Les confesaré una anécdota personal. Cuando estaba este que les escribe construyendo la novela que más tarde publiqué bajo el título de Un Episodio Nacional, obra que trata el asesinato de la calle Fuencarral, así como la repercusión política y la corrupción estatal que acarreó el suceso, Pío Baroja se cruzó en mi camino. Andaba yo leyendo La Busca, su maravillosa trilogía, para ambientar la novela cuando me fijé en que don Pío le había prestado más atención a otro asesinato: el crimen de la Guindalera. Recuerdo que me fascinó el caso, tanto que a punto estuve de cambiar la trama, pues estaba tentado de sustituir el acontecimiento que le daba sentido. Recuerdo cómo Baroja fue indagando en el asunto, caminando por Madrid, bajo ese manto a medio camino entre el panadero y el médico. No era especialmente conversador, aunque sí había heredado de Galdós el arte de escuchar. Le precedía esa fama de huraño. En tiempos del caso de la Guindalera, un amigo pintor le cuestionó si el arte se hacía con sangre. Con sangre, respondió, sólo las morcillas. Al final me decanté por Galdós y el crimen de Fuencarral, pero Baroja tuvo varios cameos en la novela. Siguió caminando por ese Madrid tan suyo, el decimonónico poblachón que se transformaba en gigantesca ciudad.
Informa Daniel Ramírez en El Español que, finalmente, Madrid ha tomado la decisión de hacer hijo adoptivo a Pío Baroja. Ofrecerán sus votos PP, Más Madrid, PSOE, Vox y Ciudadanos para hacerlo posible, aunque tal y como cuenta Ramírez la iniciativa surge gracias a la efervescencia de un grupo irreductible de barojianos, quienes fueron capaces de hacerle llegar al alcalde una petición formal firmada, entre otros, por el premio Nobel Mario Vargas Llosa o el director de la Academia de la Lengua, Santiago Muñoz Machado. Ahora que se celebra el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento, y toda vez que, como ya censuramos aquí, en otros lugares barojianamente significativos le niegan el reconocimiento, me parece una noticia extraordinaria.
No era fácil reconocerle nada a Baroja. Primero, porque en un mundo donde la identidad decide, marca y cancela, la suya siempre fue difusa. Me dirán que los montes de su Guipúzcoa natal le curtieron, pero este que les escribe no los impondría sobre aquel Madrid de juventud que le dio amistades literarias, tono narrativo y tramas geniales. Si a eso le añadimos su particular relación con Navarra, podemos concluir que Baroja no fue ni de aquí ni de allí, sino de todas partes o quizás de ninguna. Y, segundo, porque siempre fue un hombre políticamente incorrecto: por poner un ejemplo, se ciscaba igualmente en España o en el País Vasco, para desgracia de nacionalistas que, por cierto, nunca pudieron ver en él al santo literario que esperaban. De don Pío se ha dicho que fue misógino, anticlerical, condescendiente con el franquismo, aniquilador de repúblicas, antisemita, racista y qué sé yo. Hasta se le ha acusado de llevar una cruz gamada en la solapa allá por los años treinta. Difícil condecorar, como ahora se hace, a alguien que supo ir a la contra de todo, excepto de su propia libertad de pensamiento. Y, precisamente por eso, condecorarlo es, a su vez, tan necesario.
¡Qué gran noticia!
A Baroja no le atraparán jamás. Ni con la lisonja de los reconocimientos ni con la diatriba y la cancelación de estos tiempos que han sustituido el conocimiento de la cosa en sí por las etiquetas.
Es que además, le daría igual todo a título póstumo, ex aequo (EAS-MAD).