[Foto: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, XI: BAJO LA CAMA
Se llamaba Uriel. Tenía el pelo oscuro, lacio, y unos enormes ojos azules. Sonreía de lado, en un gesto travieso muy suyo. Crecimos juntos. Siempre estábamos juntos. A mi abuela le hizo mucha gracia la primera vez que lo mencioné.
—¿Uriel? Qué bonito… Es nombre de ángel.
Mamá estaba preocupada, pero la abuela le quitó importancia al asunto.
—Todos los niños tienen amigos imaginarios, Clara. No te preocupes. Se le pasará con los años.
No entendí aquellas palabras hasta mucho tiempo después. Tenía unos ocho años cuando por fin caí en la cuenta de que nadie más que yo le veía. Nadie creía que fuera real.
Pero lo era. Lo es. Cuando insistí sobre eso, incluso la abuela pareció inquietarse un poco. Terminé sentada frente a un hombre amable de gafas doradas y chaleco que recibía visitas en un despacho atestado de libros, en la calle Santa Ana. Un terapeuta, o algo así. Me gustaba ir a verle, porque él sí que quería saber cosas sobre Uriel. Al principio, pobre de mí, llegué a estar segura de que el Doctor (así le llamaba la abuela) creía de verdad en Uriel. Más tarde comprendí que no, que solo pretendía hacerme hablar para convencerme de que todo eran meras fantasías. Uriel se dio cuenta enseguida. Me lo advirtió. Ojalá le hubiera hecho caso antes. Dejaron de llevarme a la consulta de la calle Santa Ana cuando mis rabietas empeoraron.
Crecí, y obviamente Uriel creció conmigo. Nunca desapareció, pese a lo que dijeran los adultos. Me gustaba nuestro pequeño mundo. Me gustaba volver corriendo a casa después del colegio para contarle todo lo que había aprendido, para hablarle de lo estúpidos que eran los otros niños. Le explicaba las lecciones, leía para él. Escribíamos cuentos y poemas juntos. Inventábamos motes para los profesores. A veces nos reíamos tanto que se nos saltaban las lágrimas. A veces, se escondía bajo la cama y jugaba a asustarme.
Tenía doce años cuando pasó por primera vez. Mamá se puso muy nerviosa. La abuela aseguraba que había estado caminando dormida. Intenté explicarle que no era así, que solo había ido al otro sitio.
—¿Qué otro sitio, cielo? ¿De qué hablas?
—Pues del sitio que no es aquí ni allí.
Mamá y la abuela se miraron.
—¿Qué sitio es ese, cariño?
—No lo sé muy bien —confesé—. A ver, está este sitio, donde vivimos nosotras. Y está el sitio donde vive Uriel. Pero ayer por la noche me llevó al sitio que está en medio.
Se parecía a nuestra casa, en realidad. Era como nuestra casa, solo que antes. Con otros muebles y una luz diferente. Uriel me contó que allí vivía más gente. Me prometió que les conocería pronto. Me gustaba mucho ir allí. A veces se oía un piano, y otras veces se oían voces. Una mujer que cantaba, un hombre que silbaba. Creo que eran los padres de Uriel.
—Quiero ver el resto —le decía yo.
Él negaba con la cabeza.
—Si abres la puerta de esta habitación, entonces iremos allí. Ya no estaremos en medio —me explicaba muy serio—. Si vamos podrás volver, pero ya no te verán.
No quería que pasara eso. No quería volverme imaginaria.
Vino un hombre a casa. Era muy alto, delgado, serio. Tenía el pelo gris. Recorrió todas las habitaciones, tocó las paredes, olfateó el aire, como si fuera un perrito. Eso me hizo gracia. Cuando hubo terminado con aquellas tonterías, bajó a la cocina con mamá y la abuela. Les oí hablar, escondida en el rellano.
—No es normal —decía mamá en voz baja—. Ya tiene diecinueve años.
—Lo hemos intentado todo, pero no consigue entender que Uriel no existe.
—Qué curioso —dijo el hombre—. Ha elegido un nombre de ángel.
—No sabemos por qué escogió ese nombre, la verdad.
—No me entienden. No lo escogió ella. Lo escogió él.
Me dijeron que Uriel era peligroso. Que no era mi amigo. Que no era quien decía ser. Eso me enfadó muchísimo. Tuve una rabieta. El hombre hizo cosas horribles. Me hizo daño. Le hizo daño a Uriel. Mamá se puso histérica y echó al hombre de casa. La abuela le insistía en que no habría otro modo de hacerlo, pero no consiguió convencerla. Más tarde, subió a verme. Se sentó a mi lado, me acarició el pelo y me dio un puñado de pastillas blancas.
—Tienes que dormir —murmuró—. Tómatelas, cariño.
—Hazlo —dijo Uriel. Estaba escondido debajo de la cama—. Tienes que venir, necesito que vengas.
Me tomé las pastillas. La abuela me besó en la frente y se fue. La voz de Uriel volvió a sonar en la oscuridad.
—Hoy abriremos la puerta —me prometió—. Es la única manera de seguir juntos.
Asentí. Se me cerraban los ojos. Oí el piano otra vez.
—¿A qué huele? —pregunté, intrigada. Me pesaban los párpados.
—A gas —respondió él—. Siempre huele así.
—¿De dónde viene el olor? ¿Es allí o aquí?
—En los dos sitios, creo. Cierra los ojos, casi hemos llegado.
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