Las redacciones van quedándose vacías de veteranos. A los reporteros se les va dejando marchar de los diarios, porque la nómina es cara, el invento de las prejubilaciones cada vez se aplica a edades más tempranas y por otra melé de asuntos que no viene al caso mencionar. Uno recuerda todavía los inicios imberbes en este oficio. Esos años de escritura novel, preñada de dudas y aterida por los temblores de las urgencias, en los que se cerraba segunda edición y había que matar la noche y la ausencia de noticias, que más que un vacío es un silencio selvático, con un vaso de whisky (o ron) y los relatos de la vieja guardia. Los jóvenes plumillas solíamos rodear a los cronistas fogueados en mil batallas como los miembros de la tribu se reunían antes alrededor de la hoguera ancestral y primitiva: para escuchar los relatos del chamán, que es quien pasa la tradición y los cuentos.
Un periódico no es solo el apunte noticioso del día. También es la historia palpitante de la época, que es el tiempo de su publicación, y la memoria de los testigos que la han narrado. Esa experiencia vital que no cabe en la página o la crónica apremiante. Uno guarda una relación exacta de aquellos turnos de noctámbulos escuchando, entre otros, a Alberto Rubio, que nos traía el relato oral del conflicto de Yugoslavia, de sus viajes a Bagdad, de los compañeros que habían ido cayendo por un lado y otro.
La recuperación de El río del tiempo de Jon Swain trae en sus páginas el regusto de esas madrugadas de conversaciones y destilados. Él nos ofrece ese horizonte de balas y palmeras que fueron las guerras de Vietnam y Camboya, y el recuerdo de los que quedaron en aquellas tierras, como Larry Burrows, Henri Huet o Keizaburo Shimamoto, que fallecieron cuando su helicóptero fue derribado por Laos o así.
“Lo que me enseñó de la vida y de la muerte nunca lo habría aprendido en Europa”, escribe Swain como con un poso de nostalgia en la pluma, que lo suyo tiene bastante de mirada hacia atrás, de volver los ojos a lo vivido, a ese viaje de la inocencia a la realidad que emprendió en sus horizontes juveniles. Aterrizó en el Mekong con un exceso de optimismo, una máquina de escribir y la electricidad estática de los sueños crepitándole en el sentido común. Y regresó con la mirada enturbiada por lo visto/presenciado y un ritmo metido en la taquigrafía que recordaba al tableteo de los M16 y los AK-47.
A Swain le dio la vida la misma geografía que casi se la quita —le salvó el pellejo Dith Pan, el intérprete camboyano de Los gritos del silencio (todos recodarán la escena), cuando evitó que un jemer rojo lo ejecutara—. Y su libro/crónica, que contiene reflejos de memorias, como de evocación tardía del pasado, da fe justo de eso, de la barbarie, cómo el paraíso devino en infierno. Pero también de cómo la palabra escrita en ocasiones tiene algo de antídoto, como de chaleco antibalas contra los recuerdos.
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