La crítica anglosajona, siempre tan atenta a la pantalla gala, dio en llamar nuevo extremismo francés a una serie de cintas, estrenadas entre las postrimerías de la centuria pasada y los comienzos de este infausto siglo. Hablamos de películas caracterizadas por su decadencia sexual, su violencia exacerbada y su exaltación de la psicosis. Fue James Quandt, colaborador de la revista neoyorquina Artforum —una de las más prestigiosas de la escena internacional en lo que al arte contemporáneo se refiere—, quien acuñó el término. Bajo esta nueva etiqueta reunió a realizadores en verdad extremistas, en cuanto a sus planteamientos argumentales y presupuestos estéticos.
Tiendo a pensar que la historia de una niña que mata a su hermano pequeño, siendo éste aún un bebé, porque no puede remediar de ningún otro modo que su madre quiera más al recién llegado —como es el caso de Alas de mariposa (1991)—, es lo suficientemente extrema como para que Juanma Bajo Ulloa, su realizador, de haber nacido en Francia, hubiese sido incluido entre los precursores del nuevo extremismo francés, como lo son ahora el Godard de Week-end (1967), el Jean Eustache de La maman et la putain (1973) o el Andrzej Żuławski de La posesión (1981).
En algunos festivales internacionales, bajo el lema de Nuevos bárbaros, u otros por el estilo, suelen programarse secciones donde se proyectan las cintas más rupturistas, más trasgresoras, más extremistas, de las producidas internacionalmente a lo largo de la temporada. Si cuando Bajo Ulloa presentó Alas de mariposa en el festival de San Sebastián la cita donostiarra hubiera organizado una de estas secciones, no hay duda de que hubiera sido incluido en ella.
Ahora bien, esto no impidió que, programado el filme en la sección oficial a concurso, fuese merecedor de la Concha de Oro en la edición de 1991. A la sazón, el cineasta era un joven realizador en toda la extensión de la palabra: sólo contaba veintitrés años. Bien podía jactarse de su precocidad, de haber rodado una película sobresaliente antes de cumplir los veinticinco años, edad a la que Welles estrenó su Ciudadano Kane (1940) y, hasta cierto punto, lo hizo.
Alas de mariposa también fue merecedora del Goya al mejor director novel. El primero de los siete premios con los que, hasta la fecha, ha distinguido al cine de Bajo Ulloa la Academia le había sido concedido en 1989, por el cortometraje El reino de Víctor. Ante semejantes comienzos, nadie diría que este cineasta alavés es un maldito. Y sin embargo lo es desde que empezó a adoptar poses y maneras de genio, ganándose con ello la antipatía de muchos críticos y compañeros de oficio. Unos y otros acabaron por imponerle el estigma.
De lo alucinado de su cine da cuenta el barroquismo de algunas de sus imágenes, a menudo herederas de los excesos del cómic —otra de sus pasiones— y siempre resultado de una prodigiosa utilización de la técnica. Su heterodoxia emana del sentido de su propuesta, una de las más crueles a las que he podido asistir, pero a la vez una de las más tiernas. El estigma, ya digo, se lo impusieron cuantos no quisieron ver que hay un cineasta, en verdad sobresaliente, tras la antipatía que su petulancia les inspira. Sabido es que lo que prima, cuando le aplauden a uno en estos tiempos que corren, es que el agasajado corresponda al aplauso dedicando a su vez su propio aplauso a quienes le vitorean. Al autor de Alas de mariposa no parecen satisfacerle dichas cortesías.
Nacido en Vitoria el primer día de 1967, Juanma Bajo Ulloa descubrió el cine cogiendo un tomavistas de Super 8 del escaparate de la tienda de artículos de fotografía que regentaban sus padres y filmando cuando su inspiración le indicaba. Dotado con un indiscutible talento para la realización cinematográfica, sólo tenía veintidós primaveras cuando su cortometraje El reino de Víctor (1989) obtuvo el primero de sus Goyas. Sin embargo, se habló mucho más cuando en 2016 se supo que su hermano y coguionista en sus tres primeros largometrajes, Eduardo Bajo Ulloa, había empeñado el Goya obtenido por el libreto de Alas de mariposa.
Como tantos cineastas cuya vocación inquebrantable no atiende a razones, para producir aquella historia de Ami (Laura Vaquero), la pequeña parricida que también es una niña buena sin más afán que el de dibujar mariposas con sus lápices de colores Alpino, Bajo Ulloa hipotecó su casa. Afortunadamente, la operación le salió bien y, con los beneficios obtenidos en la taquilla por Alas de mariposa, el realizador alavés —mientras dejaba de ser el heraldo de la nueva pantalla vasca de los años 90 para convertirse en el enfant terrible del cine de autor español—, conseguía producir La madre muerta (1993), su indiscutible obra maestra. En esta ocasión es la historia de un criminal, Ismael López de Matauko, que entra a robar en casa de una restauradora de arte, a la que asesina. Leire (Ana Álvarez), la hija de la infeliz, testigo de la brutal muerte de su madre, sufre un shock que la lleva a una casa de salud. Allí vuelve a encontrarla Ismael al cabo de veinte años. Al punto, queda prendado de ella.
Protagonizada por Karra Elejalde, el actor mediante el que mejor se expresa el entonces polémico realizador alavés, su simbiosis con él llega a ser tan perfecta como la que establece con su músico, Bingen Mendizabal, otro de los pilares de su cine. Y ya es decir, considerando que Bajo Ulloa es un auténtico individualista, poseedor de su propio universo, más próximo a una fábula terrible, donde la fatalidad se cierne inexorable sobre sus personajes, que al del resto de los cineastas de su generación: el halo mágico de Julio Medem, los filmes noir de Enrique Urbizu, el peculiar humor de Alex de la Iglesia…
Airbag (1997), una road movie en clave de comedia, versa sobre un joven de la alta burguesía vasca que, en su despedida de soltero, pierde el anillo que ha de ceñir al día siguiente en el índice de su futura esposa. Airbag será la cinta más comercial de su autor hasta la fecha. De hecho, casi veinticinco años después de su estreno, sigue siendo una de las películas españolas más taquilleras. Hay secuencias en las que el retrato de los narcotraficantes, que persiguen al novio y sus amigos que Bajo Ulloa nos presenta, puede antojarse en la estela de los gitanos que nos muestra Emir Kusturica. Lo de que el lendakari sea un hombre de color es un verdadero hallazgo. Su crítica es lo mismo de incisiva. Ahora contra la sociedad vasca, luego contra la española.
Siempre crítico con los medios de comunicación y con la industria cinematográfica autóctona, tras el éxito de Airbag, Bajo Ulloa, cansado de controversias y litigios en público, se retira del foco mediático para dedicarse a la realización de videoclips para formaciones como Barricada, Enemigos o Golpes Bajos. Hace otro tanto para intérpretes como Joaquin Sabina. Esto, unido a su faceta publicitaria, le sirve para ir ganándose la vida.
En 2004 nuestro cineasta presenta un nuevo largometraje, Frágil, otra de sus fábulas intimistas y perturbadoras. Eso sí, su estreno ya no despierta las expectativas de sus películas de los 90. Rey gitano (2015), su siguiente realización, es una comedia irreverente, en la línea de Airbag, de manifiesta incorrección política, lo que vuelve a acarrearle cierta polémica.
Finalmente, tras algunos documentales sobre grupos de rock, llega Baby (2020), otro de sus dramas perversos y, a la vez, llenos de ternura. El realizador parece haber encontrado acomodo definitivamente en sus propuestas de antaño. Eso sí, ahora ya está al margen de polémicas.
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