Los recuerdos me sugieren que disfruté de mis primeras lecturas en soledad en la habitación de mis padres. Por aquel entonces vivíamos en un quinto piso sin ascensor en Portugalete y yo era un niño enclenque atacado por las anginas. Cuando el termómetro de mercurio delataba mi fiebre me colaba en la cama matrimonial acompañado de mis tebeos. Al principio, mis favoritos eran Zipi y Zape, quizás porque admiraba sus travesuras, ya que yo no me atrevía a romper un plato. En ese tiempo yo ignoraba quiénes eran Ibáñez o Escobar, pero me conocía todos sus personajes. Sin embargo, el momento más agradable del día lo constituía la llegada tardía de mi padre, que enseguida me daba El Correo que traía bajo el brazo para que yo me fuera a la contraportada a leer las viñetas de Don Celes antes de acostarme.
Pero pronto me enamoré de una chica rubia, inteligente y muy bella. Se llamaba… se llama Sigrid; porque aún vive en los cómics. Y ahora que lo pienso, nunca sentí celos del capitán Trueno. Tal vez fuese debido a que yo no era el pequeño Félix sino un participante más de las aventuras que leía.
He de agradecer a mis padres que no dejaran de suministrrarme lecturas al darse cuenta de que los tebeos cada vez me duraban menos. Como casi todos los niños nacidos en los sesenta, llegué a los clásicos de la mano de la editorial Bruguera y de sus Joyas Literarias Juveniles. Fue entonces cuando me crucé Rusia con Miguel Strogoff, me embarqué en La Hispaniola en busca de la isla del tesoro, fui pirata en Malasia o di la vuelta al mundo en ochenta días.
Poco a poco, me fueron sonando escritores como Karl May, Robert Louis Stevenson, Emilio Salgari, Mark Twain, Daniel Defoe, Charles (entonces Carlos) Dickens… y, sobre todo, Julio Verne. Así que cuando tuve edad de ir solo a la biblioteca de Villalpando, en aquellos largos veranos terracampiños de mi preadolescencia, no dudé en buscar sus nombres en la colección de Bruguera que alternaba texto con ilustraciones. Y todo por no dejar de vivir las aventuras que ellos me relataban y que yo leía después de que mi abuela me diera mi taza de nata formada por la leche hervida recién ordeñada.
Supongo que cada lector tiene sus propias expectativas al abrir la primera página de un libro. Yo busco abstraerme de la realidad; imbuirme en una historia que me transporte a otros tiempos, a otros lugares; acompañar a los personajes en sus visicitudes… En definitiva, vivir una aventura, porque ―al fin y al cabo― sigo teniendo el mismo espíritu lector que aquel niño de la margen izquierda del Nervión, un capitán de quince años.
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