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Baudelaire, el irreductible, de Antoine Compagnon

Baudelaire, el irreductible, de Antoine Compagnon

Considerado por muchos el profeta de la modernidad, la actitud de Baudelaire hacia el dogma del progreso, simbolizado por la prensa, la fotografía, la gran ciudad y tantos otros fenómenos sociales y culturales, fue ambigua. Las manifestaciones de lo novísimo repelieron y cautivaron al poeta a partes iguales. Renegó de las creaciones y las dinámicas de la modernidad por sus consecuencias sociales, psicológicas, morales, artísticas e incluso metafísicas, pero volvió a ellas sin cesar; los periódicos de gran tirada le repugnaban, pero asedió a los «canallas» de los directores para que lo publicasen; arremetió contra la fotografía, y sin embargo es el protagonista de algunos de lo mejores retratos de escritor que conocemos. Esta eterna ambivalencia constituye el telón de fondo de El esplín de París, suma de las contradicciones del último Baudelaire, auténtico objetor de conciencia moderno, tan insospechado como irreductible, que Compagnon, con su característica perspicacia y finura, nos invita a descubrir.

Zenda adelanta un fragmento de Baudelaire, el irreductible.

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PRÓLOGO

«Baudelaire irreductible»: con este título impartió Georges Blin un curso en el Collège de France en 1968-1969. En 2012, no me atreví a retomarlo y anuncié mis clases con el título de «Baudelaire moderno y antimoderno». Las dos expresiones eran sinónimas para mí y designaban la ambivalencia esencial del poeta de Las flores del mal y El esplín de París, su «dualidad» o su «reversibilidad». Michel Leiris confiaba ya a Walter Benjamin, antes de 1940, que Las flores del mal era «el libro de poesía más irreductible». El inventor de la «modernidad» se sintió atraído y rechazado por el mundo moderno, lo detestó y lo adoró.

En Los antimodernos, el ensayo que publiqué en 2005, Baudelaire estaba presente de punta a cabo en funciones de barquero. No le estaba consagrado expresamente ningún capítulo, pero acechaba la obra con una presencia espectral. Junto a Chateaubriand, servía de modelo a esta figura del antimoderno cuyo retrato emprendía. Nadie ilustraba mejor que él la resistencia moderna en el mundo moderno. La «antimodernidad» representaba, en efecto, a mis ojos la modernidad auténtica, la que resistía a la vida moderna, al mundo moderno, pese a estar irremisiblemente comprometida con él.

Es esto mismo, esta profunda tensión, lo que Georges Blin había querido caracterizar al hablar de la irreductibilidad del poeta: irreductibilidad, en primer lugar, a las recuperaciones de las generaciones sucesivas como profeta del arte moderno, o precursor de las vanguardias, o promotor de lo nuevo como valor supremo. Blin trataba de disipar un anacronismo contemporáneo que le parecía perjudicial para la obra del escritor. Estábamos en el otoño de 1968, tras los acontecimientos de Mayo del 68, que posiblemente habían agudizado el malentendido.

Pese a la falta de un capítulo especialmente consagrado en mi libro a Baudelaire, el poeta fijaba el modelo de esta ambivalencia que lo convertía en el antimoderno por excelencia. Volviendo a él, se trataba en esta ocasión de explorar, de aumentar este equívoco o esta contradicción, este compromiso irreductible del poeta, a su pesar, con la modernidad, lo que resulta manifiesto sobre todo en El esplín de París, en el «último Baudelaire», por citar a Charles Mauron. Se abordarían diversos aspectos de este mundo moderno y de la resistencia que le oponía el poeta. La famosa «modernidad» baudelairiana, actitud estética, se define por su actitud «recalcitrante» incluso hacia el mundo moderno bajo la mayoría de sus formas: el materialismo burgués, el urbanismo haussmanniano, la fraternidad democrática, en una palabra, el progreso o, más exactamente, el dogma del progreso, la fe en el progreso, simbolizada por la prensa, la fotografía, la ciudad, y tantos otros aspectos de lo moderno a los que Baudelaire se resiste a la par que se deleita.

En la carta que escribió el 11 de mayo de 1865 a Manet, descorazonado por las críticas despiadadas a su Olympia expuesta en el Salón, Baudelaire, en lugar de reconfortar a su amigo, le espetó a manera de provocación: «… no es usted sino el primero en la decrepitud de su arte» (c, ii, 497). Baudelaire observaba y juzgaba como dandi, se mantenía siempre a la vez dentro y fuera, era parte interesada del movimiento al mismo tiempo que su detractor. Hetzel, en una carta a Arsène Houssaye del 18 de agosto de 1862, en el momento de la publicación de una serie de Pequeños poemas en prosa por entregas en La Presse, y mientras estaba en tratos con Baudelaire para recopilarlos en un volumen, describe al poeta como un «extraño clásico de las cosas que no son clásicas» (c, ii, 786). Son numerosos los que caracterizan a Baudelaire como un personaje contradictorio. El adjetivo extraño elegido por Hetzel parece oportuno. Baudelaire lo prefiere a su sinónimo, singular. Este epíteto recorre su obra y su correspondencia. Trata a Constantin Guys de «hombre singular de una poderosa originalidad» en «El pintor de la vida moderna» (ii, 687), y a Charles Meryon de «hombre poderoso y singular» en el «Salón de 1859» (ii, 666). Asocia, por lo que se refiere a esos dos hombres que reverencia, la singularidad con el poder. Él mismo se describe como singular en una carta a su madre de junio de 1861: «Puedo convertirme en un grande; pero también puedo extraviarme, y no dejar más reputación que la de un hombre singular» (c, ii, 175). ¿Le faltaría la potencia que asocia a Meryon o a Guys, dos pretendientes al título de «pintor de la vida moderna»?

Una de sus singularidades más impresionantes sigue siendo su condena del mundo moderno, que aborrece pero del que es incapaz de apartarse. Muestra, sin embargo, la voluntad de abandonar la ciudad hormigueante, como le escribe a su madre en agosto de 1862:

¡Por fin! ¡Por fin! Creo que podré huir a finales de mes del horror del rostro humano. No puedes imaginar hasta qué punto la raza parisiense está degradada. No es ya ese mundo encantador y amable que conocí en otro tiempo: los artistas no saben nada, los literatos no saben nada, ni siquiera ortografía. Todo este mundo se ha vuelto abyecto, inferior quizá a la gente de mundo. No soy un vejestorio, una momia, y no se me quiere porque soy menos ignorante que el resto de los hombres, ¡Qué decadencia! A excepción de D’Aurevilly, Flaubert, Sainte-Beuve, no puedo entenderme con nadie. Théophile Gautier sólo puede comprenderme cuando hablo de pintura. Le tengo horror a la vida. Lo repito: voy a huir del rostro humano, pero sobre todo del rostro francés [c, ii, 254].

Sin embargo, Baudelaire no abandonó nunca París, del que era muy dependiente, salvo en los últimos tiempos desastrosos de su huida a Bruselas. Esta «tiranía del rostro humano », esta faz humana de la que iba a huir a toda costa, era una expresión que tomó prestada de De Quincey, en «Los dolores del opio» (i, 483), traducido en Los paraísos artificiales. Fue retomado en el poema «A la una de la mañana» de El esplín de París: «¡Solo por fin! […] desapareció la tiranía del rostro humano…». Y en Pobre Bélgica, anota igualmente: «En Bélgica, uno se siente por todas partes enemigo. Tiranía del rostro humano, más dura que en otras partes » (ii, 868). He aquí resumido todo el horror moderno que examinaremos en este libro.

Se abrirán de forma sucesiva cuatro expedientes sobre las «cosas modernas» que obsesionaban a Baudelaire: la prensa, la fotografía, la ciudad y el arte. Las certificaciones del hecho serán numerosas, como si esas cuatro realidades no fueran siempre sino aspectos diferentes de una misma cosa, esa «cosa moderna» tan difícil verdaderamente de definir, tan elusiva y contradictoria, esa cosa a la que Baudelaire dio el nombre de modernidad. Y, a partir de ese momento, nos desvivimos por tratar de comprenderla. La modernidad residiría en la encrucijada de las cuatro «cosas modernas» observadas en estas páginas, en la intersección de la prensa, de la fotografía, de la ciudad y del arte, nudo en el que se halla el pintor o el poeta de la vida moderna.

Y ante todas estas «cosas modernas», ante la modernidad en su encrucijada, es siempre la misma ambigüedad irreductible de Baudelaire la que constataremos, la misma oscilación, la misma doblez o la misma doble postulación. Baudelaire se resiste a estas «cosas modernas», pero le fascinan; se muestra refractario a ellas, pero vuelve sobre ellas sin cesar. Todos los productos del mundo moderno le repelen por sus efectos sociales, psicológicos, morales, artísticos, metafísicos, teológicos. La fe en el progreso le repugna; ha pensado en suicidarse, asqueado de la vida por los periódicos de gran tirada, pero asedia a esos «canallas » de directores, y no ceja hasta que lo publican; arremete contra la fotografía como si fuera un moderno becerro de oro, pero ha posado para fotógrafos que nos han dejado algunos de los mejores retratos de escritor que conocemos. Recorrer la modernidad oblicuamente, por caminos transversales, al amparo de algunas de sus cosas, sin ir derecho a la encrucijada, nos permitirá analizar el comportamiento equívoco del poeta frente a cada una de ellas. Odi et amo: Baudelaire une el honor y el éxtasis, el rechazo y el deseo frente a todos los cambios de su tiempo. «Deseo mezclado de horror», indicaba en «El sueño de un curioso» a propósito de la muerte, pero la misma dualidad caracteriza sus relaciones con todos los aspectos de la vida moderna. Con sus amigos, Nadar y Manet en particular, su doble juego es constante. Sin duda, habríamos podido abordar otras «cosas modernas» que interesaban vivamente a Baudelaire, como la mujer o el dandi—Baudelaire calificaba el dandismo de «cosa moderna» en el «Salón de 1846» (ii, 494)—, asuntos predilectos de Gavarni o de Guys, aspirantes al título de «pintor de la vida moderna», pero esas cuatro cosas se imponían, pues constituyen el telón de fondo de El esplín de París, suma de las contradicciones y de las oscilaciones del último Baudelaire. En cada viraje, aparece como un objetor de conciencia moderno, bifronte, irreductible.

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Autor: Antoine Compagnon. Traductor: José Ramón Monreal Salvador. Título: Baudelaire, el irreductible. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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