Recién atravesaste las puertas de un lugar que creías conocer, sólo que hoy no parece supermercado. Los clientes han de entrar de uno en uno, sin acompañantes, de manera que adentro nadie se habla, ni se mira siquiera. No acabas de frotarte las palmas con el desinfectante que te dieron y ya te invade un sentimiento inhóspito que empieza por el tono de la luz.
En un día cualquiera, el súper resplandece. La comida se antoja, el ambiente es ligero, los productos refulgen desde sus anaqueles. Hoy, en cambio, la luz difícilmente pasa de mortecina. En lugar de la música y las ofertas del día, el sonido local reproduce instrucciones pertinentes en la voz de un señor que se esmera en sonar amable y afectuoso e inevitablemente se escucha siniestro, como en esas películas de ciencia-ficción donde los altavoces reproducen el mismo mensaje a toda hora. “Durante su recorrido por la tienda, mantenga una distancia de dos metros…”
Cada vez que te cruzas con otro espectro de boca cubierta, ambos se esquivan con el repelús que les merecería un asaltante. Tras un par de rodeos por los pasillos —lóbregos, solitarios, casi hostiles— das con las pocas cosas que buscabas y caes en cuenta de que no traes carrito. Pensándolo de nuevo, preferirías no tener que tocarlo. Amontonas tus compras entre los brazos y tomas el camino hacia la caja, con el apremio de un saqueador primerizo. Suena la grabación por ¿sexta, décima vez? “Encontrará unas marcas en el piso que le indicarán la distancia correcta entre personas…”
“¿Qué hago aquí?”, te reprendes, a mitad de camino entre el susto y la culpa. O por qué no, entre morbo y embeleso. La voz de la cajera llega como un alivio, por más que imaginarte en su lugar te llene de gusanos la conciencia. ¿Qué sedimento infecto quedará en el ánimo de quien hora tras hora no ve sino miradas aterradas? Reina, además, un impertérrito aire de sanatorio. Si en otras circunstancias habrías intentado relajar el ambiente con algún chiste malo, ahora la pura idea de gastar más saliva de la indispensable parecería grosera, peligrosa y estúpida. Mientras tanto, el sonido local te invita a preguntarte si los androides sueñan con ovejas eléctricas. “Sugerimos que cuando necesite realizar sus compras lo haga sin compañía…”
Son cerca de las siete de la tarde. Saltas de la película de Ridley Scott a una de Werner Herzog. Perturba y duele el aire de la ciudad ausente, tanto como su estampa fascina y encandila. Es la escenografía del horror y el esplendor oscuro que acostumbra envolverle. La seducción del vértigo, el guiño del abismo, la belleza magnética del espanto. Eso que nos aflige y nos conforta, como la música de la melancolía.
De regreso a la casa suena Birds for the Mind, de Wim Mertens, y es como si de golpe el horizonte cobrara algún sentido. El súper penumbroso, las calles desoladas, los parques precintados, la realidad que nadie quisiera ver así: descascarada. ¿Para qué iba a llevar la gente un diario, sino para evitarse la sospecha de que todo es absurdo, finito, insuficiente, o de menos probarse que no lo soñó? Basta ya de fantasmas. Volvamos al encierro. Que siga la función.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: