Conversamos con el escritor sobre Incluso la verdad (Planeta, 2017), donde, junto a Joaquín Sabina, describe el proceso de composición del último disco del bardo ubetense, Lo niego todo.
El último disco de Joaquín Sabina, Lo niego todo (2017), es un canto melancólico, urgente y socarrón al paso del tiempo, al ya no soy (tan) joven. Sus canciones están libres de solemnidad y de ceniza y, si bien el tema que vertebra el álbum es difícil de abordar, o sea, el envejecimiento, éste cala fácil, se digiere bien, incluso se torna bailable. Caray: el ubetense ha conseguido que estadios llenos salten coreando versos tan crudos como los siguientes: “No pido compasión para mis quejas / que tocan a rebato. / Acabaré como una puta vieja / hablando con mis gatos”.
Sabina no ha trabajado solo: en Lo niego todo han metido mano Ariel Rot, Pablo Milanés, Rubén Pozo o Jaime Asúa, pero, sobre todo, han sido Leiva –productor y compositor de las melodías de ocho de las doce canciones del álbum- y Benjamín Prado (Madrid, 1961) –coautor, también, de ocho de las doce letras- quienes, junto al ubetense, han conformado una trinidad base, el núcleo duro del trabajo. Ahora, el escritor y el cantautor han publicado Incluso la verdad. La historia secreta de Lo niego todo (Planeta, 2017), una mirilla abierta sin exceso de indiscreción; un relato amable, cuando no entrañable, del proceso de composición de un disco que consiguió que Sabina recuperara el nervio y las ganas a la hora de fabricar nuevas canciones.
Conversamos con Prado huyendo, con prisa, de la barbacoa meteorológica en que se ha convertido Madrid, en un refugio céntrico e irlandés donde pinchan a Bob Dylan, un par de horas antes de que el bardo se coloque su bombín y caliente y revolucione el alma y el corazón de todos aquellos que acudimos al segundo concierto que celebró en el Palacio de los Deportes.
P: ¿Toda la verdad del mundo acabará siendo una gran mentira?
R: Imagino que lo que más de moda está es eso de que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. La verdad es un territorio resbaladizo: depende de los zapatos que lleves, puedes caer o estar de pie. No sé si hay verdades generales más allá de que no hay que matar a nadie ni quitarle cosas a quien no las tiene. La verdad de las canciones es mentirosa, teatral, una representación en la que se supone que los que escuchan tienen que hacer de actores también, tienen que tomar roles de protagonistas. Al menos, en las canciones que a mí me interesan. Es una verdad, digamos, emotiva: en la canción y en la poesía funciona. Busca emociones en las personas y busca que esas emociones de otro las puedan reconocer como propias. Por eso, en los conciertos, el público canta como si le fuera la vida en ello. Cuando escribes una canción o un poema no sólo tienes que pensar en lo que quieres decir tú, sino en lo que quieren decir ellos.
P: Cuando Pilato pregunta a Jesús «qué es la verdad», éste no responde –o, al menos, el evangelista no recoge la respuesta-.
R: Hay muchas verdades: políticas, religiosas, intelectuales, sentimentales… La verdad es que uno sienta algo en un momento determinado. Vuelvo al ejemplo de los conciertos: con las canciones, la gente vibra. O en el cine: mientras ves La guerra de los mundos, los marcianos van a conquistar la Tierra. Cuando sales del cine, del libro o la sala de conciertos, puede ser otra cosa. Pero la verdad de la canción, del poema o de la novela tiene que tener validez y posibilidades de ser verosímil.
P: «Lo niego todo / incluso la verdad». Los versos son potentes…
R: Sí. De eso se trata. De que la gente vea que todo el mundo envejece, incluido Sabina. Que las cosas que hacía con treinta años no las puede hacer con sesenta y ocho.
P: ¿A qué se niega Benjamín Prado?
R: A ser malo, a cerrar los ojos, a mirar hacia otra parte, a hacer daño a la gente y a escribir mal (Risas).
P: ¿Se ha negado alguna vez a sí mismo?
R: Todo el rato. Mi maestro era Rafael Alberti. Me decía: «Niño, tómate muy en serio a tu obra y muy en broma a ti mismo».
P: Eso viene en el libro.
R: Sí, ¿verdad? Me parece un gran consejo. Creo que la coherencia es de fanáticos. La gente que durante toda su vida es coherente con una postura, con una idea, suele acabar en el autoritarismo. Es inflexible, impermeable. La lluvia no le cala. Prefiero dejarme calar. Además, sospecho de la gente que no me cambia, que sale de mi vida sin nada que declarar. Prefiero la gente que me altera, que me modifica. Y las canciones, y los poemas y los libros.
P: ¿»Escribir es bajar a un pozo en busca de una manera de salir de él»?
R: Es así. Escribir es crearse problemas. Si no, escribirías muy sencillamente. «Estoy muy enamorado de esa chica», «me ha dejado ese chico»: eso es lo fácil. No. Te complicas la vida, buscas maneras de decirlo recurriendo a metáforas, imágenes. Eso es la poesía, eso es la canción. Cuando José Alfredo canta «cuántas luces dejaste encendidas / yo no sé cómo voy a apagarlas», no habla de bombillas, sino de la nostalgia de alguien que te ha abandonado. En eso consiste la Literatura: en bajar al pozo y encontrar la manera de salir de él. Las canciones hay que escribirlas de dentro a afuera, de abajo a arriba.
P: ¿Cómo se baja a ese «pozo» a la hora de trabajar con –o para- un compañero? ¿Cómo se forja ese tercer hombre, esa «mezcla de árbitro, mediador y monstruo de Frankenstein que suele impartir justicia y tomar decisiones salomónicas»?
R: Joaquín y yo siempre decimos que las canciones que escribamos deben ser obra del «tercer hombre», una suma de él y de mí que haga cosas que no seríamos capaces de hacer por separado. Es una cosa muy dialogada. Nos peleamos mucho, discutimos mucho, tenemos muchas batallas intelectuales. Pero, como ocurrió en Vinagre y rosas y ahora en Lo niego todo: solemos decir que ninguno sabemos quién ha escrito cada cosa. No imagino un sólo verso escrito por uno solo. Lo que nos divierte es justo eso, hacerlo entre los dos.
P: La primera vez que colabora con Joaquín Sabina es para coescribir «Cuando aprieta el frío».
R: Sí, pero eso fue menos una colaboración. Era un poema que había escrito yo para una antología de poesía política muy desconocida, que se llamaba 1917. A Joaquín le gustó mucho. Me llamó a su casa y me dijo: «Siéntate ahí. Voy a tocarte algo que he compuesto sobre un poema tuyo». Me gustó mucho y lo metió en su disco –El hombre del traje gris (1988)-.
P: Y el primer disco, sirva la expresión, a pachas, es Vinagre y rosas (2009). Y por culpa suya.
R: Bueno, hay mucha mitología (Risas). No te creas todo lo que contamos Sabina y yo, no cometas ese error. Nos gusta mucho bromear y, sobre todo, con las cosas serias, que son las que más agradable resulta transgredir, por decirlo de algún modo. La idea de que puedes coger una historia de otro para convertirla en canciones propias y que tu público se emocione como si te hubiera pasado a ti o a ellos, ese es el juego de las canciones. Fue muy divertido hacerlo, lo pasamos muy bien. Joaquín y yo siempre lo pasamos muy bien.
P: Ha desmontado mi siguiente pregunta. Mi idea era la de que, en Vinagre y rosas, Sabina se había acercado más a lo que usted quería contar y, en Lo niego todo, al revés. En este caso, las canciones van, tirando de eufemismo, de hacerse mayor…
R: Los dos somos mayores (Risas). Uno un poco más que otro, pero… Yo nunca le he perdido el carné de identidad a nadie. Con diecisiete años, era íntimo amigo de Rafael Alberti, que tenía casi ochenta, y siempre he dicho que la diferencia de edad era increíble porque él era mucho más joven que yo. Lo que te hace colega de alguien son las cosas que compartes, no la fecha de nacimiento. Joaquín y yo compartimos muchas cosas. También desde el punto de vista biográfico. Estamos muy unidos: nos conocemos desde hace treinta y siete años y los dos estamos muy al tanto de lo que le pasa al otro en cada momento. Hay cosas que no sabe ni va a saber el público, claro, pero para que se asomen un poquito a los talleres, escribí yo Romper una canción (Aguilar, 2009) y, ahora, los dos, Incluso la verdad. Creemos que la gente tiene cierto derecho a mirar por el ojo de la cerradura en algunos casos y a saber de dónde vienen esas historias. A veces, una canción puede venir de una anécdota muy pequeña. «Lo niego todo», que se ha convertido en un himno según ha salido, salió de una frase de Joaquín diciendo: «Joder, si la gente supiera que soy un idiota que lloro con las películas de los domingos por la tarde». Dijimos: «Ahí hay una canción. Hay que contar eso y negarlo todo».
P: «Pero yo fui más lejos», arranca el estribillo de «Quien más, quien menos». ¿Hasta dónde ha llegado usted coescribiendo estas canciones?
R: Joaquín ha llegado muy lejos en mucho. Profesionalmente, a veces, a lugares muy peligrosos. Pero los dos pensamos que lo más triste es no haber probado. Si no te pasas de la raya, no sabes hasta dónde puedes llegar. Nosotros hemos defendido mucho el pasarse de la raya hasta que el puerto ha aguantado. No se lo recomendamos a nadie: no somos apóstoles ni vendedores de Biblias.
P: Sabina dice que estuvieron a punto de darse de hostias por tres adjetivos.
R: ¡Sí, es cierto! Toda escritura responsable es un forcejeo, en este caso, con otro. En medio de una discusión tremenda en la cual, Joaquín y yo, con la tranquilidad de saber que vamos a seguir siendo igual de hermanos tras la discusión, nos peleábamos a cara de perro, el pobre Leiva estaba pálido, como una sábana de hospital. En un momento determinado, Joaquín dijo: «En el fondo, qué hermoso: estamos a punto de darnos de hostias por unos adjetivos». Nos abrazamos y llegamos a un pacto de caballeros, cosa que no somos ninguno de los dos (Risas).
P: La canción en homenaje a J. J. Cale, la de Leonard Cohen que quedó fuera, ese poema de Ya no es tarde en que Ángel González «olvida que está muerto / y entra en casa»… ¿Hasta qué punto son importantes los fantasmas en sus textos?
R: Una historia, si tiene un fantasma, siempre es más interesante. Es verdad que en ese poema sobre Ángel González, lo que vengo a decir es que alguien se haya muerto no es razón suficiente como para que dejes de hablar con él y pedirle consejos. Y yo les pido muchas veces consejos imaginarios a Rafael Alberti y a Ángel González. Antes de hacer algo, cuando estoy a punto de dar un paso que no sé si conviene a mi carrera, por decirlo con la broma de Joaquín, pienso: ¿qué hubieran hecho ellos? Los fantasmas de uno dan vueltas alrededor de la cabeza como pequeños satélites.
P: ¿Qué ocurrió con la canción inspirada en «Contra Jaime Gil de Biedma»?
R: En todos los discos hay más candidatas a canción de las que luego salen. Con esa, trabajamos mucho pero al final no nos gustó a ninguno de los dos. No tenía mucho lugar. Primero era una versión de un poema de Gil de Biedma, con música de Batallán; después, era la misma música ya alterada por Leiva y con otra letra que habíamos escrito, que estaba muy bien y nos gustaba a los dos mucho, pero que, de alguna manera, entendimos que en este disco no encajaba, no funciona. Hay que decir que, en todo esto, quien tiene la última palabra es Joaquín: es su disco y es quien va por medio mundo a defenderlo. Aun así, estábamos de acuerdo los tres. ¿Será incluida en otro? Quién sabe.
P: En el libro cuenta que, cuando se involucró en Lo niego todo, dejó aparcada una novela que estaba acabando.
R: Por segunda vez: cuando hicimos Vinagre y rosas, dejé una novela que luego tuve que borrar, con 130 páginas. Pero no importa. La novela la acabo de terminar. Dejaré el verano para leerla tranquilamente, se la dejaré a los amigos, entre ellos, a Joaquín, y a ver qué pasa. Será otra historia de Juan Urbano. Esta es una novela de piratas. Recuerda que hoy llamamos «pirata» a uno que roba música y llamamos «navegar» a sentarnos ante un ordenador.
P: Para finalizar: ¿llegará el momento en que, «para que sigan llenas algunas cajas fuertes», no tenga que haber «millones de neveras vacías»?
R: Eso depende de la gente, de que la gente se dé cuenta de que la única manera de parar los pies a esos pocos es siendo muchos. Me resulta muy desconcertante la tolerancia que existe en este país con la corrupción y la paciencia que existe con los delincuentes. Espero que no sea porque sea verdad eso que tanta gente de, «bueno, ¿y tú no lo harías?». Mi respuesta es siempre: «No». De ninguna de las maneras lo haría.
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