sub-campo de Monowitz… Ciao, Primo Levi. ¿Qué relación guardaría con esta frágil estructura de madera el autor de la imprescindible trilogía que dedicó a Auschwitz? Camino derecho hasta su emplazamiento. Para mi asombro, nada me impide tocar: paredes delgadas ante el frío septentrional, carcoma. Vago en su interior como El hombre en busca de sentido de Viktor E. Frankl. He aquí una de las pruebas que subsistieron y recuerdan los monstruosos hechos sin exageración narrados por los supervivientes que temían no ser creídos (¿cómo no pensar también en Enric Marco, El impostor de Javier Cercas?). De pronto, un hombre conmina a su mujer, embarazada, a asomarse a una de las ventanas para ser retratada, a lo Dalí. Ella sonríe. Entonces me viene a la mente el sentido prólogo de Muñoz Molina a Si esto es un hombre donde supe que el autor italiano terminó sus días cayendo por el hueco de una escalera con todos los visos de un suicidio, y en relación a ello, también, afloran las palabras del sefardí Shlomo Venezia, miembro del Sonderkommando que, como Salmen Gradowski, trabajó forzado en el genocidio industrializado de los crematorios: “Nunca se sale del campo, todo te recuerda a aquello”.
Conforme yerro, los textos que me preceden van poblando el recorrido laberíntico de la exhibición, siendo fácil hilvanar un recorrido puramente literario saltando entre los 600 objetos originales que la constituyen. Al inicio, aislado en una vitrina de cristal, contemplo el zapato carmesí que recientemente ha cantado Manuel Vicent, destacada pars pro toto del acúmulo fotográfico sobre el que se recorta, e inevitablemente, por asociación de ideas, rememoro a la niña del gabán rojo —mártir— de La lista de Schindler. Ese delicado objeto, abocado a deshacerse por su naturaleza orgánica, también es Jacinto Antón dejando un soldadito de plomo en el interior del calzado que conforma el memorial de los asesinados a orillas del Danubio en Budapest. Más adelante, la mirada aviesa de Reinhard Heydrich —el ideólogo de la Solución Final a la cuestión judía— observa desde su marco un icónico «pijama» a rayas. Con él visto a Tadeusz Sobolewicz y le hago espetar: he sobrevivido para contarlo. Pero es una minoría.
Pegado al cristal observo el escritorio de madera del mismísimo Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz. ¿Cuántas veces soportaría la rúbrica del exterminio en masa como una mera gestión burocrática? En sus inolvidables memorias —escritas poco antes de que fuese ajusticiado en el mismo campo donde administró la muerte— no existe arrepentimiento alguno, sino más bien orgullo por su eficientemente germánica gestión del exterminio. He aquí su última frase: “Nunca comprenderán que yo también tenía corazón”. Casi al final, el instrumental quirúrgico y la mesa de operaciones traídos desde el complejo «médico» me llevan de nuevo a las palabras del Dr. Nyiszli, el autor que acicateó este artículo: “La sola mención del apellido Mengele hace milagros”.
A lo largo de todo el recorrido el silencio se puede cortar. Una verdadera atmósfera de recogimiento propicia la introspección, máxime cuando en un video oímos a la filósofa alemana Hannah Arendt reflexionar acerca de la «banalidad del mal» que desarrolló en su clarificador ensayo Eichmann en Jerusalén. Cuánta razón tenía su colega y compatriota Theodor Adorno al pararse a meditar acerca de la educación después de Auschwitz.
Cinco horas y media después concluyo, pensando que algún bien estará haciendo esta exposición cuando ha sido tan criticada por tirios y troyanos, incluso amenazada. Al salir por la tienda —convenidamente reconvertida para la ocasión en librería— los ojos de Hitler me miran desde la portada del Mein Kampf, el nuevo éxito editorial en Alemania, aunque hay muchos más y mejores textos para seguir estudiando. Cientos. Reconozco a viejos compañeros —A. Frank, J. Semprún, R. Evans, N. Wachsmann…—, otros los anoto para el futuro. En el catálogo de la muestra leo a Piotr Cywiński —director del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau— afirmar que “nada puede sustituir a una visita al auténtico emplazamiento del mayor crimen del siglo XX”. Como arqueólogo materialista que soy, en parte, estoy de acuerdo, aunque considero que, gracias a la literatura, no hace falta pisar los sitios para ir a ellos. De momento y siempre, tenemos los libros que los nazis quemaban. Afortunadamente.
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