Tengo, desde hace muchos años, una escena atorada en la imaginación. Es el último día de diciembre y a media tarde corre la noticia de que por fin la ciencia ha descubierto la vacuna y la cura del VIH. La gente, enloquecida, corre a las calles a celebrarlo desenfrenada, compensatoria e indiscriminadamente, hay tumultos de chicas y chicos en pelota cantando en torno a hogueras de condones que parecen llover aquí y allá. Es, por supuesto, un escenario irreal e inverosímil —como no forme parte de un musical de Mel Brooks— pero inclusive esa mamarrachada la imagino con mayor nitidez que los próximos meses de 2020. No future for you, cantaban los Sex Pistols, y hasta hoy nos enteramos de que era un bolero.
Como todo convicto tendría que saberlo, carecer de un futuro acreditable es otra forma de encontrar la paz. Hace un rato llegó la mercancía del supermercado: he ahí todo el porvenir que alcanzo a ver. Lo demás es un parabrisas empañado. Ahora pregunta a un niño de cinco años qué planes tiene para la semana próxima. ¿Lo ves, Cuarentenario? ¡Los mismitos que yo! Una vez que renuncias a las prerrogativas del adulto, recibes una serie de privilegios que habías olvidado por completo, como el de dar por hecho que todos tus problemas están en manos de otros. En tres palabras, no tienes problemas, y si los tienes no son tu problema. Esas cosas relajan, cómo no.
—¿Qué estás haciendo, niño?
—Nada. ¿Puedo jugar con mi Cuarentenario?
Escribir es un método eficaz de fabricarte a solas tus problemas. No siempre sabes cómo resolverlos, ni puedes evitar que se reproduzcan. El chiste es no saber y no poder y de todas maneras lidiar con ellos. Una vez que he dejado de contar con fechas tentativas para volver al mundo, me sumerjo en mi juego con devoción viciosa. Cada párrafo es un nuevo acertijo que de uno u otro modo habré de resolver: esa pura certeza me da la sensación de estar al mando de algo. Si ha de pasar la muerte por aquí, por lo menos que me encuentre ocupado.
Haciendo cuentas, a estas alturas debo de haber reunido problemas de trabajo suficientes para llenar los próximos tres años. Que es como si mi abuela se hubiera pertrechado con cien kilos de estambre, para estar en lo suyo mientras decide el mundo si se acaba. Hay quienes me preguntan qué haría si ya existiera una vacuna y me la hubieran puesto, y pienso en esa escena que tanto he imaginado sin el menor provecho. ¿Correrían sin más a abrazarse y besarse quienes hoy se repelen por las calles, como en un musical bollywoodense? Lejos de suponer qué haría yo y por qué, sé que el fin de un encierro prolongado provoca una extrañeza inexplicable.
La idea de volver a ser adulto intempestivamente y tomar decisiones y hacer planes me parece de pronto tan deseable como intrincada, rara, sospechosa. Tengo, he dicho, problemas a granel, hechos en casa, y no estoy muy seguro de sentir una gran curiosidad por el mundo agobiante que muy probablemente nos espera al final de la pandemia. No debe de estar bien esto de encariñarte con la cuarentena, pero ya algo me dice que acabaré extrañando estos días exóticos y nebulosos de los que varias veces me he quejado, con la liviandad de un heredero ingrato. Déjame en mi capullo, Cuarentenario. Ya se me pasará.
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