«Si vienes en busca de mujeres», me advertía una compañera de trabajo a mi llegada a la ciudad, «pierde toda esperanza: la media de edad en invierno asciende a setenta años». Como tendría ocasión de descubrir en los siguientes años, Benidorm era durante el invierno un lugar plácido, estratégicamente situado en la bella comarca de la Marina Baixa, y por cuyo paseo marítimo transitaban mayoritariamente los beneficiarios del Imserso.
Junto a la dualidad insalvable del residente y el turista, Morella nos acompaña al abismo que separa al cuerdo del loco. Porque West End nace de la inquietud que genera tener un abuelo loco. El abuelo por parte de madre, Nicomedes Miranda, estaba loco; loco de brotar, loco de psiquiátrico. Y la abuela, mujer cuerda y cabal, se casó con él. Y tuvo cuatro hijos. Esas cosas dan que hablar en los pueblos. Dan que pensar en la familia. Dan que escribir a los escritores.
«La vieja dicotomía», cantaba Patxi Andión sobre Vallecas, «la gente y la policía». Para dicotomía, Ibiza. La droga, por ejemplo. Las mismas drogas que corrían por Vallecas corrían por Ibiza. Y, seguramente, alguna más. Más refinada, más cara, más cool. Las drogas para la farra y el desenfreno. Y la otra droga: el haloperidol. La que suministraron al abuelo para que nunca más volviera a brotar; para que nunca más volviera a ser él. Para que se mantuviera como el franquismo: sórdido y cadavérico. La droga capaz de tumbar al mismísimo Escohotado.
West End se encuadra en eso que se ha dado en llamar literatura de no ficción o autoficción, que desde hace unos años vive un primaveral reverdecer en nuestro país. Se trata, en general, de autobiografías que ponen el foco en un elemento particular. Este foco ayuda al autor a seleccionar el material, da pie a profundizar en alguno de esos eternos y grandes temas y evita que la obra se convierta en un mero florilegio de recuerdos, atrayente solo para los muy fans de quien firma.
Ordesa, de Manuel Vilas, gira en torno a la muerte de los padres. La hora violeta, de Sergio del Molino, pone el foco en la muerte de un hijo, en la línea de Mortal y rosa, de Francisco Umbral. Tiempo de vida, de Marcos Giralt, apunta a la figura del padre, tal y como hiciera Philip Roth en Patrimonio. Y me asalta la duda de si debería mencionar aquí la elusiva Negra espalda del tiempo, de Javier Marías. Especial gozo me brindó El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández. El autor murciano se sumerge en una atroz vivencia de su juventud: en la Nochebuena de hace ahora veinticinco años, su mejor amigo asesinó a golpes a su hermana y se quitó la vida. El suceso da pie a relatar cómo era la vida en la huerta de Murcia, convertida actualmente en bucólico reclamo turístico. Es moda ahora llorar por la huerta que se perdió y abogar por su recuperación. Abogan por ello quienes tienen por todo vínculo con la huerta el arroz con conejo del domingo en un restaurante plantado junto a un limonar o uno de esos chaletazos con piscina que han sustituido a las barracas de antaño.
He percibido que muchos lectores sienten, llegada una edad y acumulación de lecturas, inclinación hacia el ensayo o algo que se le parezca. Un ansia de veracidad que la pura ficción no consigue colmar. Por otro lado, una considerable parte del público gusta de asomarse a las vidas y caracteres de los autores, a su cotidianeidad y sus miserias; en el colectivo de los lectores compulsivos abundamos los mitómanos, fetichistas, mirones, cotillas. Con ambos ingredientes se cocina la autoficción: un relato con afán de realidad y un despliegue de confidencias. Y ambos contiene en generosa dosis West End.
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Autor: José Morella. Título: West End. Editorial: Siruela. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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