Finalista del Premio de la Crítica y ganadora del Sintagma al Mejor Libro del Año, Los pozos de la nieve —originalmente publicada en 2008— teje con hilos de lenguaje poético una historia que nace en 1904 y llega hasta finales del siglo pasado. Un relato sobre Clara Stauffer Loewe, incluida en una lista negra de presuntos agentes nazis que vivieron en España con la protección de Franco, tía abuela de la autora de esta obra. Yaiza Santos conversa con Berta Vias Mahou sobre la reedición de su novela que ha publicado la editorial Ladera Norte.
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—¿Por qué una nueva edición? ¿Qué tiene de especial la de Ladera Norte con respecto a la de Acantilado de hace casi veinte años?
—Han pasado, sí, unos cuantos años desde la primera publicación. Entonces, cuando empecé a escribir la novela tuve ciertos problemas. La oposición de algún pariente muy próximo, que no quería que utilizara los nombres reales y algunos de los documentos que manejé, me llevó a reflexionar sobre si debía seguir adelante. Después de sopesarlo bien, decidí no renunciar a ciertos nombres, como los de Clara Stauffer y su padre, Conrad, demasiado importantes y difíciles, cuando no imposibles, de sustituir, y opté por cambiárselo a la mayoría de los demás personajes. Tampoco hice referencia a la relación, por otro lado obvia por el apellido de mi madre, con la fábrica de cerveza Mahou, al menos no expresa. Con el paso del tiempo todo eso ha perdido su sentido, además de que en estos últimos años Clara Stauffer, de cuya muerte se cumplió en octubre el cuarenta aniversario, fue cobrando cierta relevancia. Por eso y por la actualidad de su lectura como un alegato contra la polarización, tanto la editorial Ladera Norte como yo nos planteamos la posibilidad de volver a publicar la novela y hacerlo en una edición revisada, con fotografías de Clarita y de algunos de los familiares que la inspiraron, además de con un largo epílogo, titulado “A la sombra de Clara Stauffer”. Así me parece que la novela cobra una nueva dimensión.
—¿Quién fue Clara Stauffer?
—Clara Stauffer fue la que fue. Y con esta fórmula, que han empleado antes que yo tanto Baldur von Schirach, el ideólogo de las Juventudes Hitlerianas, en el que encuentro ciertos paralelismos con Clara Stauffer, como Richard y Ferdinand von Schirach, dos de sus descendientes directos, ni yo misma sé si en el fondo me distancio de ella y le doy la libertad del condenado al infierno de sus propias ideas. Esta fórmula la emplea Yahveh en la parábola de la zarza ardiendo cuando Moisés le pregunta por su nombre. «Yo soy el que soy», contesta de forma contundente y a la vez enigmática. Clarita fue muchas cosas. Jefa de Propaganda de la Sección Femenina de Falange y simpatizante nazi, pero también una mujer liberada, culta, muy trabajadora, que ya entonces defendió los derechos de las mujeres, pionera en muchos aspectos, no sólo en el deporte, una adelantada en sus costumbres, utópica y cosmopolita, que se esforzó por ayudar a mucha gente a la que no conocía de nada. Muy preocupada por la obra social, de ella fue, por ejemplo, la idea de traer desde Alemania el sistema de las cátedras ambulantes para alfabetizar a los más pobres en las zonas rurales españolas.
—¿En qué momento pensaste que había llegado la hora de dar a conocer sus fotografías?
—Si las palabras me causaron problemas hace casi veinte años, sacar a la luz en aquel entonces las fotografías habría sido como darles una patada en la boca del estómago a algunos de mis parientes más cercanos. Pero ahora, cuando hace ya unos años que murieron, me parece que ha llegado el momento de darlas a conocer. He escrito casi siempre a partir de fotografías. No sólo en el caso de Los pozos de la nieve, también en el de la novela que en 2010 publiqué sobre los últimos años de la vida de Albert Camus o en la que dediqué a la de un torero de los años sesenta que era un calco físico de El Cordobés, lo que me permitió reflexionar sobre el éxito y el fracaso. Y lo mismo en Una vida prestada, en la que traté de ahondar en la personalidad de la fotógrafa Vivian Maier y en la que volví sobre esa cuestión del éxito y del fracaso, las dos caras de una misma moneda. También en mi última novela, La voz de entonces, en la que desvelo otra mancha en el pasado de mi familia, la del esclavismo en las colonias españolas de Ultramar. En ella al final de cada capítulo se aporta una fotografía. Se trata siempre de una imagen alusiva a lo que ocurre en las páginas anteriores, con lo que puede ayudar a completar el relato o a hacer que la imaginación del lector vuele aún más. En la edición de Los pozos de la nieve en Ladera Norte, sin embargo, las fotografías están reunidas en un álbum al final del libro. Siempre me llamó la atención en los encuentros con lectores que a menudo me preguntaran por qué no se incluían imágenes en mis narraciones. Como si de alguna forma intuyeran que estaban ahí. Que existían. Algo que en lo que respecta a la novela sobre Vivian Maier era evidente.
—A la hora de escribir sobre seres reales, hay varias complicaciones, como sabes bien, sobre todo, si están vivos (como fue el caso del torero José Sáez en tu maravillosa novela Yo soy el Otro). Si además son familia, parece que hay una doble complicación. ¿Es por eso por lo que prefieres la novela al ensayo para contar sus historias, como una suerte de “protección”?
—El ensayo, por lo general, descarta la poesía y el sentido del humor, tan importantes para mí. Creo que la novela amplía el campo hasta límites insospechados. Con ella intento alejarme lo más posible del periodismo, con todos mis respetos hacia la profesión. También porque, como dice el narrador al principio de Los pozos de la nieve, prefiero instalarme en la generosidad de la incertidumbre. No afirmar, sólo sugerir. Me gusta lo que apuntas con esa idea de la protección. La novela, cierto tipo de novela, al no afirmar, al limitarse más bien a sugerir, protege al personaje, pero también al lector. E incluso al autor. Frente al dogmatismo. Para mí, el oficio de escribir consiste, sobre todo, en describir y fomentar la humanidad.
—Otra complicación: la protagonista —o una de las protagonistas, no vamos a desvelar las otras voces de la novela— históricamente perteneció al bando del mal. Era una espía nazi, pero fue también una tía adorable y una mujer precursora en muchas cosas. ¿Cómo se aborda un personaje así, encima cercano?
—Cuando no comparte uno las ideas del personaje y, en especial, cuando esas ideas son tan peligrosas, no hay más remedio que abordarlo con una gran precaución. Y eso es lo que intenté. Aunque sé que muchas personas no estarán de acuerdo ni con un planteamiento tan prudente. Como le ocurrió a Camus, que asumió el riesgo de no contentar ni a unos ni a otros. Y siguió su camino. En contra de la mentira. Contra viento y marea. Tampoco escribir sobre un torero me habrá atraído muchas simpatías. De todos modos, creo que es importante luchar contra el maniqueísmo, tan elemental como dañino. El escritor debe buscar matices, resquicios, espacios intermedios, más allá de banderías, que en estos últimos tiempos se están radicalizando de forma alarmante. La vida no es binaria. Nada es tan simple. Ni nadie es sólo bueno o sólo malo. Y así es como creo que hay que abordar cada uno de los personajes y cada aspecto de la vida. Sin tanto prejuicio. Con menos odios. Y sin caricaturas.
—Tu novela, entre otras cosas, parece luchar contra el concepto maniqueo de “memoria histórica”. No es una novela “de parte”, sino que intenta ahondar en la complejidad de la historia y de las personas en la historia. En su momento me gustó definirla como una novela contra el olvido y sin lugares comunes. ¿Qué es la “memoria histórica” para ti?
—Ya por entonces, en aquella reseña en Revista de Libros, tu definición me gustó muchísimo. Intento escribir en la línea de quienes, como Dostoievski, Kafka o el propio Camus, no se ponían de parte de ningún bando, sino del ser humano, en general y en particular, con sus defectos y virtudes. Hoy en día el moralismo es una peste. Las lapidaciones en las redes sociales, cuando no en la vida real, están a la orden del día. Y eso afecta a todos los ámbitos, incluidos el periodismo y la literatura. Creo que el ambiente en el que me crie me ayudó a no ver la vida en blanco y negro. Tuve un abuelo republicano y uno nacional. Y aunque desde el principio simpaticé con las ideas del republicano, el padre de mi padre, escuché historias de unos y otros que me demostraron que no es todo tan sencillo. Mi abuelo el republicano, que vivía en Madrid con su mujer y sus cuatro hijos, se marchó de España al poco de estallar la guerra. A Puerto Rico. Uno de los “suyos” casi le vuela la cabeza cuando se asomó a un balcón de su casa para fumar. Por suerte, el de la tienda de ultramarinos de abajo gritó para impedirlo. “¡No dispares! ¡No dispares!”, se le oyó chillar. “Es de los nuestros”. Mi abuela, su mujer, que salía muy temprano a comprar leche con su salvoconducto, un brazalete en el que ondeaba la bandera cubana, pues mi abuelo nació en Camagüey, veía cada mañana en las aceras los cadáveres de las personas a las que por la noche los milicianos sacaban de sus casas para darles matarile. A Clara Stauffer muy pronto la Pasionaria fue a buscarla para llevarla a dar el tristemente célebre “paseo”. La memoria histórica debería construirse con los testimonios de unos y otros. De lo contrario, no será más que una revancha sectaria.
—Como todas tus obras, esta novela está llena de guiños literarios, pistas o huellas de otros autores reconocibles, en particular poetas. ¿Cuál es tu relación con este género?
—Tuve la inmensa fortuna, cuando era muy joven, de conocer al poeta Pedro Casariego Córdoba, quien en alguna ocasión declaró que el género que le inspiraba a la hora de escribir su poesía era la novela. Aquello debió de calar hondo en mi corazón, pues, sin proponérmelo, años después, cuando me lancé a escribir narrativa, no tardé mucho en darme cuenta de que lo hacía más como un poeta que como un novelista. Es decir, que utilicé el método contrario. La inspiración, y lo dice el narrador al principio en Los pozos de la nieve, me llega como cae la nieve del cielo. Ese cielo se abre sobre mí casi siempre con la lectura de poesía. Tres son los poetas cuyas palabras aparecen en Los pozos de la nieve sin que yo los nombre, salvo en la cita inicial. El primero es el mexicano Octavio Paz, con unos versos con aire de canción que abren y cierran el libro. El segundo es el español Pedro Casariego Córdoba. Con tres citas. La primera, tomada de su obra La risa de Dios, abre el libro, después de la dedicatoria, precisamente a Pedro, a su padre, también llamado Pedro, y a uno de sus hermanos, Antón. La segunda cita de Casariego refleja la sencillez y la sinceridad con la que un poeta es capaz de expresar su última voluntad: “Si alguna vez muero, quiero azaleas encima de mí. Quiero una ausencia de cruces. Azaleas encima de mí”. Un deseo que su familia respetó y cumplió. En la tercera —“Oh Dios, perdónanos, tu belleza es un bosque y cuando hablamos de ella nuestras palabras lo talan sin querer”— tenemos uno de los temas de la novela. La necesidad de hablar. Y a la vez el peligro al que nos exponemos cuando nos decidimos a hacerlo. Y, por tanto, la tentación del silencio. El tercer poeta es el suizo, afincado en Francia, Phillippe Jaccottet, también traductor y un gran admirador, como yo, del escritor austriaco Robert Musil. Unos versos de su libro titulado A la luz del invierno —“invisible habitando lo invisible, o semilla en la lonja de nuestros corazones—– aparecen al final de Los pozos de la nieve. Unas palabras muy relacionadas con la metáfora a la que alude mi título. La de nuestros corazones, tan a menudo blindados en el frío de su soberbia.
—Otro tema frecuente en tus libros: el silencio. ¿Cómo se salva esa paradoja? Para hacerse entender hacen falta las palabras, pero éstas, muchas veces, traicionan lo que se quiere decir en realidad.
—Esa paradoja, casi siempre insalvable, una paradoja que ha obsesionado a la mayoría de los escritores a lo largo de los tiempos, la expresan muy bien los versos de Pedro Casariego Córdoba que abren Los pozos de la nieve: “Nuestras palabras nos impiden hablar. Parecía imposible. Nuestras propias palabras”. Esa incapacidad, que se siente sobre todo ante un acontecimiento extraordinario o frente a una barbarie como la del Holocausto, es la que llevó a Theodor W. Adorno a decir que después de Auschwitz no se podía escribir poesía. Sin embargo, el poeta y ensayista Jean Améry, que se suicidó tiempo después de haber pasado por varios campos de concentración, entre ellos el de Auschwitz, trató de hacerlo, de escribir, e incluso confesó que en aquellos campos del horror rememorar pasajes y poemas de otros autores le ayudó a sobrevivir. Cuando me propuse escribir sobre Clarita Stauffer, los temas que me vinieron a la mente de inmediato, aparte de lo que denomino «la peste del maniqueísmo», fueron precisamente el lenguaje y el silencio (en parte por influencia del libro de George Steiner titulado así, Lenguaje y silencio) y el individuo y la masa, la urgente necesidad de distinguir, de no generalizar, si queremos que haya más justicia en este mundo. Un individuo en una lista deja de serlo, se convierte en masa. Y en eso debió de marcarme la lectura de Masa y poder, de Elias Canetti. Pero, aparte de las palabras, en la literatura son muy importantes los gestos. Lo sabía bien Kafka, que estudió pronto y desde muy cerca el teatro yiddish de Praga. Las palabras en los libros deben evocar gestos. Sugerirlos. Un gesto a veces dice más que mil palabras. En Los pozos de la nieve hay personajes que hablan sin parar, aunque les corto la palabra para que no cansen al lector, y que con su verborrea no dicen nada o apenas nada. Otros personajes en el libro apenas hablan y, sin embargo, con un par de palabras o con un gesto dicen todo lo que hay que decir.
—Compartimos, llamémosle así, el filosemitismo. ¿Cuál es su origen, en tu caso?
—En el epílogo, titulado “A la sombra de Clara Stauffer”, quise expresar mi profundo respeto por el pueblo judío. Admiro la capacidad de los judíos para no arredrarse ante nada y despuntar en todos los ámbitos de la cultura y de la ciencia, para construir y reconstruir, a pesar de la brutal hostilidad que históricamente han sufrido y que, por desgracia, también sufren en la actualidad. La cultura en Europa quedó casi por completo destruida por culpa del nazismo, que trató de barrer y borrar de la faz de este continente cualquier huella de los judíos. Hay en Los pozos de la nieve una referencia a un texto de Kafka que se titula “Deseo de ser indio” o, más bien, “Deseo de convertirse en indio”. Sueño, como el personaje de Luitgard en la novela, con ser distinta a la mayoría de los miembros de mi tribu y con escribir un texto que se titule “Deseo de ser judío” o “Deseo de convertirse en judío”, pero nunca lo haré como Kafka, así que me quedaré para siempre con las ganas de decir, con esa elegancia con la que él ensalza la libertad de los pieles rojas, corriendo a galope tendido sin espuelas y sin brida, que me hubiera gustado ser judía. El origen de este deseo siempre he pensado que era literario. Muchos de los escritores a los que admiro eran de origen judío. Pero ahora pienso que quizás en mi precoz y pertinaz obsesión por buscar ancestros judíos en nuestro árbol genealógico pudo haber algo menos racional, más subterráneo: el rechazo frente a las ideas nacionalsocialistas con las que simpatizó Clara Stauffer, la hermana de mi abuela materna. Nuestra querida tía Clarita.
—¿Por qué te conmueven tanto los cementerios militares?
—En las guerras los soldados caen a millares día tras día. Pero con frecuencia las bajas se ocultan para no desmoralizar a la población. Sólo al final se encuentra uno con esas enormes extensiones de lápidas. Y casi siempre al cabo de bastante tiempo, pues antes hay que recuperar los restos diseminados por todo el territorio. Ese fue el origen del pequeño cementerio militar alemán de Cuacos de Yuste, en Extremadura. Allí descansan los restos de ciento ochenta soldados de las dos guerras mundiales que no lucharon en España. Pertenecían a tripulaciones de aviones que cayeron sobre nuestro suelo, a submarinos y navíos hundidos junto a nuestras costas. Cuando te detienes a leer las inscripciones te das cuenta de que casi todos al morir tenían poco más de veinte años. Las cifras de los caídos en campaña son escalofriantes. Casi diez millones de soldados sólo en la Primera Guerra Mundial. Tan inocentes la inmensa mayoría como cualquier civil. En uno de los capítulos de mi última novela, La voz de entonces, habla la madre de un teniente del Tercio en la Legión, Manuel Torres Menéndez, hermano de mi abuela paterna, el primer oficial que cayó en El Rif. A los 25 años. Aún no he podido visitar su tumba en la ciudad de Tetuán y creo que ningún miembro de la familia lo consiguió nunca, ni siquiera sus padres. Aunque algunos hemos logrado verla gracias a internet. No he tenido hijos, pero se me encoge el alma ante los túmulos de todos esos jóvenes. Destinar apenas un metro cuadrado para cada uno da lugar a extensiones inmensas. Cualquier cementerio de soldados es el símbolo de la barbarie humana. Como los campos de concentración. Los cargamos en la conciencia de otros, pero pesan sobre la de todos nosotros.
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