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Bestia

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXVI: BESTIA

Descabalgó de un salto y acarició al corcel entre los ojos oscuros. La había llevado sana y salva hasta el castillo, cruzando el bosque sin un titubeo, protegido por un halo de inconcebible magia de las alimañas acechantes. Tal y como su carcelero le augurara. El animal cabeceó, complacido quizá por sus atenciones, o tal vez por el deber cumplido. Había algo en su mirada que le hacía parecer casi humano. Lo vio alejarse hacia las caballerizas, donde, bien lo sabía ella, le atenderían los esquivos sirvientes que allí moraban.

Atravesó con decisión la alameda de los naranjos, notando pese a su paso altivo cómo se le hundía el corazón hasta el fondo mismo del alma. Mas había dado su palabra, y, tras la dispensa de una luna completa en el calor de su modesto hogar, tiempo era ya de cumplir con su promesa. Dejó caer la capa en la inmensidad del recibidor, despreocupada, sin otra intención que presentarse cuanto antes a los pies de su amo. De sobra conocía su carácter melancólico y fúnebre, y la facilidad con la que este podía tornarse en ira incontrolable. No deseaba que su tardanza causara un arrebato de furia, ni que tal emoción provocara la desdicha de los aldeanos, más allá de la floresta encantada. La Bestia, todos lo sabían, podía resultar destructiva.

Le halló sentado a la cabecera de la gran mesa, presidiendo un banquete del que era el único invitado. Permanecía en la penumbra, alejado de las danzarinas llamas de la chimenea, sosteniendo en su oscura mano una delicada copa de cristal tallado rebosante de vino. Como tenía por costumbre, rehuía la luz. La joven traspasó apenas el umbral e hizo una reverencia.

—Así que has vuelto… —murmuró él, casi con desgana.

—Me ataba la promesa que os hice —replicó ella.

—Eres muy considerada.

No escapó a su entendimiento la malicia que acompañó a sus palabras. Incapaz de morderse la lengua, pero no lo bastante temeraria como para emplear contra él un tono indecoroso, asintió.

—Tanto como lo sois vos al respetar las vidas de los habitantes del valle durante mi ausencia —murmuró—. Os resultará más sencillo ahora, espero, que habéis recuperado a vuestra prisionera.

—No eres tal cosa —masculló la Bestia, con voz rechinante—. Eres mi invitada.

—Curiosa forma de verlo, Señor —siguió la joven, implacable—, cuando me arrancáis de los brazos de mi anciano padre, del cariño de mi hermana, del protector afecto de mi hermano, y me obligáis a permanecer enclaustrada entre estos muros para garantizar la seguridad de mis vecinos y de todo cuanto aprecio.

—¿Acaso no tienes aquí cuanto se pueda desear? —se indignó la Bestia, con un gruñido airado—. Posees joyas, vestidos elegantes, una corte de criados dispuesta a complacerte…

La muchacha no pudo evitar lanzar una mirada aprensiva hacia la hilera de criaturas que aguardaban al otro lado de la estancia, en muda quietud. Pese al tiempo que había pasado conviviendo con aquellos seres mecánicos, su estómago volvió a encogerse sin remedio, como cada vez que contemplaba sus cuerpos de otro mundo, llenos de engranajes, de piezas disparejas, de extrañas válvulas y ruedecillas dentadas, expuestas como las entrañas de un reloj. Sus andares y ademanes inhumanos la llenaban de espanto, su incapacidad para hablar la incomodaba, y, la certeza de que bajo aquellos inexpresivos ojos de muñeca vivían presas genuinas almas atormentadas, poblaba sus noches de atroces pesadillas. Al resplandor del fuego le pareció incluso que uno de los engendros la devolvía la mirada, en un gesto de súplica desesperada. Clavó la vista en la recargada silla de la Bestia, estremeciéndose.

—Poseo cuando se pueda desear, sí, salvo mi propia libertad —repuso, sin aplacarse.

—Elegiste este destino.

—No me disteis otra opción, a no ser la muerte de los míos. ¿Quién escogería vivir con ese peso en su conciencia?

—La muerte no es para tanto.

—Es fácil decirlo cuando sois vos quien la causa a placer.

—¡Porque soy una Bestia! —bramó él, colérico—. Está en mi naturaleza y no puedo ser juzgado por ello.

—Sin embargo —porfió ella—, os decantáis por refinamientos de Príncipe cuando os conviene hacerlo. Es mezquino, por tanto, que os desentendáis de vuestra oscuridad, ya que también esta os pertenece.

El enorme cuerpo se tensó, temblando ante tal osadía. La joven retrocedió un par de pasos, amedrentada, luchando contra su impulso de huir.

—No tienes ni la menor idea de cuánto he perdido… no imaginas siquiera cuánto me fue arrebatado, el dolor que he debido padecer…

—Vuestro dolor no es excusa para que lo causéis a otros —siguió ella, tozuda.

—¡Acogí a tu padre, salvándole de la ventisca y de los lobos! —le recordó la Bestia, señalándola con su dedo monstruoso—. ¡Y fue tan ingrato que correspondió a mi generosidad conduciéndose sin decoro alguno! ¡Me robó!

—¡Una rosa, por el amor de Dios! —chilló ella, perdiendo finalmente la compostura—. ¡Una rosa, de entre los cientos que poseéis en vuestros jardines!

—¡Pero era mía!

—¡Así es, Señor! Era vuestra y ahora lo soy yo. Y podéis contemplarme, atesorarme, encerrarme y poseerme, como hacéis con vuestras flores. Pero ni a ellas ni a mí podéis obligarnos a amaros.

—Te crees cargada de virtud, pero tu corazón está helado —reprochó la Bestia con desdén—. Tanto que eres incapaz de amar a alguien que ha sido privado de belleza.

—¿Y no exigisteis vos retener a la más Bella de estas tierras en pago a la afrenta sufrida? —reprendió la joven—. ¿Pedisteis acaso que la más bondadosa, la más valiente, la más devota o la más sabia fuera traída a vuestra presencia? Reclamasteis a la que exhibiera mayor hermosura, cuando carecéis de prenda equivalente que ofrecer. Pues bien, aquí me tenéis. Y, como esas rosas que tanto idolatráis, me marchitaré tarde o temprano. ¿También me amaréis entonces?

La Bestia no respondió. Un denso silencio cayó sobre ellos. Exhausta por el viaje y la discusión, la joven dio media vuelta y se retiró a sus aposentos, ignorando la punzada de nostalgia por los suyos, tratando de no pensar en el amargo destino que le aguardaba. Recorrió la opulencia de cada habitación sin ánimo para admirarse por la riqueza gélida que se desplegaba ante ella. No prestó atención al colorido de las vidrieras, a la magnificencia de los muebles, a la exquisitez de los tapices o el tintineo de las lámparas. Atravesó el salón de baile, la galería de los guacamayos charlatanes y el pequeño teatro en el que los engendros mecánicos trataban de distraerla imitando sin voz y sin gracia las piezas de la Comedia Italiana. Llegó a su dormitorio y se dejó caer sobre la cama, sumergiéndose en una oscuridad sin sueños y sin esperanza.

Amaneció un día luminoso. Se desperezó, contemplando con ojos ausentes el haz de luz que bañaba la estancia. Un leve chirrido la sacó de su sopor y se incorporó en el lecho a tiempo para ver a uno de los siniestros autómatas abandonar el dormitorio con una leve inclinación. Una bandeja aguardaba sobre la mesa, y aquella novedad la intrigó. Nunca le habían servido el desayuno en su propia cámara. Se acercó con curiosidad y descubrió entonces un pliego de papel junto a la bruñida campana que preservaba la ofrenda misteriosa. Descifró la apretada caligrafía de la Bestia.

“Vuelve, si es tu deseo, cuando los inviernos te hayan marchitado. Si puedes aceptarme entonces, te amaré más y mejor que ahora”.

Alzó la cubierta de plata. La rosa, roja, perfecta y fragante, abría sus pétalos de seda con indolencia. La prendió en su vestido, cruzó los corredores y descendió la escalinata, oyendo el rumor de despedida de los esclavos, ocultos en las sombras de los rincones. Salió al resplandor del sol y sus pies hicieron crujir la escarcha del sendero. Notó los ojos de la Bestia, clavándose en su espalda desde el mirador de la torre, pero no quiso devolverle la mirada. En el último momento, la envolvió un inexplicable terror ante la idea de abandonarle en las tinieblas de su castillo, y supo que, si giraba la cabeza, no podría irse.

Entre las fuentes de piedra, las estatuas y los mirtos, el caballo aguardaba para llevarla a casa.

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