Foto: Daniel Mordzinski
La editorial Ya lo dijo Casimiro Parker ha publicado Auténtico Aute, un libro que recoge una selección de sus poemas y de su obra pictórica. Un libro hermoso en el que he tenido la suerte de haber sido invitado a participar por sus dos artífices, Miguel Aute y Marcos Almendros, para antologar su poesía y escribir dos epílogos, uno sobre su obra poética y el otro sobre la plástica, que es el que va a continuación, y que he titulado, en palabras de Ripstein: Aute, el arte de hacer.
Aute comenzó pronto a pintar, tan pronto que con solo 14 años expuso por primera vez, absorbido por los ecos de Cézanne, del expresionismo y el fauvismo que él transformaba en autismo puro, aunque en su expresión última mantuviera una conexión cercana a lo figurativo. Su anclaje con la realidad se percibe en los autorretratos, en un principio a la manera del espejo que devuelve una imagen que le sirve para ensayar el método pictórico, el color, los volúmenes, y que años después reconvierte en alegoría, como el que realizó a bolígrafo, en 1979.
En Un perro llamado Dolor —nombre del perro de Frida Kahlo—, Luis Eduardo Aute vuelve a la tradición del arte con Goya, Duchamp, Picasso, Sorolla, Romero de Torres, Dalí y Velázquez. Y con el último, El niño y el basilisco, regresa a sus orígenes filipinos para sentarse en el pretil del malecón frente al Pacífico y reflexionar sobre la Historia con el niño que fue.
Cuando hablamos de Aute como un artista completo es porque lo encontramos inmerso en todo lo relacionado con una manera de mirar el mundo: el arte con todos sus tentáculos. “¿No es todo lo mismo?”, le gustaba decir, y efectivamente, el artista total que fue se expresó desde la palabra, desde la pintura, la escultura y el cine, con un único y verdadero envoltorio: la poesía, pero no solo como una forma excelsa del lenguaje, sino como el gran arte en que se impregna la sensibilidad artística que le sirve para indagar en el paisaje que más le interesaba: el ser humano.
“Su pintura”, escribió Félix Grande, “es una permanente tensión entre la carne y la desolación, entre la inocencia y el sufrimiento, entre el deseo y la muerte, entre el ritual de los genitales que levantan la arquitectura del placer y el ritual del infortunio compartido”. Imposible resumir mejor esa permanente tensión que produce su arte por el que sentimos una irresistible inclinación voyeurista.
Luis Eduardo Aute convocó la sensualidad de la forma más sutil posible escribiendo “el alma de tu cuerpo”, “la concupiscencia de tu alma”; del “universo de licor” pauléluardiano, o como en el Aleluya nº5: “Crucifícame, si no te tiembla el pulso, crucifícame; pero hazlo con / los clavos de tus ojos, con los golpes / de tu corazón. / Recógeme en tu / regazo cuando caiga, / te lo suplico; / junto a tu vientre consumado, mi bien amada, te encomendaré mi espíritu. / Aleluya”.
Los Angelinguas, esas creaciones personalísimas y cuasi mitológicas, son criaturas del aire, llegadas del cielo más terrenal y humano, y son también el origen del mundo; la multiplicación de los panes y los peces; la encarnadura más simbólica de eros y tánatos. Todo esto, más los dibujos para cine animado y los poemigas, son el Aute total en el que convergen todos los sentidos, incluidos el del humor y el amor. Son la culminación de la obra de un artista cuya juventud arranca con las lógicas exigencias estéticas, y se cierra con la complejidad de pensamiento y un compromiso que se amparan en la sencillez expositiva.
Así lo definió Arturo Ripstein: “Aute es de los hombres que, contra viento y marea, hace. Y el arte es hacer”.
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