Hace veintitantos años, a finales del siglo XX, la editorial Espasa-Calpe ponía en circulación un libro que analizaba el sentimiento nacionalista vasco; tras recorrer su breve historia, el autor, el lingüista bilbaíno Jon Juaristi, exponía los ritos, mitos y ceremonias que dan cuerpo a ese viaje de corto alcance alrededor del propio ombligo y terminaba desarrollando la teoría que da título al libro, El bucle melancólico.
Lo único malo es que los sentimientos no son argumentos, lo que no impide que se expongan sin pudor, se esgriman airadamente y hasta se lancen con contundencia a la cabeza del que se ponga por delante: vivimos en un mundo, por incomprensible que parezca, en el que la propiedad de un buen sentimiento exime de responsabilidades.
El resultado es el atorrante corpus en el que chapoteamos llorosos y que se sustancia en una pornográfica y desvergonzada exhibición de (buenos) sentimientos “heridos” (en época imprecisa) por malévolos culpables, explotadores, traidores, hetero-patriarcales, hetero-comunistas, fachas, rojos, negros, menas, maquetos, intelectuales, taurinos, señoros, señoras, funcionarios, pollaviejas, chocho-locos, gitanos, escritoras, sudacas, payos, ñordos, perro-flautos, sociatas, moros, catalufas, fotógrafos, políticas, bomberas, feminazis, machistas, yanquis, antis, extremeños y gordos en general, siempre repugnantes todos, así como asquerosos y hasta vomitivos.
El sentimentalismo es un viaje a bordo de la auto-indulgencia, una ensoñación que proporciona una satisfacción infantil y onanista, un capricho alimentado de “ofensas” recicladas. El sentimentalismo hurta el dato, suprime la concreción y los sustituye por una creativa acumulación de (des)calificativos que adjudica, desproporcionada y generosamente, a un único responsable: al “malo de la película”, a “Ése”, al Gran Cabrón, a la bruja de Blancanieves, al apache, al alien: cada sentimentalismo, que con pedantería insufrible llaman ahora “sentimentalidad”, tiene uno.
Y es que el sentimentalismo no pretende solucionar nada sino, al contrario, alargarlo. Se trata de recrearse eternamente en el subjetivo lodazal de un “daño” supuestamente recibido.
Cabe recordar, ante tanto recreo masoquista, que la impostura, el autoengaño y la inmersión en un interminable y autocompasivo bucle melancólico condujeron hace ochenta y tantos años, en el siglo XX, con el auxilio de los entonces nacientes medios de comunicación, al nacionalsocialismo, el crimen genocida y, finalmente, la guerra.
Y menuda guerra.
En román paladino: habría que leer a Jon Juaristi porque se va a acabar rompiendo el juguete y nos vamos a ir al guano. Que si tenemos que ir, vamos, qué se le va a hacer. Pero, por favor, por un motivo serio, no por una soplapuertez.
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Jon Juaristi. El bucle melancólico. Espasa Calpe.
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