Foto de portada: Efe / Editorial Confluencias
«Bata era una ciudad preciosa y mi casa estaba encima de mis oficinas y mi coche era un Jeep y mi chófer Jesús Abeso», escribe sobre la capital del departamento español de Río Muni el traductor y editor José Jesús Fornieles, recordando cuando en 1959, con 30 años, aceptó un puesto de funcionario que le supuso cinco años en África en pleno franquismo.
«Ni que decir tiene que no tenía ni idea del derecho laboral de Guinea», recuerda Fornieles, también abogado y militar de carrera, acerca de su labor, algo parecida a la de un inspector de trabajo, y sobre cuando uno de los funcionarios a su cargo, africano, enfermó de lepra: «Cuando volvió, ante todos sus compañeros, le di la mano al saludarlo. Pero después me fui a casa y estuve lavándome las manos un buen rato».
También conoció españoles en África, devenidos en personajes más o menos pintorescos. «Un año exactamente antes de mi llegada, a uno de los hermanos Lasaleta, que se dedicaban a comprar animales y mandarlos a los zoos, le mordió una serpiente en el cuello, y no dando tiempo para darle un antiveneno, murió. El otro fue director del zoo de Jerez». «Conocí a Jordi Sabater Pi. Me dijeron que tenía unas láminas de cabezas de negros con las incisiones que se hacían en el rostro, según su tribu. Fui a su casa y me las enseñó. También me habló de que National Geographic Magazine le había publicado un trabajo sobre las camas de los gorilas y sus características, pero yo no lo he visto», añade en otro de los pasajes dedicados a los españoles con los que se cruzó en África.
También conoció a empleados de la firma Frapejo Hermanos, empresa dedicada a la captura de animales exóticos con trampas en plena selva, uno de los cuales fue el que adquirió al célebre Copito de Nieve, y a animales tan raros que no los había en ningún otro lugar del mundo —y casi ni entre los lugares comunes del decir popular—, como «una rana peluda».
Algunos párrafos de estas memorias son de un lirismo que supera la recurrente cita del final de la película Blade Runner: «Yo vi a un gorila recién nacido, en una caja de zapatos, me miró como un niño. Y serpientes, también muchas y de muchas clases. La piel de la pitón, una vez curada, servía para hacer zapatos, bolsos,… Yo regalé varias a mi familia».
Entre los personajes pintorescos conoció a una mulata llamada Irma Kroner, que tenía un cafetal «cerca de la frontera con Camerún y cerca de la leprosería», y su padre, Otto Kroner, «debía de ser un nazi, de los huidos (…). Otto Kroner había tenido muchos hijos de su harén. No le importaba si era negro o mulato; le ponía un nombre alemán y en paz».
Como autoridad española, Fornieles confiesa en estas páginas que siempre estuvo «recibiendo y despidiendo a gente», y que la persona más curiosa de todas aquellas a las que atendió resultó ser «el rey de Jordanía, Hussein. La única vez que he comido con un rey: le dimos una comida en el aeropuerto. Había tenido que hacer su avión una escala técnica. Ejercité mi inglés». En la época se decía que Guinea era un feudo de la Marina y, en efecto, sus gobernadores y subgobernadores solían ser almirantes, de modo que Fornieles recuerda con nombre y apellidos a uno de ellos capaz de anticipar escenas de lo que años más tarde se denominaría realismo mágico: «En sus licencias se paseaba por su pueblo, San Fernando, Cádiz, en un Cadillac conducido por un negro».
Bata concluye con el breve relato de una gran aventura, ya que con otros dos amigos y en un viejo Dos Caballos Fornieles se propuso llegar a Villa Cisneros, en el Sáhara español, uniendo por primera vez Río Muni con Río de Oro, por tierra, lo que supuso recorrer 8.000 kilómetros y atravesar diez países, lo que hicieron, a propósito, sin portar una sola arma de fuego.
Al final de su experiencia africana, Fornieles decidió regresar a España y casarse, no sin antes confesar: «Siempre le temí al matrimonio por la libertad que se perdía. Pero no suponía que tanta».
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