Juan Gil, miembro de la RAE, nos sorprende de nuevo en la Biblioteca Castro, como lo hizo en su edición a propósito de los Naufragios y Comentarios (Relación de su aventura por la Florida y el Río de la Plata) de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, con un magnífico trabajo de investigación, interpretación y aclaración de textos. Aparte de su condición de extraordinario latinista, Juan Gil ha dedicado muchos estudios a temas relacionados con la aventura española de ultramar, desde la historia de Cristóbal Colón a los descubrimientos por el Pacífico o El Dorado, demostrando no solo su enorme sabiduría en el asunto, sino una notable amenidad para exponer su relato.
En este caso, el editor —me refiero a Juan Gil—, de las 558 páginas del libro, dedica 145, cargadas de innumerables referencias, a exponernos el panorama histórico, político, sociológico y hasta psicológico del asunto que trata, y no deja de sorprenderme que tampoco en este caso, como sucedía con la edición de los Naufragios, figure su nombre en la portada, cuando es evidente que no se trata de un conjunto de pequeños comentarios a los textos recogidos, sino de una recuperación de documentos caracterizada precisamente por el análisis riguroso y la meticulosa descripción.
Ya al entrar en el libro descubrimos que su verdadero título es De Legazpi a Urdaneta: La hazaña del tornaviaje y que está dividido en cuatro partes: las tres primeras corresponden al editor —I, El largo camino a la India; II, Los tornaviajes frustrados; III, El tornaviaje, coronado por el éxito—. Estas tres partes sirven de introducción a la cuarta y última, titulada De Acapulco a Manila: Viajes y tornaviajes en el siglo XVI, que es una selección de doce conjuntos documentales en los que podemos comprobar la veracidad, con muestras materiales, de las especulaciones de las tres primeras partes.
Debo recordar que el origen de toda esta documentación estuvo en la división del planeta en dos partes iguales, una adscrita a Portugal y la otra a España, que supuso, entre otras normas, el tratado de Tordesillas firmado en 1494 entre los representantes de las respectivas monarquías, tras la bula Inter Caetera II. Hasta los errabundos cálculos de la época le daban a España una amplia capacidad de intervención en el Pacífico, pero el problema resultaba de que, a la facilidad de llegar a los espacios occidentales desde la Nueva España, se oponía la dificultad, ocasionada por corrientes y adversidades climáticas recurrentes, de regresar desde allí al punto de partida. Y entrar en el territorio portugués era radicalmente ilegal. Por eso era tan necesario encontrar la “ruta de retorno” o tornaviaje. Si no lo encontraban, los esfuerzos españoles por descubrir lugares y conseguir beneficios, como los resultantes del comercio de la especia llamada clavo, se verían totalmente frustrados en toda aquella zona.
Para explicarnos las circunstancias más importantes del asunto, Juan Gil —El largo camino a la India— se remonta a los tiempos en que se intentaba hallar un estrecho en la actual Centroamérica capaz de comunicar la zona descubierta por Colón con ese Mar del Sur, que acabaría encontrando Vasco Núñez de Balboa. Así, conoceremos las andanzas de Solís y Pinzón por el litoral de la América Central, sin encontrar acceso al mar —entonces no podían suponer que se trataba de un océano diferente— cómo Vicentiáñez Pinzón, buscando más abajo, descubre la desembocadura del Marañón o Río de las Amazonas.
Mientras, están sin resolver enigmas fundamentales: ¿por dónde pasa, 180 grados más allá, el “antimeridiano”, esa especie de antípoda geográfica que debe señalar el límite de los respectivos derechos españoles y portugueses?. Y cuando Vasco Núñez de Balboa descubre la Mar del Sur, ¿resulta que el Nuevo Mundo es un continente hasta entonces desconocido?
Algunas expediciones fallidas van ampliando la controversia. Aquellos espacios —que en el siglo XIX quedarían establecidos como el enorme archipiélago que va de las Célebes a Nueva Guinea— ¿a quién pertenecían? Las inexactitudes cosmográficas han ido moviéndose, por la parte española, entre Fernando el Católico y Carlos I, que ordena a Magallanes, convertido formalmente en súbdito suyo, buscar las “islas de las especias”. Y de ese encargo, totalmente español, resulta el descubrimiento del acceso al otro océano —a través del “estrecho de Magallanes”— y la inopinada primera vuelta a mundo que, muerto Magallanes y tras numerosas peripecias, completa Elcano.
Todo el texto introductorio de Juan Gil va resultando fascinante: el debate en Elvas, en el que no hay acuerdo entre españoles y portugueses, para saber a quién pertenecen tales “islas de las especias”; la búsqueda del “paso del Noroeste”; las flotas perdidas; lo que para España resultó de cierto acuerdo entre ambas monarquías firmado en Zaragoza y que acordaba un “antimeridiano”, a cambio de una suculenta suma, de la soberanía de Portugal, aunque a los españoles que permanecían en el espacio llamado Maluco aquello les resultó muy problemático.
Cuando ha quedado claro que los españoles no tienen más remedio que encontrar la forma de regresar desde el espacio de las Maluco en el que todavía pueden moverse, hasta la Nueva España, Juan Gil nos ofrece la segunda parte de su jugoso prólogo —Los tornaviajes frustrados—. Empieza señalando algo a lo que aludí al comienzo de esta reseña: que las aguas del hemisferio norte se mueven en una corriente circular —la Kuroshio o “Corriente negra”— que impide que, así como la navegación entre Acapulco y Manila sea sencilla y directa, la inversa no se pueda hacer en línea recta; por otro lado, como señala el editor, la navegación a vela “está sometida, además, a la tiranía de los monzones”, que entre octubre y abril impedían la navegación directa entre Filipinas y México, y aunque hubo intentos que estuvieron a punto de lograrlo, los fracasos se sucedieron “a través de navegaciones conocidas por resúmenes no siempre claros”, y Juan Gil recoge en su prólogo cinco, cediendo la palabra a los protagonistas.
El primer intento fue el del capitán Gonzalo Gómez de Espinosa, que cuenta en una carta al rey Carlos I que aunque encontró catorce islas llenas de gente desnuda, por no saber la lengua no conoció lo que había en ellas, y en la continuación de su viaje hacia la Nueva España los vendavales y el hambre acabaron forzándolo a regresar. El segundo y tercer intento los narra Juan Gil desde la Relación de Vicente de Nápoles. El capitán de la expedición era Álvaro de Saavedra y llevaba setenta quintales de clavo. Se embarcaron “hasta treinta hombres”, llegaron a una “isla del Oro” —las Papúas— y ciertos portugueses de la tripulación se escaparon de vuelta, llevándose la barca auxiliar del navío. Encontraron nuevas islas con naturales agresivos, y al fin debieron regresar. Un nuevo intento, cargado de situaciones dramáticas, los hizo conseguir llegar, con vientos contrarios, a las islas de los Ladrones —hoy Marianas—. Al fin “el navío se perdió de broma” —las bromas o teredos son unos moluscos que atacan eficazmente la madera— y también tuvieron que dar la vuelta. El cuarto intento lo cuenta Fray Jerónimo de Santisteban en una carta al virrey de la Nueva España, y hace la relación del viaje García de Escalante Alvarado, y los mismos relatores narran el quinto intento, en el que abundan los ataques de indígenas, el descubrimiento de nuevas islas ecuatoriales —a las que bautizan como La Sevillana y La Gallega—, la llegada a otra isla a la que llaman Nueva Guinea, el encuentro con otros naturales pacíficos en las islas de Mo y Cerin y más tarde con otros agresivos en las islas de la Magdalena, hasta el punto de que cunde el descontento entre la marinería, que incluso pide la dimisión del capitán, obligando al regreso.
La tercera parte del prólogo de Juan Gil se titula El tornaviaje, coronado por el éxito. Tras tantos fracasos, urge “encontrar cuanto antes la ruta de retorno” pues “de no ser así, todo asentamiento en las islas de Poniente quedaría condenado al más absoluto fracaso”. El rey Felipe II y don Luis de Velasco, segundo virrey de la Nueva España, comenzaron a preparar una nueva expedición, en la que debería participar un antiguo aventurero y experimentado marino, con el tiempo convertido en agustino, fray Andrés de Urdaneta, “retirado a vivir en la paz de su convento en México”. El propio rey le ordena incorporarse a la expedición, orden que parece que no le gustó mucho al interesado cuando recibió la cédula regia, aunque la acogió con sumisión —todo ello está cuidadosamente documentado por el prologuista—. Hay dudas sobre si las Filipinas caían en la demarcación portuguesa o en la española. Urdaneta pensaba que era en la portuguesa, pero aceptó participar en la expedición para ayudar y rescatar a los españoles de diversas expediciones que permanecían en el cautiverio de los nativos infieles, y así “aprovechar mucho con la lengua que sabrán y noticias que tendrán”, y, por supuesto, intentar acertar con la ruta del tornaviaje.
Juan Gil narra a continuación el informe de Urdaneta sobre la navegación a las Filipinas: su propuesta de constituir Acapulco como punto de salida; necesidad de pertrechos de todo tipo; de profesionales diversos a quienes se les debería pagar un salario justo; madera para la construcción de navíos y ganado para la carne; también apuntó los diversos momentos posibles para hacerse a la mar y las diferentes rutas a seguir; por lo que toca al tornaviaje, “Urdaneta se muestra un tanto vago en sus indicaciones”, aunque parece que conocía bien los monzones. Pero concluye su memorial proponiendo que la armada se haga a la mar cuanto antes, y propone como capitán a Miguel López de Legazpi, vasco como él.
Conoceremos luego las instrucciones del virrey a Legazpi, siguiendo los criterios de Urdaneta, en quien confía que encuentre la ruta del tornaviaje… La muerte del virrey trastornará el proceso, y tras discusiones políticas y cosmográficas, comienza el viaje. Juan Gil nos narrará los pormenores del contacto con las islas y por fin la vuelta de la nave capitana a Acapulco. Hace ver que, aunque Urdaneta es muy elogiado en la última carta de Legazpi al rey, nada se dice de él en relación con la misión que debía cumplir: “el descubrimiento de la ruta de vuelta a la Nueva España”. “¿No es significativo este silencio en un momento crucial?”
“El caso es que el 1º de junio de 1565 partió de Cebú la nao San Pedro, bien abastecida de comida para 8 o 9 meses”, nos cuenta el prologuista y antólogo, y añade que es una pena que “no quede huella directa de la actividad de Urdaneta durante aquel memorable viaje”. En las consultas oficiales sobre el trayecto —el capitán era ahora Felipe de Salcedo, nieto de Legazpi— parece que no fue consultado, y acaso hubo discrepancias entre Salcedo y Urdaneta… Juan Gil recuerda al onubense Esteban Rodríguez, piloto, y opina que ha sido olvidado con “injusticia manifiesta”.
Dos apartados, Los descubridores del tornaviaje, y Los cronistas de la Orden agustiniana, propaladores de la fama de Urdaneta, incrementan el interés de la trama, que se remata con otros dos apartados, La contraprueba y La última sorpresa. Pero no creo lícito resumir ahora esos contenidos, que sin duda serán tan interesantes para quien lea el libro como lo han sido para mí, que siempre tuve por comprobado e indiscutible el papel de Urdaneta en esta apasionante aventura.
La cuarta parte del prólogo, El galeón de Manila, nos cuenta cómo, descubierta y normalizada la ruta de retorno —el tornaviaje—, se institucionaliza el galeón de Manila, “presa codiciadísima por los piratas ingleses y holandeses” —se recuerda a algunos de aquellos malhechores— y cómo la ruta Manila-Acapulco “fue la única que perduró a través del Pacífico hispano”, matizando a continuación curiosas incidencias. Luego, Juan Gil nos indica meticulosamente los criterios de edición, nos señala las particularidades de los documentos que acompañan a su texto —vocalismos, consonantismo simple, grupos consonánticos, morfología, vocabulario, relación de los documentos y su procedencia— y la bibliografía.
Y llega ya lo que, para los editores materiales del libro parece ser lo único destacable: la selección de documentos titulada De Acapulco a Manila: Viajes y tornaviajes en el siglo XVI, donde se agrupan testimonios que comprenden a fray Andrés de Urdaneta; el capitán Juan Pablo de Carrión; documentos sobre Miguel López de Legazpi; relación de don Alonso de Arellano; textos del piloto Rodrigo de Espinosa; relación del soldado Juan Martínez; una relación oficial de lo sucedido en el real y campo de Cebú “después de que el gobernador despachó la nao capitana a la Nueva España” y otra de lo sucedido en el viaje que se hizo a Luzón.
En resumen, un magnífico testimonio de una de las aventuras mayores de la humanidad. Como en el caso de los Naufragios de Álvar Núñez, si estas aventuras no fuesen españolas, se mantendrían en la memoria mundial.
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Autor: Juan Gil, en lo que se refiere a la investigación, interpretación y aclaración de textos. Título: Legazpi, el tornaviaje: Navegantes olvidados por el Pacífico norte. Editorial: Biblioteca Castro. Fundación José Antonio de Castro. Venta: Amazon
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