La escritora irlandesa Claire Keegan entrega una nueva nouvelle en la que explora ciertas zonas incómodas de la intimidad de una pareja, es decir, en la que nos muestra, entre otras realidades, la falta de generosidad e incluso el desamor que condiciona su relación.
En Zenda reproducimos el primer capítulo de Bien tarde en el día (Eterna Cadencia), de Claire Keegan.
***
El viernes, 29 de julio, Dublín tuvo el clima que había sido pronosticado. Toda la mañana, un sol descarado brilló a lo largo de Merrion Square, alcanzando el escritorio de Cathal, donde él estaba sentado junto a la ventana abierta. Entraba un relente a pasto cortado y, de vez en cuando, una brisa cercana agitaba la hiedra de la cornisa. Miró hacia afuera porque se cruzó una sombra, un sobresalto de golondrinas que peleaban fraternas, en lo alto. Abajo, en la grama, algunos tomaban sol y había niños, y canteros repletos de flores; buena parte de la vida transcurría sin problemas, a pesar de los muchos trastornos humanos y de saber cómo todo debe terminar.
De regreso a su escritorio, se detuvo a tomar un café, presionó la opción americano en la máquina y esperó a que el líquido se vertiera en la taza.
Ya casi estaba listo cuando Cynthia, la mujer de cuentas, vestida de colores brillantes, se apareció, con el celular, riéndose. Hizo una pausa cuando lo vio y enseguida cortó.
–¿Estás bien, Cathal?
–Excelente –dijo–. Excelente. ¿Tú?
–Excelente –sonrió ella–. Gracias por preguntar.
Se llevó el café antes de ponerle azúcar, antes de que ella pudiera decir algo más.
Al regresar a su escritorio, miró la parte superior de la pantalla, eran las 14:54. Estaba volviendo a abrir el archivo y leyendo cómo había quedado, y, cuando estaba a punto de redactar nuevamente algunos de los cambios que iba a tener que hacer, pasó el jefe.
El jefe era del norte, unos diez años más joven que él, vestía trajes de marca y jugaba al squash los fines de semana.
–Bueno, Cathal, ¿cómo anda todo?
–Bien –dijo Cathal–. Gracias.
–¿Conseguiste alguna cosa para el almuerzo, algo para comer?
–Sí –dijo Cathal–. Sin problema.
El jefe lo estaba examinando, fijándose en sus habituales camisa, corbata y pantalones, y en sus zapatos sin lustrar.
–Bueno, no es necesario que te quedes –dijo el jefe–. ¿Por qué no das por terminado el día? –Y se sonrojó un poco, parecía incómodo por la frase bien intencionada.
–Es que estoy terminando el esbozo presupuestario –dijo Cathal–. Me gustaría dejarlo listo.
–Está bien –dijo el jefe–. Como quieras. Hazlo con cuidado.
El jefe se retiró entonces a su despacho y Cathal escuchó cómo la puerta se cerraba suavemente.
Cuando volvió a mirar, el cielo estaba celeste y blanco. Tomó un sorbo del café amargo y se quedó mirando el archivo que no había guardado. Ahora, con el resplandor de la luz del sol, no era fácil de ver, así que cambió la fuente a negrita e inclinó la pantalla. Por un rato, intentó nuevamente concentrarse en lo que allí había, pero al final decidió concentrarse en la pila de cartas que iban a ser todas idénticas, salvo por el nombre:
Estimado —,
Gracias por su postulación para una beca de Artes Visuales. El comité de selección ya se ha 17 reunido y ha llegado a una decisión. La ronda final fue extremadamente competitiva y lamentamos informarle que en esta ocasión…
A las 5 de la tarde, ya había imprimido la mayoría de las cartas de rechazo en papel membretado y esperaba el ascensor en el rellano. Escuchó que venía alguien y empujó una puerta que llevaba al hueco de la escalera. Allí hacía más calor y olía a humedad. La chica polaca que limpiaba después de hora estaba inclinada sobre la barandilla, enviando mensajes de texto. Sintió que lo observaba al pasar y se alegró de llegar al pie de las escaleras y a la salida, y de llegar a la calle, donde había mucho ruido y una acalorada fila de coches apretujados en los semáforos.
Se sacó la corbata y buscó en el saco el pase del autobús, que estaba allí, en el bolsillo del pecho, y caminó hasta el Davenport para esperar el autobús que iba a Arklow. Sin ningún motivo en particular, una parte de él dudaba de que el autobús llegara ese día, pero pronto apareció por Westland Row y se detuvo, como de costumbre, para dejar subir a los pasajeros.
Casi todos los asientos estaban ocupados y tuvo que sentarse del lado del pasillo, junto a una mujer con sobrepeso, que se apretó un poco más a la ventanilla para darle espacio.
–Qué día –dijo ella jovialmente.
–Sí –dijo Cathal.
–Dicen que va a durar –dijo–. El buen tiempo.
Había elegido mal; esa mujer iba a querer hablar. Deseó que ella se quedara callada, pero luego se contuvo.
–Bueno saberlo –dijo él.
–Vamos a llevar a mis nietos a Brittas para que el domingo se den un chapuzón –prosiguió–. Si no vamos pronto, el verano podría escapársenos. ¿Acaso no vuelan los días?
La mujer sacó de su bolsillo un tubo de pastillas de menta Polo y le ofreció una, que él rechazó.
–¿Y usted? –preguntó–. ¿Algún plan para el fin de semana largo?
–Me lo voy a tomar con calma –dijo Cathal, dejando que el discurso quedara en un punto tal que no pudiera ir más lejos.
En circunstancias normales, habría sacado el 19 celular para chequear los mensajes, pero le pareció que no estaba preparado, y luego se preguntó si alguien alguna vez estaba preparado para lo que era difícil o doloroso.
–Los vamos a llevar al tambo de mi hermano –prosiguió la mujer–. No queremos que crezcan pensando que la leche sale de un cartón. ¿No que los niños de hoy son privilegiados?
–Supongo que sí.
–¿Usted tiene hijos?
Cathal negó con la cabeza.
–No.
–Ah, tanto mejor para usted –dijo la mujer–. Le rompen el corazón a una.
Pensó que ella iba a seguir, pero agarró el bolso y sacó un libro, The Woman Who Walked Into Doors, y pronto se puso a pasar las páginas, ensimismada.
En ese momento, el tráfico estaba más pesado que de costumbre al salir de la ciudad y subir por la N11, pero cuando pasaron el desvío hacia Bray y tomaron la autopista, el camino se abrió. Miró pasar los árboles y los campos, y más allá las colinas boscosas, que veía casi a diario pero a las que nunca había subido. Antes de lo que esperaba, estaban rodeando el desvío hacia Wicklow Town y avanzando más hacia el sur, a la hora habitual.
Había sido un día sin incidentes. En la parada de Jack White’s Inn, una mujer embarazada recorrió el pasillo y se sentó en el asiento libre frente a él. Se quedó sentado aspirando su aroma hasta que se le ocurrió que debía haber miles, si no cientos de miles, de mujeres que olían igual.
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Autor: Claire Keegan. Título: Bien tarde en el día. Traducción: Jorge Fondebrider. Editorial: Eterna Cadencia. Venta: Todos tus libros.
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