Hubo un tiempo en el que no había WhatsApp, Facebook y Chat GPT, pero en el cual empezamos a atisbar un gran cambio en nuestras vidas con la llegada de Internet. Los teléfonos móviles sólo servían para llamar y enviar SMS, pero podíamos chatear por Messenger, conectarnos a Terra para navegar por la red y descubrir que había gente que contaba su vida en unos diarios digitales llamados «blogs». En esa época de descubrimiento, Blanca, la protagonista de Fuego en la garganta, va a vivir su adolescencia. Beatriz Serrano reivindica en su novela el derecho a ser rara, diferente, distinta, poco convencional, marginada… Llamémoslo de la forma que queramos. La finalista del premio Planeta nos invita a ver la vida desde fuera, a tomar perspectiva para comprender mejor quiénes somos y, lo más importante, quiénes podemos llegar a ser si nos escuchamos más a nosotros mismos y menos a los demás.
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—Su novela va de decir basta, de saltarse el orden establecido, las normas de la sociedad. ¿La literatura debe promover el inconformismo?
—Sí. Sólo me siento atraída por los personajes que están en el margen, aquellos que señalan con el dedo todo lo que está mal. Hay un punto en común entre esta novela y la anterior —El descontento (Temas de Hoy, 2023)—: sus protagonistas son auténticos outsiders. Todos tenemos nuestras propias luchas contra el sistema. En el primer libro, el foco estaba en el mundo laboral y este tardocapitalismo que nos ha tocado vivir, y en este último trato la idea de la unidad familiar, de la felicidad doméstica, como un lugar solitario donde una persona no se puede desarrollar, porque vive en una casa llena de silencios, donde no se habla de lo que se tiene que hablar.
—Fuego en la garganta comienza una ausencia, que poco a poco se va rellenando con un incipiente mundo digital. ¿Se puede olvidar a una madre?
—No. Creo que no. Eso sólo puede ocurrir si esa madre ha muerto antes de que tengas la capacidad para tener recuerdos de ella. A mí me gustó mucho, como ejercicio de escritura, la creación del personaje de la madre de la protagonista. Al principio, ella es explicada a través de las voces de los demás, voces en ocasiones muy negativas. Esa madre es un personaje construido desde la ausencia. En la segunda parte de la novela, ella toma el testigo del relato para explicar lo que sucedió, pero sigue habiendo una ausencia muy clara, que es su propio nombre. Esto es importante porque ella no quiere ser sólo la madre de Blanca, ser sólo la esposa de Jorge. Ella quiere algo más. No tiene nombre porque me parece que es algo muy característico de las mujeres de los ochenta y los noventa, que sí salieron al mundo pero fueron las que renunciaron cuando hubo que hacerse cargo de la crianza de los hijos. Sus deseos y sus sueños fueron aplastados. Eran personajes secundarios.
—¿Esa situación ha cambiado?
—Ha mejorado, sin duda, pero no creo que se haya superado. La elección es un mito. En ocasiones, no es una elección sino una renuncia. Apostar por una familia provoca que tu carrera se va a resentir, aunque no tanto como hace años. Yo tengo más opciones que las que ha tenido mi madre, y ella tuvo más que la suya, pero en nuestro caso elegir es renunciar a algo.
—Hemos aceptado el mundo digital como algo inherente a nuestras vidas. Al leer su libro, nos damos cuenta de que no hubo un contrato, ni siquiera un acuerdo tácito para una transformación tan brutal. Nos lanzamos a la piscina sin saber si había agua dentro.
—Sí. Me ha gustado mucho ir a esos orígenes de Internet, donde no había redes sociales. Lo más parecido a las redes sociales eran los foros y el Messenger —la mensajería en tiempo real de Microsoft—. Era un Internet mucho más íntimo; no te mostrabas en todo momento, como ahora. En el libro quería mostrar cómo la evolución de Blanca va paralela a la evolución de Internet. Ella entra en un universo, bastante inocente al inicio, donde hace preguntas que no podía hacer a su entorno, y encuentra respuestas. Ese Internet se hace más oscuro cuando unos señores de Silicon Valley se dan cuenta que «tu atención» es dinero para ellos. Habíamos entrado en un territorio desconocido y ya no podíamos dar marcha atrás. Al igual que le pasó a Blanca, muchos que como ella nos encontrábamos un poco fuera de lugar, entramos en Internet como una vía de escape; era una ventana al mundo que nos servía de forma de escape. Ahora hay mucha gente, la que se lo puede permitir, que está haciendo el camino inverso, borrándose del mundo digital.
—Cuando a Blanca le instalan Internet en su casa, la primera búsqueda que hace es «¿Se puede matar a alguien con el pensamiento»?
—(Risas) Es que es muy pequeña y no sabe lo que le pasa. No sabe lo que ha podido provocar. Hay que entender la casa en la que vive. Blanca pregunta por su madre y su padre le dice que se ha ido de vacaciones, pero no le dice adónde y cuándo va a volver. En esas familias, normalmente, el padre estaba más ausente, porque trabajaba fuera, y la madre se encargaba del cuidado de los hijos. El padre de Blanca se vuelve presente —aprende a cocinar, la apunta a teatro y a natación—, pero no sabe hablar con ella, explicarle lo que ha pasado.
—Hay un concepto, que has apuntado al principio, muy potente en el libro: muchas familias están construidas a base de silencios.
—Ese es el principal conflicto de este libro: lo que ocurre cuando no se hablan las cosas que se tienen que hablar. Todo estalla por meter los problemas debajo de la alfombra. Las paternidades y las maternidades han evolucionado mucho, afortunadamente: se empieza a hablar a los niños de una forma diferente. Los niños de los noventa no sabíamos cómo hablar con nuestros padres porque ellos tampoco lo habían hecho con los suyos; arrastraban esa herencia.
—He vuelto a ver Bitelchús, la antigua, la de 1988, y también la nueva, Bitelchús, Bitelchús, la de 2024. Winona Ryder se parece mucho a su protagonista.
—Sí. (Risas) De hecho, hay un momento de la novela que Blanca dice: «¡Bitelchús, ven para acá!». He intentado tomar el pulso a la década de los noventa. En esa época estaban muy presentes las tribus urbanas. Nos diferenciábamos del resto por nuestros gustos: heavys, góticas, bakalas… La estética de Winona Ryder y de Jóvenes y brujas estuvo muy presente para construir el personaje de Blanca como la chica rara de los noventa. La cultura de masas fue muy importante con la televisión, pero explotó con la llegada de Internet. Cambió la velocidad de difusión. La MTV fue una transición. Todo el mundo se volvió grunge por un vídeo musical. Cuando llegó Internet a nuestras casas, todo ese mundo globalizado estaba a nuestro alcance en tiempo real.
—Blanca descubre una nota de su madre con una frase: «Ser diferente no es malo. Solo diferente».
—Esa frase es reveladora; resume muy bien la novela. A mí me inspiró mucho una frase de Bret Easton Ellis. Le preguntaron de qué iba American Psycho, y en lugar de explicar que era la historia de un psicópata, dijo que era la de un tipo que intenta por todos los medios pertenecer a una sociedad que le detesta. Cuando ves que nunca vas a formar parte de un grupo de personas, que te rechaza, por tu personalidad, por tu forma de ser, debes aceptar que eres diferente a ellos y que intentar acercarte a esa gente sólo te va a causar más daño.
—Entre todos los personajes de la novela, el más sorprendente, sin duda, es Verónica.
—Me ha dicho la editorial que no puedo hablar mucho de Verónica. (Risas) Dime qué quieres saber de ella y veo lo que puedo contar.
—Nada. Así está bien. Generemos intriga con Verónica. Sólo decir que cuando aparece ella, la novela se convierte en una road movie.
—Sí. Esa era la idea. La novela comienza como una coming of age tradicional, luego están los diarios, más íntimos, y deriva en una road movie a lo Tarantino.
—Después de ser finalista del premio Planeta, ¿la transición del periodismo es definitiva?
—Me gustaría, pero nunca se sabe.
—¿Nuevos proyectos de escritura?
—Ahora creo que pertenezco a Planeta durante un buen tiempo. (Risas) Ahora soy como esos presos norteamericanos que cumplen la condicional, con su grillete electrónico en el tobillo. Pero cuando esto termine, la idea es ponerme a escribir con una dedicación al cien por cien. Eso para mí es un lujazo.
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