Si las actrices de Martin Scorsese hubiesen despertado en el público el mismo interés que sus actores, Barbara Hershey sería como el Harvey Keitel de Malas calles (1973) y Taxi Driver (1976) en el parnaso actoral de este realizador. Han sido dos, hasta la fecha, las creaciones de esta intérprete para el cineasta neoyorquino: la Boxcar Bertha de El tren de Bertha (1972) y la María Magdalena de La última tentación de Cristo (1988). La segunda toca muy de cerca la espiritualidad de Scorsese y ambas son la causa de que, pese a lucir ya el pelo blanco en sus últimos personajes —su filmografía abarca siete décadas—, Barbara Hershey a mí aún se me antoje una de aquellas chicas de los años 70, dulces y alucinadas, que volvían de Marruecos, “del corazón de Ketama” —o de mucho más lejos, de Nepal, de Katmandú— con tatuajes de henna en el empeine y el dorso de los dedos, plenas de cierto equilibrio que lindaba con la pérdida de la razón.
Ésa fue la primera vez que ciertos sectores de la prensa acusaron a la joven actriz, que era Barbara en aquella ocasión, de permanecer siempre bajo los efectos de las sustancias estupefacientes. En un artículo de 1979, que al estar publicado por la agencia Knight News Service tuvo mucha difusión pues fue reproducido en numerosos medios, se llegó a afirmar que la toxicomanía de la actriz había echado a perder su actividad profesional.
Los cuarenta y muchos años transcurridos desde entonces, en los que la intérprete ha colaborado con realizadores como Woody Allen —Hannah y sus hermanas (1986)—, Jane Campion —Retrato de una dama (1996)—, o Darren Aronofsky —Cisne negro (2010)— son la mejor demostración de lo gratuitos que fueron aquellos malos augurios. Sin embargo, a la vista de los pocos papeles estelares —y menos aún de cierta enjundia— que jalonan su filmografía, podemos concluir que ese estigma, que impusieron a Barbara Hershey los productores cuando para ellos no era más que otra de las jóvenes alucinadas de los años 70, en cierto sentido, viene perjudicando su carrera desde entonces. Ella misma lo ha comentado en alguna entrevista.
El agorero que con tanta prisa puso fin a la filmografía de aquella actriz, que a su juicio siempre iba drogada, además de un ardiente deseo personal de que así fuera, tenía motivos para aventurar un prematuro final, aunque, al cabo, no tuviera razón. Como tan a menudo sucede en estos casos, el futuro de la dulce Barbara Hershey no fue tan tremendo como a aquel adivino de pacotilla le hubiese gustado, ni tan feliz como hubiera querido la actriz.
En 1981, cuando Free —el hijo que tuvo con Carradine—, con tan solo nueve años cambió legalmente su nombre por el de Thomas, aquel tiempo de la espiritualidad y los alucinados en masa, que concebían las drogas como sustancias liberadoras; ese delirio que en gran medida fueron los años 70 para esa parte de la juventud occidental que descubría el orientalismo perdiéndose por los caminos de Asia, ya había tocado a su fin. Sin embargo, a la musa de Scorsese, ya digo, no le iba a ser tan fácil librarse del estigma de aquellos años como a su hijo cambiarse el nombre. Seguiría trabajando en las dos pantallas, bien es cierto.
Incorporando a señoras mayores llenas de misterio, Barbara Hershey ha llegado hasta nuestros días —Strange Darling (J. T. Monller, 2023) data de esta misma temporada—, pero siempre como actriz de reparto. Protagonista, al igual que el propio Carradine, solo lo ha sido en alguna cinta menor —El Ente (Sidney J. Furie, 1982), Un día de furia (Joel Schumacher, 1993)—, y es difícil imaginar que un intérprete, con independencia de su sexo o su condición, al iniciar su carrera desee un futuro incorporando a personajes de reparto.
Los hippies, aquellos alucinados en masa, ya entrados los años 80 se convirtieron en yuppies mientras Barbara Hershey seguía esperando aquel protagonista que, todavía es ahora, que ya luce el pelo totalmente blanco, como Judy Collins, cuando sigue sin llegar. Puede que fuera la Ruth de Vidas distantes (Andrey Konchalovskiy, 1987), que le valió el premio a la mejor actriz en Cannes. Si fue así, la distinción en el festival francés no repercutió, desde luego, en una mayor proyección internacional de la carrera de la actriz.
Como el lector habitual de estos artículos sabrá, siento una debilidad especial por todas las actrices que fueron hippies auténticas porque las hippies urbanas de los 70 —las freaks— fueron las primeras chicas de mi educación sentimental. De modo que mi Barbara Hershey favorita es la primera, la que interpretó a Boxar Bertha para Scorsese.
Concebida por Roger Corman, su productor, en la estela de los celebrados relatos criminales que él mismo había realizado —La matanza del día de San Valentín (1967), Mamá sangrienta (1970)—, El tren de Bertha debió de ser un filme en la estela de Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967). Eso sí, con un presupuesto mucho más limitado, tanto como suelen serlo en la serie B, de la que Corman fue el rey Midas. Pero, a diferencia de la pareja de enemigos públicos que asolaron Texas, Oklahoma, Missouri, Nuevo México y Luisiana, Boxcar Bertha Thompson —sin duda el gran personaje de Barbara Hershey— fue una sindicalista que se vio envuelta en asaltos a trenes y otras actividades delictivas para sufragar la caja de resistencia, durante las huelgas de los trabajadores, y su sindicato. Sin embargo, antes que en la estela de su productor, Scorsese operó en la del sueco Bo Widerberg, quien en 1971 había estrenado Joe Hill, sobre el anarquista ejecutado injustamente en Utah en 1915.
Otro libertario, Big Bill Shelley, fue el compañero de Boxcar Bertha y, siendo el caso que Barbara Hershey y David Carradine vivían una historia desde que coincidieron en el rodaje de Un paraíso a golpe de revolver (Lee H. Katzin, 1969), Scorsese decidió confiarles la creación de aquella pareja de revolucionarios que Corman quiso que fueran atracadores. De una u otra manera, amantes hasta que la muerte violenta les separó, como a Bonnie y Clyde.
Que Carradine y Clyde fueran amantes en la vida real a Scorsese le vino que ni pintado para mostrar esos encantos de su protagonista, que Corman le demandó con las indicaciones sobre el guión: “recuerda que tiene que haber algo de carne, al menos cada quince páginas. No desnudo integral, quizás un hombro descubierto o una pierna. Sólo para mantener el interés del público”.
Y el público se mostró tan interesado que la pareja volvió a desnudarse para reproducir las secuencias sexuales de El tren de Bertha en el número correspondiente de la revista Playboy. Un nuevo escándalo fue a sumarse entonces a la reputación de alucinada que ya obraba sobre nuestra actriz. Estigma en el que fue a abundar su nuevo apellido artístico: Seagull (gaviota), adoptado en tributo a una de estas aves, a la que rompió el cuello involuntariamente durante el rodaje de un plano especialmente dificultoso de El último verano (Frank Perry, 1969).
La primera cinta en la que figura acreditada como Barbara Seagull fue una producción de los Países Bajos titulada Love Comes Quietly (1973). Cuando en el 75 fue advertida por los productores de que si seguía con lo de la gaviota le pagarían mucho menos puesto que nadie la conocía por semejante apellido, volvió a figurar en los repartos como Barbara Hershey. Desde que la vi por primera vez en Los Monroe (Milt Rosen, 1966-1967), un western de la televisión de mi infancia sobre unos hermanos huérfanos que han de abrirse camino en la vida en las inmediaciones de Jackson (Wyoming), la recordaba como Kathy, la mayor de todos ellos. De modo que ahora, en sus últimos trabajos, me entristece verla con el pelo tan blanco como Judy Collins.
Nacida en Hollywood en 1948, antes de convertirse a aquella alucinación colectiva, que debió de ser todo aquello de los hippies y su orientalismo para los productores que la estigmatizaron como integrante de aquel delirio, colaboró con William Wyler en No se compra el silencio (1970). Para quienes la señalaron, al igual que a Peter Fonda, Dennis Hopper y David Carradine, por supuesto, nunca dejó de ser la hippie. Sin embargo, aquel viaje, más o menos se acabó cuando partió con Carradine en 1975, luego de que él fuese detenido, tras una ingesta de peyote, acusado de entrar a robar en una vivienda en Hollywood.
Muchos años después, Scorsese, cuya primera vocación fue el sacerdocio, volvió sobre un texto que la pareja de alucinados le regaló al finalizar el rodaje de El tren de Bertha. En efecto, era La última tentación de Cristo, la novela publicada por el griego Nikos Kazantzakis en 1955. Ficción polémica como pocas —una buena parte de la tentación es presentar a Jesucristo conviviendo maritalmente con María Magdalena—, fuera o no fuera herética aquella propuesta, el caso fue que nos proporcionó una última visión de Barbara Hershey a la antigua usanza, como cuando era una hippie alucinada. Incluso lucía tatuajes de henna, como aquellas que volvían del corazón de Ketama o Katmandú en mi remota adolescencia, casi primera juventud. Así he de recordarla siempre, aunque ahora tenga el pelo blanco como Judy Collins.
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