Ilustraciones: Augusto Ferrer-Dalmau
Zenda reproduce este relato inédito de Arturo Pérez-Reverte publicado en ABC con motivo del Dos de Mayo, en el cual el escritor narra la valiente intervención de los garrochistas de Jerez y Utrera en la primera derrota del ejército napoleónico.
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El garrochista Pepe Molina narra a su compadre Curro Centellas la epopeya de los voluntarios de Jerez y Utrera, en la batalla donde el ejército de Napoleón sufrió su primera derrota
Querido Curro:
Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud. Yo también, a Dios gracias. Me pides en tu última carta que cuente cómo fue lo de aquel 19 de julio de 1808, cuando estuve dando y recibiendo candela en Bailén con los compadres, que para todos hubo, y me pongo a ello con mucho gusto. Y feliz de poder contarlo.
Lo nuestro, o sea, la que se lió allí, que fue de toma pan y moja, empezó muy temprano entre las alturas del Cerrajón y el pueblo, junto a la carretera que lleva a Despeñaperros. Y como puedes imaginarte, luego ya nos fue cayendo encima de todo. Aquellos gabachos conocían su oficio y sabían tirar. Vaya si sabían, los muy cabrones. La primera carga de caballería se la hicimos a primera hora unos cuatrocientos de los nuestros, jinete más o menos, de los que unos 50 y pico eran de Utrera y 138 éramos de Jerez: lo mejor de cada casa, para que me entiendas. Imagínate a la peña en plena faena. Lo que pasa es que al cabo de un rato, con las siguientes trompetadas que dimos, ya se nos fue clareando el asunto. Caímos como moscas, Curro de mi alma. Y cuando acabó todo y los mostachones agitaron pañuelitos blancos, silvuplé, mesiés les espagnols y toda esa murga, rendemuá, rendenús, o sea que nos rendimos, comiéndose una derrota como el sombrero de un picador, las tres cuartas partes de los garrochistas que aquella mañana picamos espuelas una y otra vez entre los olivares se quedaron allí para criar malvas. Son cosas de la guerra y de la vida, compañero.
Me acuerdo sobre todo de uno que podría haber sido cualquiera de nosotros, mi compadre Juan Pinto, que era una buena prenda: un bravo de apenas veinte años, con la misma calma con que ponía en respeto un morlaco de ocho castañas en las tierras del señorito, montado allí en su caballo negro lucero, vestido de paisano como íbamos todos los compadres, con sombrero franciscano, pelo en coleta, chaquetilla bordada, chaleco, faja, zahones, espuelas y una garrocha de tres metros recta y larga como un chopo. Y allá fue Juan Pinto como fuimos todos, por el rey don Fernando y por la patria, con una mojarra de lanza fijada al asta y un par de cojones, a filetear franchutes a troche y moche. Y me acuerdo como si lo estuviera viendo de que, después de la segunda carga, echó pie a tierra como todos, se quitó y volvió a poner el pañuelo encarnado que llevaba atado a la nuca bajo el sombrero, y con la rienda del caballo en la mano derecha, arrimado a su garrocha y sin quitar los ojos de la línea enemiga, como el que se ha quedado con hambre tras zamparse un bocadillo de jamón, se estuvo quieto y sin pestañear, venteando la pólvora igual que un soldado viejo pese a sus pocos años, tranquilo como la madre que lo parió, hasta que por tercera vez tocaron a botasilla y degüello. Entonces montó de un salto, picó espuelas y salió de estampía como toro del chiquero, se metió en el polvo y el humo de tiros y cañonazos cabalgando a la izquierda de nuestra línea, y no volví a verlo más.
Han pasado muchos años desde ese día, querido Curro, pero me acuerdo como si hubiera sido ayer mismo. Veinte mil franceses mandados por el general Dupont, que iba para mariscal pero con aquello se quedó a medio camino, habían querido llegar a Cádiz; pero como no podían, se contentaron con meterse en Córdoba donde saquearon, profanaron iglesias, violaron y mataron lo que se les puso en la punta del cimbel. Y en Andújar, tres cuartos de lo mismo. Lo que pasa es que para entonces el sur de España se había vuelto un avispero, porque estábamos todos más cabreados que un tigre al que le retuerces los huevos. Andaluces y no andaluces, lo mismo militares y gente bien que campesinos, vaqueros, contrabandistas, clérigos y frailes con escopetas, trabucos, cachiporras, espadas, hoces y hasta garrotes, pobres y ricos armados cada cual como podía, nos juntábamos por todos sitios hermanados en partidas y ejércitos, con ganas de hacerles un buen escabeche a los anfansdelapatrí, que iban de sobrados porque su Naboleón Malaparte, aquel petit cabrón que mandaba en Francia y también era dueño de Europa, se había pasado a Prusia por la piedra de amolar prusianos, a Austria le había dado las del pulpo en Marengo, a Rusia le había roto los morros en Eylau y Friedland, y a Inglaterra la tenía tan acojonada en su isla que no le cabía un cañamón por el ojete. Así que lo de España se lo planteaba fácil y barato, el enano. Un pueblo gobernado por curas, les había dicho a sus íntimos, no tiene ni media hostia. O algo parecido. Pero el 2 de Mayo en Madrid, dos meses antes de vernos los caretos en Bailén, las hostias se las habíamos dado nosotros hasta en el carnet de identidad, o lo que tuvieran los franceses para identificarse en esa época. Porque si es verdad que los españoles somos un puto desastre para hacer cosas juntos, lo de tirar de navaja y meternos en el barullo cuando se trata de masacrar a alguien lo hacemos como nadie. En eso somos catedráticos de Oxford. Y acuchillar extranjeros en vez de hacerlo entre nosotros mismos es una novedad que aquí, de vez en cuando, se agradece mucho. Te varía un poco el menú.
—II—
El caso es que, como digo, allí estaba el general Dupont con sus veinte mil fulanos cantando La Marsellesa o lo que cantaran esos cabrones, aunque la verdad es que para ese momento ya se les iban quitando las ganas de cantar. Arrastraban con ellos, y por eso iban despacio, un larguísimo convoy de carros cargados con heridos, enfermos, familias de jefes, putas de la tropa y, lo que más le importaba al general y sus compinches, todos los objetos de valor, vasos sagrados de iglesias, joyas de familias, oro y plata, saqueados en Jaén, Córdoba y Andújar. La caravana se alargaba como diez kilómetros, o más. Un par de leguas, como decíamos entonces. El caso, ya te digo, es que los del Emperador iban forrados de botín hasta las trancas y con esa chulería de quien se cree impune y poderoso, pero muy despacio. Pasito misí, pasito misá. Y ahí fue donde los pilló el toro a los muy capullos, por no meter la directa. Su idea era llegar a Despeñaperros, pasar el desfiladero y salir de Andalucía para reunirse con otro ejército francés que andaba por allí esperándolos; pero al llegar ante Bailén se encontraron el paso cortado por los españoles de España. O sea, por nosotros y nuestros huevos morenos. Nos habíamos ido concentrando allí, mal que bien, bajo el mando de nuestros generales los señores Réding y Coupigny. Entre pitos y flautas éramos unos 15.000, y había de todo, imagínate: paisanos y militares, viejos y jóvenes, profesionales y novatos. Unos reclutados a la fuerza, como suelen ser estas cosas, y otros, la verdad es que muchos, con familia asesinada, casa incendiada, mujer o hijas violadas, y cosas así; o sea, largas cuentas que ajustar con Naboleón y con su puta madre. Muchas ganas de hacerse llaveros con las pelotas de los franceses.
Ésos, como te cuento, éramos los que estábamos delante pegados al terreno como si nos hubieran atornillado en él, cortando el paso a Bailén y Despeñaperros. Pero es que, además, a Dupont parecía haberlo mirado un tuerto, porque traía pegados a su retaguardia, casi cosquilleándole la retambufa con las bayonetas, a otros casi 15.000 españoles que mandados por el general Castaños, jefe supremo de todo aquel tinglado nuestro, le pisaba los talones. De manera que, si querían salir de Andalucía con el pellejo más o menos intacto, cosa ya problemática, a los gabachos no les quedaba otra que abrirse paso en Bailén por las bravas y a toda leche, antes de que les cayera la mundial encima. Así que tras escaramuzas y tanteos previos, viendo acojonado cómo se movían las manecillas del reloj, Dupont ordenó el asalto a Bailén en la madrugada del 19 de julio. Alonsanfán, les dijo a sus coraceros y cazadores de bonitos uniformes, y a sus granaderos elegantes, y a los artilleros y fusileros que habían sido espanto del orbe y tal, y a sus oficiales vestidos de terciopelos y plumas por los más exquisitos sastres de París de la Frans. Alonsanfán, repitió marcial el fulano, quiero que me hagáis fuagrás con esa panda de paletos que se nos han puesto delante. ¿Comprampá? Que les deis leña hasta en el cielo de la boca a esos cagasantos que huelen a ajo y aceite de oliva. Somos nada menos que el Ejército de Observación de la Gironda, que se dice pronto. Y sí, no gruñáis por lo bajini, ya sé que la Gironda está en el quinto coño, Pirineos arriba, y algunos no sabéis, o no sabemos, qué carajo estamos haciendo en la puta Andalucía comidos de sol y moscas. Pero es lo que hay, mes amis. La patrí es la patrí, patria no hay más que una y a ti te encontré en la calle. Cumplimos órdenes del Emperador, y donde hay emperador no manda fusilero. Así que sus y a ellos, sacrebleu. Vamos a merendarnos a esos espagnoles de merde que son bajitos, flacuchos y están menos alimentados que un caracol en la vela de un barco. Los vamos a masacrar, os lo juro. Je vous le jure, ouí. Quiero que los convirtáis en picadillo con salsa bearnesa; y si lo hacéis igual de bien que con los prusianos y los austríacos y los ruskis a los que otras veces disteis matarile, el Emperador os pondrá tantas medallas que vais a llevarlas hasta en las braguetas. Así que venga, mes petits garsons, en columna de ataque. De frente, marchen. Up, aro, up, aro. Y tú, Lapolle, no te escaquees de la fila, que te estoy viendo. Viva la Frans y todo eso. Al ataqueeeeeer.
Y, bueno. Por allí andábamos los de Jerez y los de Utrera con los otros caballistas andaluces, en el ala izquierda del pifostio. Habíamos llegado, algunos solos y otros por cuadrillas, desde los campos y las dehesas con nuestros caballos y nuestras garrochas al hombro, a ofrecernos a los militares para lo que hiciera falta. A los de Jerez nos mandaba el capitán don Miguel Cherif, que tenía bisabuelos moros —el pobre se dejaría el pellejo en la batalla—, y a los de Utrera otro valiente llamado don José Sanabria. De los demás jefes de partidas no me acuerdo. En cuanto a milicia sabíamos poco porque éramos gente de campo; pero en manejar un caballo y menear la garrocha no nos mojaba la oreja ni el más veterano de los lanceros bengalíes, suponiendo que por esa época hubiera lanceros en Bengala o donde Cristo diera las siete voces. Lo sabíamos todo del derribo y la tienta del toro, así como de la montería con lanza al uso antiguo: cientos de jabalís nos habíamos echado al zurrón y al buche. Teníamos entre dieciocho y treinta y pocos años y éramos todos vaqueros, ganaderos, monteadores, guardas, caballistas, picadores, dura gente de brega, y también se nos juntaba algún señorito y hacendado con las pelotas en su sitio, sin que faltara algún bandolero o huido al monte, gente cruda que había bajado de la sierra con mucha gana de mojar la navaja. Imagínate el percal, colega.
El caso es que allí estábamos los garrochistas formados en escuadrón pero por cuadrillas de amigos y compañeros, muchos padres con hijos, sobrinos y familiares. Que daba gusto admirar nuestra pintoresca tropa, y a más de una guapa y fea se le habrían mojado las entretelas de vernos en plena majeza sobre nuestras sillas altas de arzón con estribos vaqueros, las mantas de colores enrolladas en el arzón y las alforjas con borlas en la grupa, airosos y galanes con las patillas de boca de hacha y los picos del pañuelo cayendo sobre la nuca bajo el sombrero, nuestros calzones ajustados a la rodilla con botones de hueso y plata, las chupas con hombreras y caireles que dejaban ver la faja con el cuchillo de monte o la cachicuerna de dos palmos metidos en ella. Recios y machotes, si me permites la palabra, compadre. Y a mucha honra. Estábamos de dulce, oye: como para que las mujeres de Andalucía y del mundo entero nos echaran azúcar y canela y se nos comieran vivos, y sólo nos faltaba una guitarra y una botella de manzanilla de Sanlúcar para cuadrar la estampa. Y no me vengan los pichablandas y los cagamandurrias de ambos sexos diciendo que alardeo de lo chulos que éramos, de guapos y tal, porque eso me lo cuelgo de los huevos como el toro de Osborne. En Bailén, los garrochistas andaluces nos ganamos a pulso el derecho de alardear cuanto nos salga del ciruelo, porque regamos con nuestra juventud y nuestra sangre aquellos campos quemados por el sol. Éramos cosa de doscientos, como digo; o sea, doscientos pares de cojones que puestos a contar de par en par, sumaban cuatrocientos, que ya es sumar. Como se vio de sobra.
—III—
Nos habían puesto a la izquierda de la línea, amigo Curro: allí por donde el Cerrajón y Haza Valona, detrás de la artillería nuestra que protegía el flanco del ejército y cubría la carretera y la entrada a Bailén. Teníamos cerca a los otros muchachos del regimiento España de caballería, que eran unos ciento veinte, y a los doscientos y pico del regimiento Farnesio: todos bien equipados con uniforme, armas y disciplina que nos miraban con curiosidad y algo de guasa, preguntándose de qué sería capaz aquella tropa tan informal y variopinta que hablaba comiéndose las jotas y diciendo mucho «ozú», «shiquillo» y «horrorozo». El caso es que allí estábamos, como digo, tras haber pasado la noche en vela porque los franchutes empezaron a moverse a las tres de la madrugada. Vimos amanecer con el estómago vacío mientras procurábamos tranquilizar a los caballos. Y cuando la vanguardia francesa que buscaba Despeñaperros llegó al lugar, nos encontró cortándoles el paso. Oh, mondieu, debieron decir. Les maldituás espagnols.
El caso es que al clarear, apenas amaneciendo, se lanzaron los gabachos en serio al ataque desde los olivares donde se protegían. Lo hicieron, las cosas como son, con mucho valor y mucho oficio, pues no en vano eran en ese momento, mejorando lo presente, el mejor ejército de Europa, o el que como tal se tenía. El caso es que avanzaron en columnas de ataque gritando Vive la Frans, Vive le Petit Cabrón y todo eso que gritan los mostachones cuando atacan; pero se encontraron con que verdes las habían segado y a mi reja no te arrimes, pues nuestra infantería resistió, nuestra artillería empezó a colocarles cebollazos como panes, e incluso les tomamos algún cañón que otro, haciéndolos volverse a por tabaco. También les dimos alguna que otra carga. Y fue entonces cuando el general Dupont, que todavía iba en plan sobrado, nos echó encima a la caballería, tararí, tarará, que aquello era una nube de sables brillando al galope, cuatrocientos o seiscientos, no sé, dragones y coraceros que parecía los vaciaban a espuertas, todo el campo lleno de aquellos fulanos a caballo pegando leñazos a diestro y siniestro, que de verdad impresionaba verlo. Casi hasta Bailén llegaron dando tajos, los hijoputas, y ya se felicitaban de estar a punto de conseguirlo cuando nuestros chavales de infantería, que aunque eran novatos y jovencitos tenían buenos oficiales y aguantaban firme, les soltaron unas escopetadas a bocajarro y unos cañonazos guapos que los hicieron pararse. Sonó entonces el clarín dándonos la orden de contracarga, para rematar el detalle, y allá fue nuestra caballería a batirse el cobre. Y con ella, querido Curro, fuimos los garrochistas de Jerez y de Utrera.
Ahora hazme el favor, compadre, de ponerte en situación. Hazte cargo del paisaje. Enfrente, montados en caballos enormes, unos tíos gigantescos forrados de acero, figúrate, coraceros gabachos con petos y cascos y unas espadas, o sables, o lo que fuese aquello, más largos que un día sin tabaco. Todo eso en plan masa compacta, estribo con estribo, cubriendo el horizonte. O sea, tela napoleónica marinera. Y nosotros, o sea, el abajo firmante Pepe Molina y los compadres Juan Pinto, Manolo el de la Venta y su hijo Manoliyo, Rafita el Bocas, Luisito Jaén, Lucas el Tuerto, los cuatro hermanos Bocanegra, Paco Campanas y todos los demás, la flor y la nata de los campos de mi Andalucía, la hombrada hecha con sudor y trabajo, la majeza penibética, o como coño se diga, hecha de carne dura, navaja y chulería, hechos a tumbar toros con la garrocha, brutos, serios, analfabetos y decentes, con manos tan encallecidas que podíamos coger una brasa para darnos fuego al cigarro sin quemarnos los dedos, o sea, para resumir, tíos que sabíamos vestirnos por los pies, tras ver que los chavales de los regimientos regulares de caballería iban a la pelea sin rechistar, nos miramos unos a otros, nos santiguamos, picamos espuelas, bajamos garrochas, gritamos Viva España y Viva el Rey, que algo hay que gritar cuando vas a que te escabechen como un hombre, y nos fuimos en busca de los franceses. Con dos cojones.
Retumbaba la tierra, amigo Curro, que parecía fuera a romperse. Cabalgábamos acompasados y en línea al principio, unos con otros, y poco a poco nos fuimos separando. Gritábamos sin parar para darnos ánimos, pues aquel muro de acero reluciente que teníamos delante imponía respeto. Y así, con la boca seca y el corazón caliente, llegamos al fin donde los franceses. A los dragones era más fácil ensartarlos como pinchos morunos porque no llevaban peto de acero; sin embargo, con los coraceros era otra cosa. Aquellos tiarrones iban tan forrados de hierro que parecían baterías de cocina. Por suerte, y sobre todo por costumbre, los de Jerez y Utrera sabíamos manejar la garrocha mejor que un lancero militar la mojarra, y cada cual, como Cristo le dio a entender, apuntó a donde pudo: el vientre de un francés, el cuello sobre la coraza, la cara bajo el casco. El choque fue de pronóstico reservado: gritos, insultos, sablazos, golpes de garrocha. Algunos de nuestros caballos se iban abajo, acuchillados, y mientras caían saltaban los hombres de las sillas, empalmaban las navajas de siete muelles —clac, clac, clac, hacían las muescas al abrirse— y se agarraban con ojos de loco a las piernas de los coraceros, queriendo tirarlos abajo mientras les metían la hoja por las junturas del peto y los otros, desde arriba les daban sablazos en las cabezas. Todo era polvo, sangre, gritos, relinchos y matanza. La descojonación de Espronceda. Aullaban como verracos los gabachos heridos y blasfemaban los nuestros al caer. De pronto los enemigos volvieron grupas metiéndose por el amparo de los olivares, y sonó nuestro clarín ordenando retirada y reagruparse. Obedecimos, cansados, tiramos de las riendas y fuimos de regreso mirando sobre el hombro, contando nuestras heridas y contando nuestros muertos. Que eran muchos.
—IV—
A medida que el sol subía en el cielo, la batalla se hizo general a lo largo de toda la línea. Los detalles del zafarrancho, compadre, que te los digan quienes saben de eso. Yo me limito a contar lo que sé y lo que vi. Y lo que vi, durante toda la mañana de aquel famoso y sangriento día, fue a los franceses queriendo pasar adelante hacia Bailén y Despeñaperros, intentándolo una y otra vez, y a los españoles impidiéndoselo firmes como rocas. Lo pagamos muy caro, por supuesto, pero ellos todavía más. Amparada en los olivares, su caballería iba y venía del centro a nuestra izquierda, protegiendo a sus columnas de ataque y acuchillando cuanto se meneaba, pero nuestra infantería y nuestros artilleros les ponían los pavos a la sombra. Y lo de sombra lo digo por decir algo, porque a medida que el sol estaba más alto el calor se hacía espantoso, y la sed —sólo había una noria cerca con un poco de agua, por la que gabachos y españoles nos matamos a conciencia— nos dejaba hechos polvo.
Aun así, aunque los franchutes estaban entre los olivos y nosotros en campo raso, con el sol pegándonos de plano, en eso del calor y la sed llevábamos ventaja los españoles, que no hay mal que por bien no venga. Hechos a sobrevivir en estas tierras secas y duras, ingratas, dejadas de la mano de Dios, en las que para que brote una espiga hay que regarla con sudor, acostumbrados al hambre, a la sed, al infortunio, criados en secarrales y curtidos por la intemperie y la vida dura, aguantábamos las fatigas mucho mejor que los gabachos criados entre ríos y campos verdes, en un país rico y fértil que no los había preparado para aguantar ese tormento. Por eso, a medida que pasaban las horas, aquellos moñas se volvían locos de calor y sed. En cuanto a nosotros, que estábamos más cerca del pueblo, teníamos suerte de que algunas mujeres de allí, echándole un inmenso valor al asunto, se acercaban como podían con cántaros, indiferentes a las balas que zurreaban cerca y a los cañonazos que pasaban sobre sus cabezas, para socorrer a los heridos y los más necesitados de agua. A más de una y de dos les rompieron el cántaro de un balazo. Que Dios las bendiga a todas por su caridad y su coraje.
El caso es que siguió la batalla, en la que los garrochistas cargamos tres veces a lo bestia y escaramuzamos unas pocas más, y al acabar seguíamos en la silla sólo una cuarta parte de los que habíamos empezado la jornada. Los demás estaban muertos o heridos entre los rastrojos y matorrales que humeaban incendiados por el fuego de las granadas. Pero entre ellos y los que seguíamos allí garrocha en mano, con la sangre chorreando por el asta o manchándonos las fajas donde teníamos metidos los navajones y puñales todavía calentitos, se lo habíamos hecho pagar caro a los gabachos: a derecha e izquierda, tanto en las laderas de los cerros como a campo abierto y en los olivares, dos mil muertos y heridos franceses yacían entre cuerpos de caballos, armas abandonadas, cañones y carros desmontados. Revoloteando por encima, los cuervos se las prometían felices.
Fue entonces cuando el general franchute, el tal Dupont, quiso hacer el último esfuerzo por romper nuestra línea. Reunió a la gente que le quedaba y metió en el ajo al batallón de reserva, los marinos de la Guardia, o sea, la créme de la créme. Los mandó al ataque, y la verdad es que impresionaba verlos avanzar despacio, serenos e impasibles bajo el fuego, con sus tambores, su musiquilla y tal. Pumba, pumba, hacían. Tirurí, tirurá. Pero nuestra artillería y nuestros fusileros, ésos sin música, les echaron a los franchutes tanta metralla encima que, aunque a cada paso cerraban filas y seguían adelante, al final tuvieron que parar, dar la vuelta e irse a tomar por saco, los que quedaban vivos, con los tambores rotos y las flautas incrustadas en el culo. Ese problema, por cierto, no lo tuvieron, o fue menos, los mercenarios suizos que se lo curraban con los franceses, que eran los del regimiento de Preux. Porque resulta que la lotería de la vida los puso enfrente de sus compatriotas del regimiento de don Nazario Réding, que luchaban a favor de España. Y como en mitad de aquel carajal se reconocieron unos a otros por la cara de intelectuales que tienen los suizos, se pusieron a hablar de tú a tú en plan oye, Hans, Dieter, Fritz, chavales, entre bomberos no vamos a pisarnos la manguera. Dime la hora, que se me paró el reloj de cuco. Toma un pitillo y dame fuego. Tú dispara al aire y yo también lo haré. Tú a Boston y yo a California. Que se maten entre ellos esos pringaos españoles y franceses, que nosotros estamos aquí para cobrar. Etcétera. Así que vamos a llevarnos bien, colega, concluyeron. Y al fin, tras pegarse una buena ensalada de tiros al principio, se llevaron luego de puta madre. Y en cuanto la cosa se les puso chunga, los que estaban con los gabachos, se pasaron a nuestro bando con la mayor naturalidad del mundo.
—V—
Sobre el mediodía, más o menos, a los garrochistas andaluces nos tocó la última carga. A bailar otra vez, nos dijeron. Al toro, criaturas, que es una mona. Estábamos pie a tierra junto a los caballos, mirando el panorama, cuando el clarín tocó a botasilla y luego a degüello. Así que, con las pocas fuerzas que nos quedaban, montamos otra vez, picamos espuelas, apretamos los dientes y nos fuimos de nuevo hacia los franceses. Entre los de Jerez y los de Utrera debíamos ya de quedar sólo unos cincuenta, o menos. Los caballos estaban tan cansados como nosotros, así que más que al galope tuvimos que cabalgar al trote largo, que acojona mucho al que lo hace porque enfrente les da tiempo a tirarte de todo. El objetivo era una formación de dragones y coraceros que se había reagrupado en el olivar, intentando colarse por nuestro flanco izquierdo. Había un par de cañones suyos y alguna infantería cerca, así que el camino hasta los gabachos lo hicimos mientras nos arrimaban buena candela, ya sabes, estallidos, metrallazos, relinchos, jinetes cayendo y nosotros cabalgando entre el humo y el polvo hasta ver relucir las corazas y sables enemigos. Viva España y tal. Una vez entre los olivos, ris, ras, tunc, clang, el combate se volvió individual, cada oveja con su pareja, y nos acuchillamos unos y otros con mucha saña, como Dios manda.
Aquélla era la cuarta carga que soportaba mi garrocha jerezana, y hasta allí llegó, pues se quebró cuando ensarté a un coracero, derribándolo del caballo y llevándose los pedazos de la vara de fresno con él. Me acometió luego un dragón pegando sablazos que esquivé encabritando el caballo mientras empalmaba la cachicuerna. «Sacré cochon espagnol de la merde», me gritaba el tío en su parla, o algo parecido. Era un tío rubio con bigotito rizado, chaqueta con más bordados que el manto de la Macarena y trenzas muy bien peinadas oliendo más a colonia que a pólvora: un pavo así como en plan muy pijo. Traía una pinta de maricón de playa que te rilas, pero la verdad es que el hijoputa pegaba unos sablazos que temblaba el olivar. Y como de lejos olí la tostada y vi queme acabaría abriendo la cabeza, piqué fuerte, me metí bajo el sable agarrándome a su brazo, le mordí una oreja y me fui con él al suelo —la costalada fue tremenda— donde lo cosí a navajazos mientras él protestaba indignado: «Mais non, mais non, quesquesesá monanfán, soltez mon orejé, le navajé nespá tampocuá un arma de caballeruá». Decía eso o algo parecido mirándome con reproche, el subnormal, mientras yo, que lo tenía trincado con los dientes por la oreja y con una mano por el pescuezo, le metía los dos palmos de Albacete, toma, toma, toma, para que almuerces y comas, y me jiñaba en sus putos muertos. Y cuando al fin Pierre el Perfumes, o como se llamara, dejó de menearse y se quedó tieso, le cogí el sable, que era un modelo que llaman del año XI, cojonudo —de Solingen, ponía la hoja—, me quité con la otra mano la sangre de la cara, escupí el cacho de oreja que se me había quedado dentro de la boca, eché una meada, me senté a la sombra de un olivo y encendí un Ducados. Yo he cumplido de sobra, pensé. No se quejarán de mí en Jerez, y la Mari Pepa se va a alegrar cuando vuelva, porque el aparejo lo tengo intacto. Ahora, que cumplan otros.
Y bueno, amigo Curro. De guerra eso es lo que vi aquel día. Que no fue poca. Al rato los jefes franceses empezaron a agitar pañuelos blancos y decir que se rendían. Asez, asez, mesamís, decían. Ne tirezpá, silvuplé. Y nos ofrecían cálices de oro y plata de las iglesias de Córdoba a cambio de un sorbo de agua. El caso es que dejaron las armas, y veinte mil fulanos, o lo que quedaba de ellos, pasaron a ser prisioneros. Un tal Casado del Alisal, creo que se llama, un artista como Ferrer-Dalmau pero de mucho antes, pintó un cuadro; así que esa parte ya no hace falta que te la cuente, compadre. La guerra todavía iba a durar, y los españoles pagaríamos un precio muy alto por la victoria y por lo que vino después; porque nuestro amado rey Fernandito VII, por quien tanto bregamos y sufrimos, nos salió un grandísimo hijo de puta con garaje, piscina y balcones a la calle. Pero ésa ya es otra historia. El caso es que allí fue la primera vez que el victorioso ejército de Naboleón Malaparte cagó las plumas, y eso tiene su puntazo. Palmó en España, y lo hicimos los de siempre: Juan Pinto, Manolo el de la Venta y su hijo Manoliyo, Pepe el Bocas, Luisito Jaén, Lucas el Tuerto, los cuatro hermanos Bocanegra, Paco Campanas, el capitán Cherif y todos los demás: los que quedamos vivos y los que quedaron muertos, andaluces y españoles toda la vida. Brutales, generosos, duros, puñeteros, crueles, indisciplinados, broncos, valientes vasallos que nunca, si miras para arriba, tuvieron buenos señores. Gente hecha de sol y bronce, garrochistas de Jerez y Utrera que, según cuentan los viejos del lugar —hay quien dice haberlo visto y oído, y yo lo creo—, cada 19 de julio un poco antes del alba, desde hace dos siglos y pico, salen de sus sepulcros y abandonan las sombras para cabalgar entre los olivares de Bailén aullando gritos de pelea.
Magistral. Lo he disfrutado en todos y cada uno de sus capítulos, párrafos y oraciones; pero la guinda del pastel, para mí, y estoy seguro que la carcajada atravesó la mar océana hasta la madre patria, es el Chiquito de la Calzada en la arenga al final del capítulo II: Sencillamente genial. Rendidos saludos desde Venezuela.
Precioso artículo y el final me ha puesto los pelos de punta
Las guerras siempre las sufren los mismos
Gracias señor Reverte por compartir ese talento suyo
¡Será posible! es que me hace lagrimear con tantos de sus artículos. Cuando quiere, llega. Y otras veces me río… pero siempre me gustan. Gracias.