El autor de Los futbolísimos, la saga de literatura infantil española más vendida en nuestro país, con más de dos millones y medio de ejemplares, ha escrito este relato en exclusiva para Zenda. El volumen 16 de la saga, El misterio del último hombre lobo, está en librerías desde el jueves 22 de agosto.
Mi nombre es Víctor Vargas, acabo de cumplir cincuenta años y estoy dejando los adjetivos. Especialmente los calificativos. Es una adición que empecé a cultivar durante mis primeros veranos en Benidorm en plena adolescencia. Y que con el paso de los años, se ha ido acrecentando.
Ahora, durante estos días de agosto, he regresado al vórtice, al lugar donde empezó todo. Con la firme intención de sanarme.
He vuelto a Benidorm.
Palabra.
Rodeado de familias en chanclas y bañadores y camisas sin abotonar, de flotadores con forma de unicornio, de jóvenes en top less y tangas, de sudor, de cuerpos hacinados en la orilla, de filas de tumbonas y hamacas y sombrillas y gambas y paellas y sangría y tintos de verano y música a todo volumen.
Es la piedra de toque para un adicto como yo.
Al mediodía, recorro la playa de Levante luchando por no utilizar ningún adjetivo (calificativo), una hazaña casi imposible.
Por si quedaba algún rastro de duda, también doy un paseo por Poniente.
Resoplo mucho.
El calor aprieta. Un termómetro, estratégicamente colocado tras una valla de El Pollo Express, marca 37º.
Por si la tarea no fuera suficiente, en este viaje he venido acompañado.
Dejar los adjetivos en soledad no sirve.
Han venido conmigo las cinco personas que más quiero en este mundo (en todos los mundos).
Mi mujer. Agarrándome de la mano con firmeza y lealtad. Ella también se está desintoxicando. Del plástico. Ha emprendido una cruzada para salvar los océanos. La apoyo totalmente, sin fisuras. Aunque en ocasiones no lo parezca, ya que en mi estado debo concentrar casi todas mis energías en salvarme a mí mismo.
Además, nos acompaña mi madre. En cuanto tiene oportunidad, pronuncia su frase fetiche:
—Todo el mundo sabe que Benidorm tiene un microclima que cura las enfermedades, despeja la mente y desarrolla la empatía con los semejantes.
Que yo recuerde, la repite todos los años.
En realidad, en su frase original añade algunos adjetivos. Me abstengo de reproducirlos. Con los adjetivos, como con el tabaco, ni siquiera puedes permitirte un uso social si de verdad quieres dejarlos. Enseguida vuelves a recaer.
Mi hermana, que también viene con nosotros en este viaje, es psicóloga y me recomienda mucha compasión. Yo diría que la compasión, especialmente la autocompasión, es el temazo del verano, se repite en casi todas las conversaciones y casi sin darte cuenta, ya lo tienes dentro, como si fuera el estribillo de “La barbacoa” o similar.
Por último, están mis dos sobrinos.
El mayor es un prodigio. Futuro matemático o ingeniero de cualquier cosa que se proponga, atleta, futbolista, y por si fuera poco posee una mezcla de inteligencia y sensibilidad que le hará sufrir más de la cuenta. Está atravesando la adolescencia. En su caso, mi diagnóstico es que dentro de unos pocos años se le pasará (conozco casos de amigos que a los cincuenta aún no la han superado).
El pequeño aún no sabe qué clase de persona quiere ser. De momento es de la mejor especie: una persona que muestra su normalidad, cariño y optimismo sin vergüenza, ni más ni menos. Es muy fácil quererle.
Daría lo que fuera por ellos cinco.
Aunque no lo saben, este viaje es un punto de no retorno para mí.
Por supuesto, nos alojamos en un rascacielos. En un piso 12. Desde la terraza se vislumbra el mar, las luces parpadeando de la ciudad, y al fondo, un islote (una roca) cuyo nombre siempre he ignorado. Mejor dicho: cuyo nombre siempre he querido ignorar.
Después de algunos días de chiringuitos, playa y piscina, barcas a pedales, playa y piscina, petanca, playa y piscina, paseos a codazos por la orilla, playa y piscina, crema solar, playa y piscina, una legión de mosquitos, playa y piscina, un tour por el barrio inglés y por el hotel Bali, playa y piscina… decido arriesgar, jugármela de una vez por todas.
El sábado por la noche, vamos los seis a cenar al Benidorm Palace.
Dos veces Benidorm.
Apenas bajamos del vehículo en mitad de la carretera y veo el luminoso brillar en lo alto de la fachada (aunque estamos a plena luz del día), siento los adjetivos apretándose en mi diafragma, luchando por salir.
Por delante, cinco horas de cena, espectáculo, luz, música y cava.
La sala de fiestas anuncia en el hall sus más de cuarenta años de conciertos, festivales y alegrías.
Nos parapetamos los seis en la mesa que nos asignan, la 41D. El camarero pronuncia mi nombre, Víctor Vargas, y sin levantar la vista, lee en un terminal las condiciones de nuestra reserva: tres menús de carne, uno de pescado, uno vegetariano y un menú infantil. Agua, refrescos y media botella de vino por persona, incluidas. Cafés o infusiones aparte.
Una orquesta sobre el escenario ameniza la cena (el menú está compuesto por cuatro platos con guarnición más postre). Versionan temas de Frank Sinatra, Prince y Bisbal, enlazando las melodías.
Dos mil almas, la mayor parte ingleses y alemanes, devoramos sin compasión los cuatro platos.
Nótese el esfuerzo (y el mérito) por no complementar con ningún adjetivo la palabra “cena” o “plato” o incluso “melodía”. Ni siquiera un mero sustantivo adjetivizado.
Las botellas de cava se descorchan en la mayor parte de las mesas casi al unísono y da comienzo el show.
Un cuerpo de baile compuesto por una docena de chicas y chicos con poca ropa y mucho entusiasmo, una cantante solista, agua cayendo del techo, docenas de pantallas led iluminándose y centelleando, malabaristas, contorsionistas, focos, más agua cayendo por todas partes y empapando a los artistas, una reina del carnaval sobre plataformas, un humorista con gags de hace cuarenta años, y como gran colofón: un mago que no es pop, pero que lo parece.
Al fin, el espectáculo va acabando.
Entre las risas, los aplausos y los gritos de algunas mesas vecinas, mi familia y yo aguantamos con la discreción que nos caracteriza: sonreímos y seguimos comiendo, a pesar de que la cena hace rato ya que ha terminado (es un don familiar, hacer ver que comemos aunque no haya ningún alimento sobre la mesa, casi como si entrásemos en trance, sin aspavientos, y por supuesto, sin mencionarlo).
Salgo mareado.
Pero sin adjetivos.
Intentando no hacer muecas o gestos que nos delaten, esperamos la fila de taxis rodeados de extraños y regresamos en silencio a nuestros apartamentos.
Me asomo a la terraza, dejando que la brisa (o la ilusión de la brisa) acaricie mi rostro.
—Víctor, acuéstate que mañana temprano tenemos que ir nadando a la plataforma.
No estoy seguro de si esas palabras las pronuncia realmente mi madre esa noche, o viajan directamente desde mi infancia.
Entonces, en ese momento, agarrado a la barandilla del Edificio Emperatriz, de pie en la terraza frente al Mediterráneo, ocurre.
Un adjetivo cruza delante de mí, surcando el cielo entre las estrellas.
Puedo verlo nítidamente durante unos pocos segundos, hasta que se convierte en polvo.
La fugacidad de ese instante es irrepetible.
Nunca los dejaré del todo.
Los adjetivos estarán siempre en mi cabeza o en las estrellas o a la vuelta de la esquina.
Como ocurre siempre con las adiciones, es algo mucho más simple (y complicado): no puedes dejar de pensar en ello, como mucho puedes abstenerte.
En este viaje a Benidorm creo que me he curado. Un poco.
Los adverbios y los paréntesis (y los ansiolíticos) los iré dejando próximamente. Tal vez en mi próximo viaje a Torremolinos.
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Benidorm, verano de 2019
El volumen 16 de Los futbolísimos, El misterio del último hombre lobo, está desde el jueves 22 de agosto en librerías.
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