El retrato del Hollywood mudo de los años 20 y la dolorosa transición al sonoro sirve a Damien Chazelle para imprimir en imágenes el mayor de los poderes del cine, el de ofrecer una suerte de vida eterna a sus protagonistas. Margot Robbie y Brad Pitt son dos estrellas cuya vida parece necesitar la ilusión que provee la industria montada en torno al celuloide (no tanto la que generan sus propias películas). El cine es el camello que les proporciona esa droga.
Pero Chazelle es capaz de articular algunas cosas más en Babylon, película que en sí misma también es un testimonio de la probada capacidad del cine para erigirse sobre sus cenizas periódicamente, cada vez que un terremoto cíclico derrumba sus estructuras, e innovar. En tiempos de mediocridad visual, de imágenes digitales cada vez más desangeladas, el director recupera el esplendor visual del séptimo arte y con ello la vigencia del medio, lo que ya en sí mismo es decir algo importante. La larguísima secuencia de la fiesta inicial, o el posterior rodaje del western con Brad Pitt, son un prodigio de acción, color y movimiento: pocas veces este año se han visto a la vez tantos elementos en una pantalla panorámica bien aprovechada.
La película, inspirada (que no basada) en el libro de Kenneth Anger Hollywood Babylon, mezcla ficción y realidad igual que comedia y drama. Es decir, a trompicones. En ocasiones parece 1941 —ese otro capricho desastroso, esta vez de un tal Spielberg— o Desmadre a la americana, registro en el que Chazelle se muestra mucho más energético que el de la negrura de su segunda parte. Hay personajes reales y ficticios, sucesos inspirados en otros y, directamente, abundantes invenciones. La conversación de Jack Conrad con Gloria Swanson, en la que éste emplea la psicología invertida, podría ser una muestra de ello.
Babylon es una película que se ambienta hace casi cien años y que parece más viva que cualquier show en pantalla verde de una gran productora actual. Bien es cierto que Chazelle tarda en entrar en harina, si es que entrar en harina era verdaderamente su intención, y trata de montarse una suerte de La La Land de última hora y en peor. La parte vulgar de la película le sale mejor, porque en ella se percibe la desesperación de sus héroes mucho mejor que en la mitad triste. En ese momento, los insuficientes lazos que crean los personajes entre ellos pasan factura a una película que en algún momento pide emociones.
Pero a cambio tenemos una tragicomedia épica capaz de hablar de transformación, de hipocresía, nuevos moralismos (aquí, el que llega con el sonoro) y sí, vida eterna, la que queda encapsulada en las imágenes silenciosas de una película muda de acción. Fuera todo es caos, desorden e incluso hilarante muerte (de nuevo, la larga sección del rodaje del western) pero el orden asoma una vez la cámara consigue registrar las toscas escenas dramáticas de sus personajes. Todo es, en el fondo, una continuación legítima de las ambiciones artísticas de Chazelle, de su idea del sacrificio en pos de un bien mayor (los ecos temáticos de La La Land, First Man y Whiplash son evidentes). Es decir: gente que quiere escapar de su realidad y de sí mismos, crear una nueva y distinta, mejor, aunque el precio por alejarse de la mediocridad sea demasiado alto.
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