Alejandro Pedregosa es un poeta y narrador nacido en Granada en 1974. Estudió Filología hispánica y Teoría de la literatura. En 2018 recibió el Premio Andalucía de la Crítica por su libro de relatos O (Cuadernos del Vigía, 2017, posteriormente traducido al portugués). Entre sus poemarios destacan Los labios celestes (Premio Arcipreste de Hita, Pre-Textos, 2007) o Pequeña biografía de la luz (Esdrújula Ediciones, 2019). Con su primer libro de poesía infantil, Álbum de familia (2020), ganó el Premio Ciudad de Orihuela. En 2004 un jurado presidido por Josefina Aldecoa le otorgó el Premio de Novela Corta José Saramago por Paisaje quebrado. Su última novela hasta la fecha es Hotel Mediterráneo (2015). Presentamos una muestra de Barro, su último libro de poesía, publicado por Sonámbulos Ediciones. Una obra marcada por la cicatriz que deja la pérdida, que funciona como una suerte de cobijo desde el que observar otras vidas posibles. Una casa edificada sobre poemas a través de los que el autor se pregunta cómo podemos seguir viviendo, y cuyos textos no ofrecen respuesta, pero sí consuelo.
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SOBRE LA VOCACIÓN LITERARIA
No todo lo que surca el aire vuela.
Observemos por ejemplo esta piedra
que abandona la mano
robusta del muchacho
para impactar en un escaparate
o en el cráneo marchito del poeta
que eres tú.
Volar requiere un punto de destreza
y una exquisita vocación de cielo;
por descontado va la valentía
de mantenerse solo,
suspenso, aleteando,
en la clara conciencia de que abajo
–espino y barro–
se apostan a millar
los tiradores.
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ONG
(Elegía 1)
La chabola está al fondo, no varía
con el paso de los años: puerta de chapa,
uralita y ladrillos descarnados.
El niño sin embargo –primer plano–
sigue creciendo en cada nueva foto y sigue
con la sonrisa a medio hacer
como si la infancia –gallinita ciega–
no le hubiera alcanzado todavía.
Va creciendo este niño palmo a palmo
sin que nadie consiga arrebatarle
esa tristeza andina de los ojos,
siempre idéntico, siempre distinto, el niño,
en la dureza mineral de unos pies
entregados al barro.
Y luego está la niña
amparada en Ceilán o Bangladés,
y el grupo de arquitectos –admirables–
que brotan agua y levantan pozos
en la penuria negra de Burkina,
y la rica Cruz Roja que no es nada
si la mides con aquel
misionero comboniano y solitario
que ha montado una escuela en la mitad
del corazón azul de las tinieblas.
Y los enfermos de riñón de España,
y la eterna malaria de Guinea,
y la guerra, siempre la guerra,
allá donde se diera.
A todos hace tiempo que escribí
una carta sencilla, desflorada,
para anunciar, papá, que ya no eras,
que un cáncer había cesado para siempre
tu larga filiación
con la piedad humana.
Y todos, uno a uno, comprendieron
–porque trabajan a un palmo de la muerte–.
Y todos, uno a uno, dejaron
de mandar correspondencia.
Todos, papá, menos el niño
que testarudo crece, curso a curso,
fotografía tras fotografía,
sin resignarse a entender –igual que yo–
que tú ya no lo miras.
Se llama Yosmi y te cuenta
en su última carta que quiere
de mayor ser ingeniero
o futbolista.
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CERO DIECISÉIS
La mujer de Lot –que se llamaba Edith–
y la Dafne de Ovidio y Garcilaso,
y la Bella durmiente de Perrault,
y del Shakespeare gigante la Julieta.
Y ese empeño remoto, no extinguido,
por congelar el pulso
de todo cuanto alcanza a ser mujer.
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DIECIOCHO GALLETAS
(Elegía 2)
Hace más de un millón
y medio de años,
en un lugar llamado Dmanisi,
ligeramente al sur
de Tiflis –capital de Georgia–
un hombre fue a morir
sobre un lecho de tierra
que quiero imaginar verde y porosa.
Se saben de aquel hombre
apenas dos detalles que el azar
travestido de fósil nos legó
en la curva molar de su mandíbula.
Se trataba –esto es seguro– de un anciano,
como tú, papá,
pero también como yo
pues frisaba a lo sumo los cuarenta.
No poseía dientes –¡La gran revelación!–
y sin embargo sabemos
por notables arqueólogos
que consiguió vivir –limpia la encía,
desdentada– un tiempo no menor.
El único sentido, el más sublime,
de esta historia de barro que te cuento
nos lleva a concluir que estamos
ante el hombre primero que alumbró
la compasión ajena,
el primer homínido degradado,
inútil, inservible
que recibió el amor de una comunidad.
Porque alguien, papá, tal vez agradecido
por quién sabe qué avatares
de fuego, de sequía y precipicio,
masticó veinte, cuarenta, cien veces
las hebras secas de un animal remoto
e introdujo el engrudo salvador
en la boca del viejo para así
mantenerlo a su lado
otro ciclo de luna.
Es por eso, papá, –solo por eso–
que yo cada mañana te migaba
dieciocho galletas
en leche hervida. Porque el amor
se hereda a través de los siglos
como se hereda una casa
o una deuda ancestral –así la mía–
por quién sabe por qué avatares
de fuego, de sequía
y precipicio.
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EN BURDEOS
Camino por el centro de Burdeos,
como en el cuadro de Murillo una muchacha
se asoma a la ventana y es hermosa
la tarde, la muchacha y la ventana,
porque todo en Burdeos es hermoso
y burgués y civil.
Acaso el paseante despistado
achaque el bienestar
de tanta arquitectura a la gestión
de dignos y prudentes mandatarios. No tal.
Este edificio pulcro, esta ventana y todas
las ventanas de Burdeos
con hermosas muchachas volcadas en su alféizar
son producto del látigo y la muerte,
del puerto y los más duros comerciantes
de esclavos de la historia,
que fueron, si no reyes,
reputados burgueses de su tiempo
y señores de orden, y de ley.
Se prueba aquí la trampa de Platón
cuando invita a creer que la belleza
es trasunto del bien, de la armonía
y la justicia. Platón –ingenuo, bobo griego–,
los mártires del mundo te saludan
en todas las ventanas de Burdeos.
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Autor: Alejandro Pedregosa. Título: Barro. Editorial: Sonámbulos. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.
Los mismos franceses, denominaron doríforas (escarabajo de la patata) a los de Burdeos (Bordeaux). Con un doble sentido, no exento de maldad, por Doríforo y su poderío años ha.
Buen jamón, mejor vino y de los primeros y mejores recicladores.