La Estación Central de Frankfurt es una de las estaciones de ferrocarril más grandes de Europa y constituye uno de los principales nudos de comunicación del país. Muchos la llaman La Puerta de Alemania. De día o de noche, su fachada de estilo clásico es impresionante, a pesar de estar afeada por el moderno logo en blanco y rojo de la Deutsche Bahn AG.
—Hola, guapo.
Estoy tan ensimismado en la contemplación de la Hauptbahnhof que el saludo me hace dar un respingo. Me vuelvo hacia la voz femenina que ha pronunciado esa frase en un perfecto español latino.
—¿Guapo yo? No me hagas reír.
Es ella la que ríe. No parece sorprendida de que responda en castellano. Cuando veo su escote y la falda tan corta que lleva, lo primero que pienso es que se va a morir de frío si no se tapa un poco. Después concluyo a lo que se dedica. Está apoyada contra un portal junto a otras dos mujeres que me miran como se mira a la última croqueta del plato.
—¿De dónde eres?
El tono es zalamero. Cortés pero inequívoco. Sé que debería ser igual de educado con ella, pero no quiero hacerle perder el tiempo, así que farfullo una excusa y me alejo. Es una respuesta atolondrada, acorde con la tristeza que me provoca ver a ese trío de mujeres pasando frío a la caza y captura de algún cliente.
La primera vez que pisé el barrio rojo de Frankfurt fue por casualidad. Lo juro. Paseaba junto a la estación de tren y, de repente, me vi rodeado de carteles y luces rojas que anunciaban las bondades de este o aquel establecimiento. Alemania legalizó la prostitución en 2002, con el objetivo de combatir a las mafias de tráfico de personas y alejar el negocio de las calles, además de ofrecer a las trabajadores un marco laboral adecuado para que pudieran ejercer su oficio con dignidad.
Al menos, esa era la intención.
Está prohibido ofrecer servicios sexuales en la vía pública, aunque sucede de forma frecuente. Tampoco es legal que las mujeres se exhiban en los escaparates, a diferencia de lo que sucede en otros países. Como respuesta, algunos establecimientos colocan maniquíes muy explícitos en los balcones de los edificios como reclamo y para no dejar dudas sobre lo que sucede allí dentro.
Al adentrarme en la calle Elbestraße, hombres apostados junto a los locales me entregan folletos e intentan convencerme para que pase a tomarme una copa. Me cruzo con varias mujeres que me sonríen y tratan de entablar una conversación que rechazo como puedo con mi rudimentario alemán de Duolingo.
Dicen que la legislación vigente no sirve de mucho y que las mafias siguen operando con total impunidad. Aún así, se producen redadas policiales a cada momento con el fin de detectar irregularidades, como personas que residen ilegalmente en el país, menores de edad, esclavas sexuales…
Hay muchas excusas con las que los gobernantes tratan de justificar la legalización de esta actividad, pero la realidad no engaña a nadie y, como siempre, el vil metal está detrás de todo: el negocio de la prostitución en Alemania supone una tributación en impuestos más de 2.000 millones de euros al año.
* * *
Al final de la calle, como si tratara de marcar el límite entre el barrio rojo y el resto del universo, avisto una de las llamadas «salas de inyección». A su alrededor se agolpan toxicómanos de toda edad y condición. Algunos charlan entre ellos; otros gritan, como si discutieran con un ser imaginario que no hace otra cosa que llevarles la contraria; los hay que lidian con el mono sentados en un escalón, rascándose de forma frenética los brazos y las piernas y farfullando palabras inconexas sin un destinatario concreto.
Hay tanto hombres como mujeres, en una paridad de la que ya podría aprender nuestro congreso de los diputados.
Existe un gran problema de drogas en Frankfurt. La heroína campa a sus anchas. El caballo cabalga desbocado, saltando de vena en vena, causando estragos y dejándose ver en los rostros cenicientos que pululan por las inmediaciones de la Hauptbahnhof. Hay consumidores de diferentes nacionalidades, la mayoría indigentes y gente con pocos recursos, pero también altos ejecutivos con trajes a medida que necesitan una dosis que les ayude encarar la responsabilidad de sus puestos de trabajo; una motivación extra con la que afrontar las decisiones que tienen que tomar a lo largo del día.
Las salas de inyección son la respuesta de Alemania a esta problemática. Se trata de establecimientos regentados por educadores y trabajadores sociales donde los drogadictos pueden inyectarse sus dosis en unas condiciones mínimamente aceptables de salubridad e higiene. Allí les proporcionan jeringuillas nuevas y material esterilizado. Además, cuentan con personal médico preparado para actuar en caso de sobredosis. Es una medida muy polémica, ya que muchos piensan que, de alguna manera, el estado «invita» a los adictos a drogarse en sus instalaciones. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja y menos amable: si no se pinchan allí, lo harán en cualquier otro lugar.
Para entender el propósito de estas narcosalas hay que tener en cuenta que, desde que existen, ha descendido de forma significativa el número de muertes por sobredosis. También se ha puesto freno en gran medida el contagio del sida, la hepatitis y otras enfermedades asociadas al consumo de drogas. El bienestar de los toxicómanos importa y existen establecimientos en los que pueden encontrar duchas, ropa limpia de segunda o tercera mano, cafés y menús económicos para que puedan afrontar el día a día con algo de dignidad.
Obviamente, hay quien opina que todo esto está muy bien, pero no debería hacerse con dinero público.
Al final de la calle hay un furgón de policía. Una pareja de agentes apostados en el exterior del vehículo vigila que no se produzcan incidentes. Parecen aburridos hasta el infinito, como si la tediosa labor de patrullar las inmediaciones de las salas de inyecciones fuera más de lo que pueden soportar. Cuando paso junto a ellos no me prestan la menor atención, puede que catalogándome de inmediato como un turista despistado que ha recalado allí por casualidad.
Es curioso que el barrio rojo y las salas de inyección compartan el mismo espacio vital. Como si los gobernantes hubieran decidido concentrar todos los vicios en el mismo lugar. Al alzar la vista, observo los impresionantes rascacielos que nos rodean. El contraste es grotesco y resulta llamativo que un lugar tan miserable se encuentre allí mismo, a la sombra de los rascacielos y las torres de las grandes multinacionales, aunque si se mira con algo de perspectiva sí que tiene sentido: si los prostíbulos y las salas de consumo se encontraran en algún barrio de las afueras, terminarían convirtiéndolo en un suburbio.
El Banhofsviertel es un barrio sucio, gris y vergonzante. Como un felpudo en el que alguien se limpiaría las suelas antes de pisar otros lugares más elegantes. No necesito caminar más diez metros para verme de nuevo rodeado de torres de Babel, lujosas y despampanantes, que certifican la buena salud de los negocios que tienen lugar a muchos metros sobre nuestras cabezas. El contraste es tan abrumador que no parece real.
Me cruzo con un par de tipos elegantemente trajeados y me pregunto si van a una reunión de negocios, a echar un polvo al barrio rojo o a meterse un chute en la sala de inyecciones. Tengo la sensación de que cualquiera de las tres opciones es factible en esta camaleónica ciudad.
Es evidente que gran parte de la acción de mi nueva novela tendrá lugar en el barrio rojo. Las narcosalas también tendrán su sitio, ya que son tan características de Frankfurt como su skyline. Es demasiado tentador tener a mi alcance un barrio como Banhofsviertel y no utilizarlo en una narración que, dicho sea de paso, ya va cogiendo forma. El paseo por el barrio rojo me ha provisto de varias ideas que quiero poner por escrito lo antes posible, así que aprieto el paso y camino entre los rascacielos, esta vez sin alzar la vista hacia ellos.
* * *
De camino a casa, detecto un quiosco de prensa con un feo cartel escrito a mano que anuncia que disponen de café para llevar. Hay muchos lugares donde sirven cafés en vasos de cartón para que puedas tomártelos por la calle. Es una buena manera de entrar en calor, sobre todo cuando el invierno se hace notar.
El café en Frankfurt es deplorable. Malo como un lumbago. Si pides un expreso puede que tengas algo de suerte, pero lo que sirven habitualmente es una sustancia indefinible que llaman Café crema, porque llamarlo «café de mierda» sería demasiado explícito, aunque es una definición que se ajusta perfectamente a su naturaleza.
Poco a poco voy descubriendo lugares en los que sirven un café aceptable, pero durante mis primeros días en Frankfurt me equivoqué muchas veces. Demasiadas. Me quedaba atónito ante las grandes tazas de café aguado que me ponían por delante, sin espuma y con la consistencia del agua sucia. Pequeñas piscinas de café crema igual de apetitosas que un trago de lejía y que auguraban una rápida visita al cuarto de baño más cercano.
Me detengo en el quiosco y decido jugármela. Pido un café y, mientras hablo con el dependiente, veo en el interior de esa especie de zulo una vieja cafetera de la marca Senseo. Es habitual que las tiendas dispongan de pequeñas cafeteras domésticas con las que preparan bebidas para llevar de forma rápida y económica. Te lo sirven en un vaso desechable por un euro o un euro y medio. Es una alternativa razonable a la escasa calidad del café que sirven en la mayoría de los establecimientos de la ciudad.
Mientras espero a que me sirvan la bebida, un tipo se me acerca y me pide algo de dinero. No sé de dónde es, pero habla alemán peor que yo. Logra hacerse entender por señas, a las que respondo que no voy a darle dinero, pero que si quiere puedo invitarle a un café. La respuesta parece enervarle y exterioriza su frustración con un resoplido. Después niega y, tras darme la espalda, se aleja arrastrando los pies y murmurando algunas lindezas.
Cruzo una mirada con el dependiente, que menea la cabeza de un lado al otro mientras me tiende mi vaso de cartón. Dada la cercanía de las narcosalas, debe de ser habitual que algunos adictos se acerquen a los transeúntes para pedirles algo de pasta con la que pagarse el próximo chute.
Es la cara B de Frankfurt; una ciudad en la que lo mismo te puedes cruzar con Ferraris, Maseratis y Lamborghinis que con individuos como el que me acaba de pedir dinero. Lo veo alejarse como un alma en pena, un pobre diablo cuyo día a día se resume en la búsqueda constante de la siguiente dosis.
Doy un trago desganado al café y me alejo, sin dejar de pensar en este contraste y preguntándome de qué manera podría reflejarlo en mi novela. Ya encontraré la forma, concluyo.
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