La noticia era chachi. Un juez estadounidense condena a un furtivo a ver Bambi, una vez al mes, durante un año. Lo reunía todo: personaje infantil conocido, sanción tipo “¡ve al rincón de pensar”, y la más reverenciada peli de Walt Disney. Los editores televisivos miccionaron colonia. ¡A la franja de máxima audiencia con esto!
El tema apareció en todas las teles, Telepizza incluida. Lástima que los ectoplasmas de las pantallas de plasma brindasen una versión edulcorada del suceso, pese a que el despacho de la Associated Press era prolijo en datos.
De entrada, la sentencia íntegra condenaba al reo a un año de cárcel por un delito contra la fauna en el estado de Misuri; a tres meses más de chirona por violación de la retirada del permiso de armas; y a 51.000 dólares de multa por un tercer delito de caza ilícita con artes prohibidas. El sentenciado y dos familiares suyos se enfrentan aún a otros 230 cargos por sus actividades criminales en once condados del mismo territorio y las circunscripciones de Kansas y Nebraska, así como en el vecino Canadá.
El fallo estima que el condenado masacró a 200 ciervos de cola blanca, deslumbrándolos con un foco para dispararles. En ocasiones, usó filopos que embudaban a las presas, bloqueándoles la fuga. Finalmente, decapitó los cadáveres y abandonó las canales sobre el terreno, pues el tipejo se lucraba vendiendo las cabezas a gilipuertas varios, como trofeos venatorios. Dado que a esa espelunca ibérica de monteros ejecutivos y potentados podía incomodarle el dictamen judicial, las cadenas fueron a lo anecdótico.
El protagonista del suceso, David Berry, 39 años, y residente en el condado de Lawrence, es una genuina escopeta carnicera. Uno de esos fulanos que llaman “lance de caza” a que un venado y una rehala de perros se despeñen por un tajo. Esos que te hablan de “control de alimañas” si un cabrón le revienta la crisma a culatazos a una raposa coja. Ya saben, gente que vota a Vox para preservar las esencias.
De modo que el juez Robert George dispuso que el tal Berry viera reiteradamente Bambi mientras cumple condena. El magistrado considera que esa cinta le enseñará a respetar la vida de la fauna silvestre… Es mucho suponer, Señoría.
Para empezar, las películas naturalísticas de la factoría Disney son una ñoñez, cuando no mienten descaradamente. Un ejemplo, la aclamada Infierno blanco, Oscar al mejor documental de 1959 y difusora del bulo sobre que los leminos —esos roedores de la tundra ártica— se suicidan en masa cada cierto tiempo.
Pasándose la zoología por la entrepierna, dicho film se rodó en una región de Canadá donde ni siquiera vivían tales animalitos. Los que salen en pantalla fueron capturados en Manitoba, a 1.400 kilómetros de la localización del rodaje, por nativos inuits a quienes los productores pagaron por atraparlos vivos.
Ítem más; James Algar, director y guionista de la película, falseó numerosos planos para fingir una migración masiva de tales roedores. Mientras, sus asistentes espantaban a dichos animales y los forzaban a tirarse por un barranco (“lances de caza”, ya saben) que simulaba el cantil costero del océano. Esa secuencia se rodó, curiosamente, en el río Bow a su paso por la región de Alberta, la cual no tiene salida al mar. Algar, por cierto, era un dibujante que acabaría convirtiéndose en un ejecutivo clave dentro de la Disney. Incluso nueve años antes de rodar Infierno Blanco, había sido el principal codirector de —¡oh, sorpresa!— Bambi.
El guion de esta última cinta demuele prácticamente la trama de la novela original, obra del austriaco Felix Salten y titulada “Bambi, ein Leben im Walde” (Bambi, una vida en los bosques), Ed. Paul Zsolnay Verlag, 1926.
La primera aberración estriba en que el auténtico protagonista de dicho relato era un corcino y no un cervatillo. Lo deja claramente sentado un fragmento de diálogo del primer capítulo, donde su madre explica a Bambi: “Du bist ein Reh, und ich bin ein Reh. Das sind Rehe. Verstehst du das?» (“Tú eres un corzo, y yo también soy un corzo. Los dos somos corzos. ¿Entiendes?»).
Pero los de Disney descubrieron que en EE.UU. no existen tales ungulados —las únicas especies de corzo en ese continente moran en Iberoamérica— y cambiaron de bicho para zanjar el problema. Tras eso, se inventaron por el morro personajes que ni figuraban en el libro (Tambor y Flor). Además y como los hábitos del ciervo coliblanco difieren de los del corzo europeo, fueron por libre. Un detalle anecdótico: sólo en España viven hasta tres subespecies de corzo, siendo el mayor y más extendido el corzo collalbo y el más escaso y de menor talla el corzo morisco (para interesados: El corzo andaluz, de Francisco Braza, Cristina San José, Santiago Aragón, y José Ramón Delibes, investigadores del CSIC, Ed. Junta de Andalucía, 1994).
Felix Salten hacía gala en su obra de buenos conocimientos naturalísticos, especialmente en ornitología y botánica, algo con escaso o nulo reflejo en la cinta, donde los forillos del bosque son melifluos, desvaídos, y con frecuente aparición de troncos de coníferas. Nada que ver con las frondas tan bien descritas en la obra del austríaco: “En las proximidades del pequeño claro crecían avellanos, cornejos, ciruelos silvestres y saúcos jóvenes. Altos arces, hayas y robles formaban una techumbre verde, y de la tierra firme y de color castaño oscuro se elevaban helechos, yeros y salvias”.
Deduzco pues, Magistrado, que usía se limitó a ver la puñetera peli cuando crío, sin leer la novela. Pero a un cabestro como el tal Berry se la traerá floja si la madre de Bambi muere, pues seguramente la habrá matado él.
Sin embargo, no todo está perdido. Verá, Señoría, Felix Salten —quien en realidad se llamaba Siegmund Salzman— fue un escritor y periodista austriaco de trayectoria prolífica. Singularmente, una de sus primeras obras es Josefine Mutzenbacher o Historia de una prostituta vienesa relatada por ella misma (Josefine Mutzenbacher, oder Die Geschichte einer Wienerischen Dirne von ihr selbst erzählt). Como deducirá, Señoría, el tema resultará atrayente a los reclusos de su condado que sepan leer. Incluso alguno descubriría las brutales condiciones de opresión y marginación que padecían los humildes del Imperio Austrohúngaro, frente a la corrupción moral de sus élites.
¡Vale, Ilustrísimo! Admito que estoy recomendando una novela pornográfica como lectura penitenciaria. Pero más ridículo es hacer visionar Bambi a un hijueputa. Ese sólo sacará en claro que debe quemar el bosque. ¿O ha olvidado Usía la secuencia del incendio forestal?…
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