Es algo consabido que verdad literaria y verdad biográfica casi nunca son equivalentes, y todo lector avezado es consciente de que, además, ese hecho carece de transcendencia en el impacto final del mensaje transmitido. O incluso se puede afirmar que la verdad literaria —poética, en el caso del libro que nos ocupa— contribuye a engrandecer la realidad, pues no creo que haya quien a día de hoy dude que Alonso Quijano —nuestro amado Don Quijote— es un personaje mucho más real en el imaginario individual y colectivo que cualquiera de los sufridos caballeros de carne y hueso que transitaron los caminos de La Mancha durante el siglo XVII. Aristóteles escribió sobre esa difícil consecución que es la ‘verosimilitud’, concepto fundamental en la Poética aristotélica y elemento sustancial de un poema para que resulte creíble. La verosimilitud no se basa en la fidelidad a los hechos reales, sino a los que hubieran podido serlo. De este modo, la poesía no muestra necesariamente la historia de cómo fueron las cosas, sino de cómo podrían haber sido, y sobre todo, de cómo desearíamos que hubieran sido. Esta mirada subjetiva contribuye a engrandecer los límites de la realidad, ensanchando el margen de sus posibilidades argumentativas.
Imaginemos ahora que la poesía ha muerto. No es tan descabellado, al fin y al cabo, si consideramos que una creación de seres mortales tiene a su vez muchas probabilidades de ser mortal. De este supuesto —tan quimérico como verosímil, sobre todo si tenemos en cuenta ese concepto indispensable en la recepción literaria que los anglosajones llaman suspension of disbelief— parte Luis García Montero en Balada en la muerte de la poesía, su último libro de poesía. Con un título tan sugestivo como reminiscente de los poetas románticos ingleses y alemanes, el poeta da fe de la defunción de la poesía en veintidós composiciones de prosa lírica. Todos los enojosos trámites burocráticos que se derivan de un fallecimiento se dan sorprendente cita en el dramático recuento: registro de huellas digitales, levantamiento del cadáver, traslado al tanatorio municipal, incineración, notas necrológicas. Y el poeta, cariacontecido y melancólico, decide acudir al entierro de la poesía. Pero no va solo. Lo acompañan los versos de todos los poetas que ha leído con fervor y admirado a lo largo de su vida. Porque Balada en la muerte de la poesía es, entre otras muchas cosas, el homenaje encendido de un consumado lector de poesía, de un apasionado lector que ha incorporado a su biografía sentimental las palabras de los muchos grandes poetas que en el mundo han sido. “En el buzón se graba la soledad amena de un mensaje. Llaman después la vida retirada, la noche oscura, los lagartos que lloran y la niña más bella de nuestro lugar. Llama el amor constante para decir que no arde más allá de la muerte. El limonero dice que no madura en su patio.”
Pero Balada en la muerte de la poesía es también un toque de atención, un grito desgarrado, la denuncia lúcida de un poeta que observa cómo su tiempo se va vaciando de sentido humano para dejar paso al mercantilismo más soez y descarnado, que asiste impotente al espectáculo de las palabras que se alejan, mientras sólo se escucha el ruido seco de los talonarios que compran las voluntades y la Historia. Que vivimos malos tiempos para la lírica ya lo anunciaron los Golpes Bajos en la década de los ochenta. Pero más de treinta años después la situación está muy lejos de mejorar: las autoridades educativas acorralan los estudios de humanidades, los medios de comunicación de masas funcionan como método de aturdimiento colectivo, el utilitarismo zafio avanza, el pensamiento y el espíritu retroceden. Luis García Montero decide abandonar la mansedumbre del rebaño y emprende una doble gesta con Balada en la muerte de la poesía. La primera posee una vertiente ética, la del intelectual que siente la obligación moral de evidenciar las miserias y amenazas de su tiempo. La segunda es de raíz estética, porque García Montero acomete un propósito poético y da un giro inesperado a su producción. El intento de abrir nuevos caminos, de explorar sendas diferentes, lejos de la mímesis y de la imitación, es uno de los rasgos que mejor distingue a los verdaderos poetas de los epígonos. Las miradas de Juan Vida, una serie de ilustraciones tan estimulantes como bellamente perturbadoras, lo acompañan en esta aventura valiente. La creación de ambos certifica que, aun en su muerte, la poesía está más viva que nunca.
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Título: Balada en la muerte de la poesía. Autor: Luis García Montero. Editorial: Visor. Páginas: 64. Edición: Papel.
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