En los agradecimientos de Bajo el barro sostengo que escribir una novela y construir un pasaje del terror tienen en común al menos un aspecto: ninguna de las dos cosas se puede hacer solo. No realmente. De acuerdo con esa lógica, escribir acerca del proceso de creación de este libro debería ser parecido a desandar ese pasaje, desde la salida a la entrada; y sin embargo, no pienso tanto en desandar una casa embrujada como en desmantelarla: encender las luces, apagar los monstruos mecánicos y silenciar la música y los sonidos pregrabados. ¿Eso vuelve la casa menos ominosa? No lo creo. Porque cuando las luces vuelvan a apagarse, los muñecos a programarse y la música a reanudarse, una parte de nuestro cerebro también se reprogramará para disfrutar de la siguiente visita. Esa es la verdad detrás de cada ficción: en realidad, no deseamos conocer el truco.
El concepto alrededor del cual crece Bajo el barro es un pasaje del terror infantil elaborado por tres niños a los que la vida ha puesto de cara a la pared: en el instituto ocupan la parte más baja de la pirámide de la supervivencia, y en sus casas las penurias económicas y psicológicas de sus padres han acabado por ser también las suyas. Los tres saben, de ese modo en que los niños aprenden a leer la realidad (abrazándola con una intensidad libre de peajes), que el miedo, mucho más que la felicidad, domina las vidas de la mayoría de las personas que conocen, y que su tren de la bruja escolar (y el pequeño secreto que este esconde) puede proporcionar a sus padres y vecinos tanto una catarsis como una celebración. Temer es vivir, y Diego, Mei y Roberto quieren que todos vivamos con ellos.
No soy del tipo de autor que planifique sus novelas. Uno se pierde en un bosque sabiendo que tarde o temprano encontrará la salida y que por el camino habrá lobos… pero no sabe cómo de grandes serán estos, ni qué hacer para evitarlos. No obstante, en los primeros borradores de Bajo el barro sí tenía clara al menos una cosa: la primera parte de la novela estaría dedicada a presentar los miedos privados y secretos de los personajes no como una anomalía más o menos pasajera, sino como una suerte de segunda piel que siempre llevan puesta; la segunda parte trataría de cómo el pasaje de los niños visualiza y verbaliza esos temores, poseyendo a los personajes, igual que lo haría un terapeuta demente. En otras palabras: si Noël Carroll habla del “terror-arte” como un espacio en el que experimentar sensaciones atemorizantes de una forma segura (un libro, una sala de cine), en mi novela arte y realidad no es que sean las dos caras de la misma moneda; la moneda, intento decir, solo tiene una cara. John Clute divide el relato fantástico en un puñado de fases, de entre las cuales los atisbos (la primera vez que se vislumbra una amenaza a la estabilidad del mundo) y el espesamiento (la propagación de esa primera visión a la savia del entorno asaltado), son las que abren fuego. En Bajo el barro, sin embargo, tal estabilidad no existe, es un espejismo de paro, depresión y lo que hoy llamamos bullying. Cuando los personajes entran en el pasaje, este no hace sino hurgar en la mochila que ellos ya traen consigo.
Cada vez estoy más convencido de que los géneros existen, prefiguran las expectativas de los lectores y a la vez ayudan a subvertirlas, pero también creo que son mucho más inclusivos de lo que tendemos a creer. Mi novela proporciona al lector, creo, unos cuantos tipos de viajes. Es un paseo por un pasaje del terror (el mío y el de los personajes), tan disfrutable como uno quiera (recuerde: no deseamos conocer el truco) y es la celebración de una verdad que la literatura de horror lleva siglos revalidando: somos lo que tememos.
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Autor: Rubén Sánchez Trigos. Título: Bajo el barro. Editorial: Booket. Venta: Todostuslibros y Amazon
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