Hay un Cronopio de Cortázar donde el narrador nos da instrucciones para dar cuerda al reloj: tome con dos dedos la llave, gire, átelo pronto a su muñeca, déjelo latir. Pienso siempre en el arte como una representación de este cuento: nos ayuda a moldear el tiempo, a transformar el pasado. Los genios tienen estas cosas: juegan con el segundero, y Aute lo hacía como sólo puede hacerlo un maestro. Todo en él, desde esos tejanos desgastados hasta los párpados siempre a punto de cerrar, desde sus pinturas más vanguardistas hasta sus últimos poemas; todo en él es pura nostalgia. Lo bueno de la melancolía es que te defiende de los recuerdos. Aute podía cantarle al primer amor o al último, podía glosar los encantos del onanismo, podía llorar por un fusilado en la guerra o aullar por los estragos de la droga en los ochenta; Luis Eduardo siempre estaba ahí para defendernos de una época que con él se marcha todavía un poco más.
Quizá tenga que ver con esa voz, dulce en su armonía extraña. Quizá tenga que ver con que la elegancia de sus letras dignifica, así, sin objeto directo. Escucho a Aute y pienso que siempre habrá alguna nostalgia en mí escrita por él que me salve del pasado, que me permita, como en el cuento de Cortázar, darle cuerda al reloj. Probablemente aquel viejo amor de juventud no volvió a llamar, quizá ella no se desnudó entonces ni se desnudará nunca, puede que Sam Peckinpah y Steve McQueen no lograran escapar. Qué importa, allí estaba él, con esa camisa abierta hasta el tercer botón y estrenada mil veces: las cicatrices no curan el mal, dijo, pero lo atemperan. En un mundo donde todo corre, donde nada permanece, sólo puedo agradecerle los dos o tres segundos de ternura que sus composiciones dejan flotando. Porque detienen ese pasado, fotogramas inolvidables: un diluvio de estrellas, los grises de Henri Decae, un niño que mira al mar.
Cuentan los que le conocían que solía responder a los halagos, en el mejor de los casos, agachando la cabeza, huidizo. Cuentan incluso que infravaloraba su trabajo, que no podía creer que sus canciones hubieran sostenido a tantos admiradores. Esta mezcla de humildad y falta de autoestima son propias de todo genio de las letras: Bécquer quiso quemar toda su obra en el lecho de muerte, Kafka le hizo firmar a Max Brod que la suya seguiría también el camino de la hoguera. Por suerte, el arte se halla muy por encima de las emociones puntuales de sus creadores, y las canciones de Aute seguirán ahí, nuestro amor por él también. Pese a sus aires impecables de fracaso (enésima autobiografía de), algo en él tendría que saber que honraba ese desastre, y a todos los que en él nos embarcábamos. Lo dijo Valle-Inclán: lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota. En el Cronopio, Cortázar dice que al fondo del reloj está la muerte. Se equivocaba: ahí al fondo queda la música.
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