J.R.R. Tolkien en un retrato al óleo realizado por el artista norteamericano Donato Giancola en 2012
A unos cinco kilómetros al norte de Oxford, en el cementerio de la localidad de Wolvercote, una tumba pequeña y un tanto tosca congrega a su alrededor a una veintena de personas. Han dejado sobre el sepulcro flores frescas que brillan poco bajo la luz desapacible de una mañana otoñal inglesa. Todos llevan libros en las manos y la concentración en el camposanto tiene el aire informal de cualquier otra reunión familiar de una familia —valga la redundancia— un tanto numerosa. Uno de ellos abre un volumen y, en cuanto empieza a declamar, el aire matinal se espesa y el ambiente de pícnic se vuelve solemne. Y se escucha:
Three Rings for the Elven-kings under the sky.
Seven for the Dwarf-lords in halls of stone.
Nine for Mortal Men, doomed to die.
One for the Dark Lord on his dark throne,
In the Land of Mordor where the Shadows lie.
One Ring to rule them all, One Ring to find them,
One Ring to bring them all and in the darkness bind them.
In the Land of Mordor where the Shadows lie (1)
La escena se produce varias veces al año y con infinidad de variantes respecto al texto elegido, aunque el reproducido aquí en la lengua original que fue concebido es el más frecuente. Con toda seguridad se puede asistir a ella cada 3 de enero, así como cada 25 de marzo, el fin de semana más próximo a cada 22 de septiembre y en jornadas como esta, 2 del mencionado mes. Y es que tal día como hoy de hace 45 años moría uno de los dos ocupantes que descansan en esa tumba inglesa: el autor del poema e indiscutible padre de toda la literatura de fantasía épica, al que nadie ha podido superar hasta el momento: John Ronald Reuel Tolkien.
No he podido resistirme a entretener mis horas de cautiverio en Zenda recordando el aniversario de la muerte del creador de El Señor de los Anillos pero, cuando me he puesto a la tarea, le he visto los colmillos al miedo de no aportar nada o hacer el más terrible de los ridículos, puesto que J.R.R. Tolkien debe ser, con toda seguridad, el escritor más estudiado y seguido de la Historia de la Literatura Contemporánea. Los millones de admiradores de sus creaciones han hecho que no haya ni una brizna de la vida o la obra del artífice de El hobbit que no haya sido aireada, difundida y admirada en distinta forma y grado. Que yo sepa, de la nómina de escritores populares del siglo XX, sólo Tolkien puede presumir de contar con organizaciones de fans dedicados a la difusión y estudio de su obra, como la Sociedad Tolkien Española, por ejemplo. Hay otros casos —quizá parecidos— como la saga de Harry Potter, pero el fenómeno Tolkien ha superado el examen más importante de todos: el del paso del tiempo. Y es que, desde su aparición el 29 de julio de 1954 (en castellano no llegaría hasta 1978), la novela en tres volúmenes ha sido traducida a 38 idiomas, de los que se han vendido 150 millones de ejemplares, lo que le convierte en el segundo libro de ficción más difundido de la historia, sólo superado por los 200 millones de copias de Historia de dos ciudades, de Charles Dickens. El tercero de esa lista, con 120 millones, es El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, y el cuarto, superando por poco los 100 millones es, mira por dónde, El hobbit, del mismo Tolkien. Con estas cifras, resulta evidente que la trilogía de películas de Peter Jackson (2001-2003) sirvió para acercar la historia de la caída de Sauron a quienes, mayoritariamente, no pensaban leer las novelas porque lectores, lo que se dice lectores, a Tolkien no le han faltado nunca.
No insistiré en las circunstancias que llevaron a Tolkien a escribir su obra maestra, pues son de sobra conocidas. Sí que es de destacar —y mucho— que la colosal influencia del autor inglés es asombrosa e inversamente proporcional al tamaño de su obra publicada en vida, aunque el apabullante merchandising en torno a ella haga que parezca lo contrario. Tolkien sólo vio editadas en forma de libro cinco de sus obras de ficción: El hobbit (1937), Egidio, el granjero de Ham (1949), El Señor de los Anillos (1954/1955), Las aventuras de Tom Bombadil y otros poemas del Libro Rojo (1962) y El herrero de Wootton Mayor (1967). Ni Egidio ni El herrero forman parte de lo que se conoce como el Legendarium de la Tierra Media. El latinajo fue utilizado por el propio Tolkien en una carta a un amigo en 1951 para referirse al universo mitológico que estaba creando y, casi medio siglo después de su muerte, lo componen una veintena de libros de los que sólo tres (El hobbit, El Señor de los Anillos y Las aventuras de Tom Bombadil) salieron del puño y letra del escritor. El resto, desde El Silmarillion (1977) hasta Los hijos de Húrin (2007) pasando por los doce volúmenes de la Historia de la Tierra Media, fueron publicados tras la muerte de Tolkien por su tercer hijo, Christopher, verdadero albacea literario del escritor.
Y aquí es donde la cosa se complica. Tolkien publicó poco, pero escribió mucho. Muchísimo. La cantidad de apuntes, borradores y estudios de todo tipo es apabullante, y más al considerar que, pese a ser muy prolífico, Tolkien era un escritor perfeccionista y, por tanto, muy lento. De hecho, la primera idea era publicar El Silmarillion prácticamente a la vez que El Señor de los Anillos pero, a la muerte de Tolkien en 1973, la obra estaba inacabada. Christopher Tolkien —que en la actualidad es un venerable caballero de 94 años— asumió la tarea de ordenar e interpretar el abundante y muchas veces confuso material que su padre había dejado, hasta tal punto que en varias ocasiones ha confesado que ha tenido que “adivinar” lo que su progenitor había querido decir.
Es precisamente en el material póstumo donde estaba oculta, en opinión de muchos y servidor de ustedes entre ellos, la pequeña y más valiosa joya de toda la producción de Tolkien y también su obra más querida: La historia de Beren y Lúthien, que fue incluida primero como un capítulo de El Silmarillion y editada este mismo año por Minotauro en un ejemplar independiente junto a su primera versión (El cuento de Tinúviel, de 1917) y tres de los diecisiete cantos del poema épico La balada de Leithian, en la que el propio Tolkien pretendía transformarla y que, como tantas otras cosas en Tolkien, resultó ser un proyecto inacabado. En La comunidad del anillo, Aragorn canta la historia de Lúthien y Beren para los hobbits justo antes de enfrentarse a los nazgûl, los Jinetes Negros, en la Cima de los Vientos.
El relato, de poco más de 40 páginas, cuenta la historia de amor entre Beren, un hombre mortal de la Casa de Bëor, y Lúthien, una elfa sindar inmortal. La trama se desarrolla durante la llamada Primera Edad de la Tierra Media, es decir, 6.500 años antes de El hobbit y El Señor de los Anillos. Lúthien era la princesa elfa, hija del rey de Doriath, la gran capital élfica de la Primera Edad, rodeada de un bosque mágico que no permitía entrar —ni salir— a nadie. Se decía que Lúthien era el ser más bello que había habitado el mundo de Arda. Por su parte, Beren era el último príncipe de su estirpe, ya que su reino había sido destruido por los orcos de Morgoth, que era el maestro y superior de Sauron, o sea, mucho más malvado y poderoso. Solo y malherido, Beren acabó en las lindes del bosque mágico de Doriath. La espesura, haciendo una excepción, le dejó entrar. Un día, en un claro, Beren se encontró con Lúthien, que bailaba y cantaba rodeada de flores blancas. Se enamoraron y juraron amor eterno.
Sin embargo, el padre de Lúthien, el rey de los elfos, no estaba dispuesto a consentir que su hija inmortal se casara con un humano destinado a perecer. Por eso, les prometió su permiso si Beren realizaba una hazaña imposible: traerle un silmaril, una de las tres joyas mágicas más poderosas que estaban engarzadas en la corona de Morgoth. Y Beren, claro, aceptó.
Tras varias aventuras, Beren acabó prisionero en las mazmorras del lacayo de Morgoth, Sauron. Lúthien, al enterarse, huyó de Doriath a lomos de su perro mágico Huan (que podía hablar tres veces antes de morir) y rescató a su amado. Juntos derrotarían a Sauron —que huiría en forma de espíritu— y, tras llegar a la morada de Morgoth, Lúthien durmió a todos con uno de sus cánticos y Beren consiguió arrancar el silmaril de la corona del Señor Oscuro. Sin embargo, no consiguieron huir antes de que los malos se despertaran, y el licántropo Carcharoth atacó a Beren, quien perdió una mano. A pesar de que el guerrero consiguió derrotar al hombre-lobo, finalmente murió.
Lúthien fue a buscarlo a las Estancias de los Muertos, al otro lado del mar. Allí, la princesa elfa cantó de nuevo ante Mandos, el Señor del Destino y Juez de los Muertos, y lo conmovió de tal manera que el dios le permitió volver a la vida, junto a Beren. Eso sí, ambos serían mortales. Juntos se instalaron en la isla de Tol Galen, donde nació su hijo, Dior Eluchíl, de quien descienden dos personajes que aparecen en El Señor de los Anillos: el señor de Rivendel, Elrond, y su hija Arwen, quien, a su vez, se enamorará de otro mortal, Aragorn. Y como su antepasada, Arwen también renunciará, por amor, a la inmortalidad.
La fábula ha sido relatada mil veces desde que los humanos empezamos a contarnos cuentos unos a otros a la luz de la hoguera en las cavernas: el vagabundo de dudoso origen que se enamora de la hija del poderoso, la más gentil y hermosa de las mujeres, y que para conseguirla tendrá que superar la prueba imposible, que se complica con aventuras, peligros e inevitables separaciones que, aunque parezcan definitivas, no lo son. Y al final, el triunfo debido al valor y la constancia, pues el amor que ambos se profesan vence, incluso, a la propia muerte. Lo que más me gusta de la historia, no obstante, es que a pesar de que Beren es un guerrero formidable, en realidad es Lúthien la que los saca de las situaciones desesperadas mediante la belleza de su canto, con el que es capaz de dominar a Morgoth, el Mal Primordial y a Mandos, el Juez de los Muertos.
Todos los escritores copiamos del natural. Nuestros personajes siempre son un reflejo de alguien real, a pesar de las alteraciones literarias. Y también lo hizo Tolkien, a pesar de sus mundos de fantasía poblados de enanos, elfos, orcos y dragones. Lúthien se llamaba, en realidad, Edith Mary Bratt, y había nacido en Gloucester en enero de 1889. Ella y Tolkien se conocieron en el orfanato donde ambos vivían y que dirigía el padre Francis Xavier Morgan, un curioso personaje nacido en el Puerto de Santa María y que puso todas las trabas posibles al amor de aquellos adolescentes (él tenía 16 años y ella 19). El cura gaditano temía que Tolkien abandonara sus estudios si se casaba demasiado joven y se aseguró de que acabara su licenciatura en Lengua Inglesa. El padre Morgan —que fue el tutor legal de Tolkien— era hijo de María Manuela Osborne y Böhl de Faber, hija a su vez de Thomas Osborne (fundador de las bodegas Osborne) y de Aurora Böhl de Faber, cuya hermana, Cecilia, es más conocida por su pseudónimo literario, Fernán Caballero.
Se casaron —finalmente con la bendición del padre Morgan, cuyo apellido se parece demasiado al nombre del malvado Morgoth como para no esbozar una sonrisa— en marzo de 1916, y el 4 de junio del mismo año Tolkien llegaba a Francia como parte del 11º Batallón de los Fusileros de Lancashire para vivir el horror de las trincheras de la Batalla del Somme, donde casi 100.000 soldados británicos se dejarían la vida. En noviembre, enfermo de las llamadas “fiebres de la trinchera”, fue evacuado a Inglaterra y destinado a un campamento militar. Allí, paseando una tarde con Edith por la campiña, acabaron en un paraje cuajado de flores blancas. Tal y como le contó por carta a su hijo Christopher, Edith se convirtió en la clave de El Silmarillion. La historia de Lúthien y Beren, dice Tolkien, “fue concebida por primera vez en un pequeño claro de bosque lleno de cicutas en Roos, en Yorkshire, (donde estuve un tiempo al mando de un puesto de la Guarnición del Humber en 1917, y donde ella pudo vivir conmigo parte de ese tiempo). En aquellos días su pelo era negro, su piel clara, sus ojos los más brillantes que hayas visto, y podía cantar y bailar. Pero la historia se ha deformado, y yo me voy, y yo no puedo eludir al inexorable Mandos”.
Efectivamente, Mandos, el Juez de los Muertos de la Tierra Media, reclamó a Edith el 29 de noviembre de 1971, a los 82 años. John se reuniría con ella 21 meses más tarde. Él tenía 81 y habían estado casados durante 55 años. En la tumba que concentra varias veces al año a incondicionales y admiradores, además de los nombres de Edith y John también figuran, claro, los de Lúthien y Beren. Y a los que hemos soñado con las historias de la Tierra Media nos reconforta pensar que, como ellos, podremos estar junto al amor de nuestras vidas en las Tierras Imperecederas.
(1) Tres Anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo. / Siete para los Señores Enanos en salas de piedra. / Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir. / Uno para el Señor Oscuro, sobre su trono oscuro, / en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras. / Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, / un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas. / En la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Traducción de Luis Doménech y Matilde Horne para la 1ª edición de El Señor de los Anillos de la editorial Minotauro.
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