«¡Ay, voz secreta del amor oscuro!
¡Ay, balido sin lanas! ¡Ay, herida!
¡Ay, aguja de hiel, camelia hundida!
¡Ay, corriente sin mar, ciudad sin muro!»
Aunque «el amor oscuro» —con su «voz secreta»— aparece explícitamente mencionado en este soneto, no fue Federico García Lorca, sino Vicente Aleixandre, quien en 1937 bautizó estos once sonetos como los Sonetos del amor oscuro, tal y como nos recuerda Luis Alberto de Cuenca en esta nueva edición para Reino de Cordelia.
Escritos entre 1935 y 1936, parece que hay acuerdo en que el destinatario de estos sonetos era Rafael Rodríguez Rapún, quien —según Ian Gibson— fue uno de los amores más profundos de Lorca. Pero más allá del referente concreto de ese tú real, la universalidad de estos sonetos radica tanto en su perfección técnica —en la que Lorca demuestra, una vez más, su don para convertir en vanguardia la métrica más tradicional— como la vehemencia de su expresión poética, con la que consigue transitar por esos estados emocionales que, en su oscuridad, también nos provocan el amor y el deseo.
La espera por la palabra que no llega, la celebración de la voz al otro lado del teléfono, la angustia de la ausencia o el momento en que el sexo parece darle sentido a un tiempo que, al final y por mucho que nos afanemos por aprisionarlo, siempre se vuelve instante efímero. Y todo ello desde la mirada de un yo poético que vive su realidad en medio del imposible, con las ansias de una libertad inalcanzable y que Lorca, sin embargo, sí conquista a través de su verso, doblegando los límites que le niegan su ser y apropiándose de ellos en poemas donde suenan ecos de la rebelión de Whitman o de la búsqueda del deseo de otros de sus contemporáneos, como Cernuda o el propio Aleixandre.
«Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,
tigre y paloma, sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas».
Las metáforas se suceden tan salvajes como las escenas eróticas, en un remolino de ideas y emociones que nos hablan de la urgencia, de la necesidad, de ese vacío que cada soneto intenta llenar con el recuerdo de un encuentro pasado o con el deseo de un reencuentro futuro. Y por si esa intensidad hecha endecasílabos no fuera suficiente, cada una de esas escenas en las que la sensualidad se entrelaza con la angustia y la melancolía va acompañada en esta edición de una lámina diferente en la que Javier de Juan traduce en imágenes, tan vibrantes y rotundas como la palabra de Lorca, esos sonetos, acompañándolos de manera que no se trate de una simple transcripción pictórica de su sentido, sino más bien de una continuación. Una historia posible que sucede a la vez que leemos el poema, entre cuerpos enmadejados en esa sucesión de promesas a la que alude el propio Lorca en el soneto que cierra esta edición:
«Que no se acabe nunca la madeja
del te quiero me quieres, siempre ardida
con decrépito sol y luna vieja».
Si logramos salir indemnes de la lectura de los Sonetos —cosa más que improbable, porque es difícil que no encontremos en esas madejas ajenas ecos de las propias—, nos encontraremos con la segunda parte de este libro en el que, en este caso, se nos ofrece la colección de casidas y gacelas que componen el Diván del Tamarit. Tanto el nombre como las formas estróficas escogidas remiten a la poesía arábiga preislámica y es más que probable que su inspiración naciera de la antología Poemas arabigoandaluces de Emilio García Gómez. Compuesto entre 1931 y 1934, el Diván también se publicó de forma póstuma, dentro de las Obras completas de Lorca en Losada, editadas por Guillermo de la Torre.
En estos poemas encontramos abundantes rasgos comunes con los Sonetos que los preceden en esta edición, aunque ahora la naturaleza que antes se nos presentaba desde una mirada abiertamente metafórica se reivindique mucho más física y protagonista, sin renunciar por ello al contenido simbólico y polisémico que alcanza en cada uno de estos versos donde el ritmo juega a un exotismo que Lorca, una vez más, acaba haciendo suyo.
El amor sigue siendo oscuro y tan ansiado como, en ocasiones, doloroso («Pero yo iré / aunque un sol de alacranes me coma la sien»), pero junto al deseo también hay espacio para otros temas que aúnan el intismo y lo filosófico, como la reflexión sobre la identidad, la búsqueda o la nostalgia, en un viaje lírico donde el yo poético vaga por ese jardín que es el diván (el nombre del Tamarit era el del huerto de un tío de Lorca) y alude también a un nosotros con preguntas para las que no tenemos más respuesta que la de la certeza de su poesía:
«No hay nadie que al dar un beso,
no sienta la sonrisa de la gente sin rostro (…)»
En ese diván, territorio mágico donde casidas y gacelas dan vida a una realidad tan autónoma y exuberante como la que dibuja Javier de Juan en estas mismas páginas, caben desnudos de mujer que se vuelven representación alegórica de la belleza, rosas que –como cualquiera de nosotros– no acaban de saber lo que buscan —«buscaba otra cosa»— o sueños al aire libre en el que el cielo «es un elefante» que tratamos descifrar sin éxito.
«Yo no quiero más que una mano,
Una mano herida, si es posible.
Yo no quiero más que una mano,
aunque pase mil noches sin lecho».
Resulta imposible no tratar de tender esa mano herida —cómo no iba a estarlo después de haber vivido— hacia el poeta, en cuyos versos se intuye tanto la renuncia como la lucha y el placer que los inspira. La vida en su apogeo, con sus contradicciones, pero desde la beligerancia de quien sabe que la literatura es un camino para construir una sociedad que no era la suya y que, sin embargo, debía serlo. Aunque solo en voces como la de Lorca se obra el milagro de que lo íntimo se vuelva político y lo erótico, revolucionario y social. Porque en su voz hay un grito por un amor desbordante que debería ser luz y no la sombra que «me enturbia la garganta».
Por suerte esa sombra no logró enmudecerlo mientras estuvo vivo y, a pesar de su vil asesinato, ese que sigue resonando indigno y cruel cada vez que nos acercamos a su obra, ediciones como esta de Reino de Cordelia nos devuelven a Lorca con toda su fuerza, con su palabra vigorosa y sorprendente, con ese «aire de estrellas y temblor de plata» que suena en el primero de los sonetos de esta edición. Un libro al que, confieso, he acabado abrazado nada más concluir su lectura. Y no solo porque esta nueva edición es una de esas joyas que desatan el amor de cualquier bibliófilo, sino porque volver a estos poemas es regresar a los instantes en que, «en duelo de mordiscos y azucenas», también hemos sido ese deseo —y ese verso— que se desborda.
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Autor: Federico García Lorca. Ilustrador: Javier de Juan. Edición: Luis Alberto de Cuenca. Título: Sonetos del amor oscuro – Diván del Tamarit. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Gracias Zenda por acercarme este maravilla lorquiana, con bellas ilustraciones y excelente comentario