Pedaleo sin pedalear, pedaleo mirando la rueda delantera, sin levantar la vista sin apreciar el dibujo de la goma que gira y gira sobre sí misma en un paroxismo inexplicable que no quiero entender pues de lo que se trata es de seguir pedaleando ajeno a cualquier indicación rumbo o destino, pedaleo como el que nada en mar abierto ya sea con un guante de madera o de mercurio como el poema de Lorca que vuelve y vuelve (“tú vienes vendiendo flores, tú vienes vendiendo flores las tuyas son amarillas las mías de dos colores” canta luego y vuelve a cantar Morente un día y al siguiente también) esa pérdida de conciencia brazada tras brazada uno dos tres… doce y trece zas vuelta; uno dos tres… doce y trece zas vuelta; uno dos… y así un minuto tras otro una hora y luego otra más, soy un muñeco de hojalata al que han dado cuerda y respondo a un mecanismo programado por algo/alguien uno dos tres… mar adentro llego a América hasta toparme con la poderosa marea que provoca la desembocadura de un río tropical, esa avalancha que arrastra la arboladura descoyuntada de navíos de madera, muebles, camas, ruedas de camiones, jirafas de plástico bamboleantes tan altas como la luna, televisiones despanzurradas, zapatos sueltos, gabardinas y huesos de tocuyos, hasta que me enredo entre los hilos de las palmas de unas palmeras o las redes olvidadas por una barcaza y un sortilegio me devuelve mar adentro de nuevo hacia la casilla de salida del juego de la oca en que ando preso, así que vuelvo meses después, demasiadas tormentas después, y en esto fantaseo cuando antes de que el sol se convierta en una espléndida naranja empiezo a pedalear cuesta arriba por un arcén que marca el límite entre el alquitrán y un estercolero paralelo e incesante donde se ha ido tirando botes de alubias y de cerveza, latas de sardinas, flores, muñecas decapitadas, viseras, prospectos de medicamentos, plásticos de dos unidades de donuts, envoltorios de chicles, pantalones desteñidos, cadenas de bicicleta, facturas, macetas, baldosas, grifos, toallas… y un cerdo, vi un enorme cerdo negro muy hinchado con las cuatro patas tiesas, un pellejo a punto de estallar con varios regueros de hormigas escalando su cerviz, las orejas, cercándole los ojos, explorando su enorme barriga, adentrándose por todos los orificios que iban descubriendo, quizá aún no muerto del todo aún el ánimo de quien se desprendió de él algo titubeante pero no hasta el extremo de arrepentirse pues de lo que se trata es de “sostenella y no enmendalla”, qué es eso de cambiar de opinión, a lo hecho pecho pues de nada hay que arrepentirse, si el gorrino se murió pues fuera, a la cuneta con él que a alguien le vendrá bien nunca se sabe y vaya que si vino bien que una semana después allí estaba el chon, un metro más alejado de la carretera pero ya desventrado, como si una matrona lo hubiera vaciado y se hubiera olvidado de él allí mismo y habiéndose llevado lomos, paletillas, jamones, huesos y no se aprecia bien si dentadura allí estaba el despojo animal doblemente olvidado, dos veces humillado a la sombra de un pinar asilvestrado joven, como de repoblación urgente y de cualquier manera, al azar, al albur, a la suerte de lo que caiga junto a dos señales de tráfico, allí debe de seguir no muy lejos de una gravera abierta sus fauces al sofoco de agosto y a tiro de piedra de algunas plantaciones de limoneros donde antes de despuntar el día se escuchan canciones populares de jornaleros que suenan a lamentos, pesares de melodías sencillas que revolotean como hojas de periódico o cartas sin contestar, enormes mariposas tatuadas con letras y fotografías decoloradas, piruetas ingrávidas y caprichosas por encima del esqueleto de un perro todavía con el collar de cuero puesto, todos los huesos en su lugar, aquí no hubo profanación, este can debió de morir soñando, lo estoy medio viendo harto de correr de huir por la carretera secundaria, él también tan secundario, hasta que no pudo más se echó allí mismo al abrigo de un zarzal y una enorme tubería de cemento y no se despertó, sí esas facturas nerviosas que suben y bajan según le dé al viento que avistan botas deslenguadas, tarjetas de ahorro y de débito, sartenes y condones, no faltan pañales ni bolsas de Mercadona, cristales de botes de pepinillos y mermelada, de botellas de vermut y de ron plantillas y restos de bombillas de todos los watios imaginables, maletas agujereadas, espejos de cómodas y cómodas sin espejos, cuadernos escolares, peines, facturas, cuchillos, tijeras herrumbrosas, alguna nota nunca enviada y no sabemos si quien la escribió se arrepintió si goza de buena salud u olvidó el incidente no lo sabremos nunca mas quien continúa recordando y quizá cada día es el que ató ese ramo de rosas rojas de plástico a la cintura de aquella señal de prohibido adelantar, ahí sigue un año más, un ramo por mes y va ya por el primer lustro que hay recuerdos perennes fijos como árboles milenarios que devienen piedra piedra que se resquebraja pero mantiene la huella indeleble de la rama de la astilla de la costilla de tu misma costilla de igual costillar y tampoco sabremos si yace ahí debajo de todo o encima de todo todo es nada y la nada todo como los sueños veleidades promesas o juramentos pavesas aire todo ya sabemos que es aire polvo o destello de plata en el océano vacilante caprichoso dúctil e insondable de lo que se ha dado en llamar vida pero que pareciera basura un estercolero que se sucede a lo largo de esta carretera sin comienzo ni final.
"... vi un enorme cerdo negro muy hinchado con las cuatro patas tiesas, un pellejo a punto de estallar con varios regueros de hormigas escalando su cerviz, las orejas, cercándole los ojos, explorando su enorme barriga, adentrándose..."
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