El 1 de septiembre de 2016 comencé a ver doble. Había salido a montar en bicicleta a primera hora de la mañana y, mientras dejaba atrás la última rotonda de la ciudad, el sol asomaba por el horizonte. Me sentía extrañamente bien, ligero y ágil, en forma, pero al regresar a casa, tres horas después, comencé a ver duplicadas las imágenes, una encima de otra, con una leve divergencia. Sin una caída ni un golpe previo, sin dolor de cabeza, sin mareos ni vértigos, sin ninguna molestia. Inquieto, por la tarde fui a urgencias.
En la consulta comencé a preocuparme cuando el médico pronunció por primera vez la palabra «diplopía» y vi su expresión y las pruebas que me ordenó hacer: TAC, resonancia magnética, tomografía, cuyos resultados esperé con temor durante quince días. No encontraron nada grave y, por fortuna, todo se debía a una lesión de la musculatura ocular, cuya etiología podía ser un virus, una bacteria o simplemente el estrés y la angustia. Seis meses más tarde la diplopía desapareció como había llegado y dejé de ver el mundo duplicado. De nuevo podía bajar unas escaleras.
Por entonces llevaba un año escribiendo Piedras negras, una novela nacida de la protagonista femenina de Si mañana muero, con la que yo había querido, como todos los novelistas, narrar por una vez una historia que apenas cupiera en mil páginas. No lo había conseguido, pero ahora Piedras negras retomaba la herencia de su mejor personaje, Marta Medina, una chica que había tenido un hijo durante la guerra y lo había perdido en circunstancias trágicas.
El poeta alemán Gottfried Benn se preguntaba qué harían las novelas policiacas sin el testamento. Y sesenta años después, empujada por el legado, la nieta de Marta Medina decide buscar al hijo perdido. Cuando contrata al detective Ricardo Cupido, me di cuenta de que una investigación sobre alguien desaparecido es muy parecida a una investigación criminal.
No resulta difícil escribir una historia sobre niños robados. De hecho, no era difícil robarlos. Hasta el año 2011, cuando un recién nacido moría en su primer día de vida, ni siquiera se le consideraba persona jurídica, con lo que se abría un enorme resquicio para el robo. Para que el bebé adquiriera esa condición, debía vivir al menos veinticuatro horas. Si no era así, su pequeño cuerpo se enterraba sin ninguna ceremonia en un rincón del cementerio. Para desolación de los padres, ni siquiera podía ser inscrito en el Registro Civil: era como si nunca hubiera sido, una sombra sin rostro ni nombre que oficialmente no llegó a entrar en el mundo. El artículo 30 del Código Civil establecía que “solo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno”. Esta ley no cambió ¡hasta el año 2011!
Con la diplopía detuve la escritura de Piedras negras, al mismo tiempo que me atropellaba una palabra, ordalía, cuyo descubrimiento me impulsó a escribir a borbotones mi ensayo La hoguera de los inocentes. Para poder trabajar tenía que taparme con un parche cada día un ojo distinto. Ahora casi no sé cómo lo hice.
Pero nunca había olvidado Piedras negras, cuyo muro había quedado construido a media altura. Veía a los personajes esperándome en la puerta, impacientes por mi regreso, y la misma luz blanca cayendo sobre ellos. Ahora que ha quedado atrás la visión doble, ya puedo bromear y decir que tenía un ojo puesto en el ensayo y otro en la novela. Y la espera me había dado más tiempo para madurar el relato, para tensar la intriga y aumentar el suspense, para eludir la trivialización de la violencia, para convivir emocionalmente con los personajes, para escuchar con nitidez el timbre de sus voces y para desarrollar el giro surgido cuando un amigo me habló de una mujer que había entregado a su hijo en adopción. Muchos años después, un familiar busca al niño y lo encuentra, pero este no quiere saber nada de su adopción y se niega a conocer a sus padres biológicos. Aparentemente, podría tratarse de miedo, de cobardía, de comodidad, pero tal vez hubiera alguna otra razón para su negativa.
Esa reacción me pareció extraña, porque estamos acostumbrados a lo contrario. ¡Hemos leído y visto en el cine tantas historias en las que un adoptado busca con afán a sus padres biológicos para preguntarles quién es en realidad, qué ocurrió, por qué lo entregaron a otras personas, por qué no lo quisieron! ¿Cómo renunciar a saber quién eres? Desde Aristóteles sabemos que, por naturaleza, el ser humano está marcado por el ansia de conocimiento. Por ese afán emprende Edipo su camino a Tebas. Me acordé también de don Quijote afirmando orgulloso: “Yo sé quién soy”.
Sin ese giro, Piedras negras solo habría sido una historia más sobre un niño robado. Pero creo que la novela crece cuando ocurre un asesinato, porque el dolor de los padres ante un hijo perdido no lo pueden comprender los hijos hasta que ellos pierden al suyo.
A partir de ese momento, la novela ya no se detuvo, aunque en ocasiones, después de muchas horas escribiendo, asomaba la diplopía y temblaban las palabras en el papel y veía dobles las líneas, como si algún músculo se quedara contraído por el esfuerzo. Me detenía entonces, me ponía unas gotas de colirio y seguía escribiendo, sin un plan definido, avanzando a ciegas con los ojos abiertos, como siempre, pues la escritura para mí es iluminación y descubrimiento y sorpresa ante los secretos que uno encuentra dentro de sí mismo.
Ya solo quedaba huir tanto de una prosa asmática que asfixiara las ideas como de esa artillería lingüística que va disparando verbos a discreción, configurando ese estilo duro y leñoso con que a menudo la novela negra llena de acúfenos los oídos del lector.
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Autor: Eugenio Fuentes. Título: Piedras negras. Editorial: Tusquets. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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